lunes, 28 de noviembre de 2011

Merly, de la vanguardia a la vanguardia

XX


“Me estremecieron mujeres
Que la historia anotó entre laureles
Y otras desconocidas, gigantes
Que no hay libro que las aguante

Me han estremecido un montón de mujeres
Mujeres de fuego, mujeres de nieve”, Silvio Rodríguez

A Merly la conocí en Nicaragua; cuando ella estaba en comunicaciones, en el equipo de radistas de la comandancia, yo me encontraba en otra unidad y teníamos prohibido cualquier tipo de contacto, pero hasta nosotros llegaban los comentarios sobre su carácter, su disciplina, su entrega.

Me entusiasmaba y llenaba de energía imaginar a guerrilleras como ella, que no cedían un ápice al enemigo y que en su mente y en su corazón sólo existía la voluntad de vencer o morir por Guatemala, la revolución y el socialismo.

En el año 86, cuando me integré a la unidad de comunicaciones de la comandancia, ella había viajado a Petén,  como una de las radistas del comandante en jefe.  Varias veces me tocó comunicar con ella, yo aún en Nicaragua y ella en Petén; su voz y su actitud eran de hierro.  Considero que fue una de mis maestras en ese momento. Manejaba el tiempo de transmisión muy bien.  Un contacto radial, con todo y dos o tres mensajes, no podía pasar de cinco minutos.  En ocasiones la señal era mala y la voz se desvanecía, pero ella, a pesar de esa dificultad, lograba copiar los números y pedía que se dictaran más rápido.

De igual manera, cuando ella dictaba lo hacía rápido y se molestaba cuando se le pedía que repitiera. Nos exigía: ¡poné tu grabadora y después volvés a escuchar. No tengo tiempo!.  Y tenía razón.  La seguridad estaba de primero.  De hecho sabíamos que el enemigo trataba constantemente de ubicarnos a través de los radiogoniómetros. Pocas veces lográbamos sacarle una sonrisa durante la transmisión y finalmente un: ¡saludos. Cambio y fuera!.

No era la mujer dura de las comunicaciones;  era la mujer capaz, que había adquirido conciencia proletaria y estaba dispuesta a dejarlo todo por alcanzar el objetivo final, la toma del poder.   Dejaría a su familia, a su compañero y sus hijos por la revolución.   En ella prevalecía el sueño de construir un país diferente, con democracia y justicia social, donde sus hijos pudieran crecer en paz y desarrollarse.
Sargento Merly

En México compartimos más. Estábamos en el mismo equipo de comunicaciones, pero en distintas casas de seguridad.  Algunas veces nos encontramos Rodriga, ella, Gladys, Juan Antonio y yo e íbamos a pasear a Chapultepec, a Coyoacán o algún otro lado, pero la mayoría de ocasiones era para contactos, enviar y recibir información. Nos veíamos rápidamente,  si era necesario cubríamos uno o dos contactos más y regresábamos a nuestras respectivas casas.

Un día, durante su regreso a Puebla, donde vivía con Juan Antonio y Camilo, se le presentó un problema de seguridad.

El viaje desde el distrito federal duraba unas dos horas.  Iba sentada en un rincón. Entró un tipo con una mujer, aparentemente su esposa. El se sentó a la par de Merly y la mujer en la parte de atrás.  Luego de unos 30 minutos de camino sintió que el hombre ponía la mano en su rodilla.  Ella se movió y volteó su cabeza hacia la ventanilla, pensó que había sido sin querer, pero al mismo tiempo todos sus sentidos se pusieron en alerta.  Diez minutos más tarde, nuevamente, la mano del individuo rozaba su rodilla. La sangre empezó a subir a su cabeza.  Hizo un ligero movimiento para retirarse y decidió responder.  Llevaba unos zapatos de medio tacón. Lentamente dobló su pié izquierdo hacia atrás y tomó el zapato.  Se hizo la dormida. El hombre nuevamente colocó su mano en la rodilla de Merly y aún más, trató de deslizarla hacia su muslo.  La reacción, aunque planificada, fue instintiva y en fracción de segundos. El taconazo en la cara del tipo rompió su nariz y la sangre brotó de inmediato.   

El desconocido gritó a su mujer: ¡mira lo que esta loca me ha hecho!.  Merly tampoco se quedó callada y respondió mucho más alterada.  ¡Por abusivo,  me estaba tocando!.  El chofer detuvo el autobús.  Otras personas, principalmente mujeres, se solidarizaron con ella y le decían ¡bien hecho muchacha, a estos atrevidos hay que darles su merecido!.

El chofer decidió reanudar el viaje, con la condición de que al llegar arreglaran el problema con la policía de la terminal.  Merly temía que esto se convirtiera en un problema de seguridad para ella y su equipo, pero algo se le ocurriría.

Al llegar al destino se bajó rápidamente, tratando de hacer creer que había olvidado lo ocurrido, pero la mujer y el hombre la siguieron.  La esposa era la que más alegaba: ¡espérate, tenemos que arreglar esto, le rompiste la nariz a mi marido y esto no se va quedar así!  El tipo atrás, con un pañuelo se cubría la cara.   Esta bien, le dijo, pero no lo van a resolver conmigo sino con mi esposo y se dirigió a un teléfono público y marcó a la casa.  Camilo contestó.  Merly, en voz baja, le dijo que estaba en la terminal, que tenía un pequeño problema, pero que si en una hora no llegaba, que salieran de ahí.  Luego habló más fuerte:  ¡Esta bien mi amor, entonces aquí te espero!.

Ya viene, en unos cinco minutos está aquí y lo arreglan con él.  El atrevido, fornido, de casi 1.80 de estatura, dijo a la mujer:  ¡mejor vámonos, ya no quiero más problemas! y se retiraron.

Merly llegó a la casa un rato más tarde, luego de chequearse y contrachequearse.



XXI


Aprendí a conocer a Merly y a respetarla como compañera, como revolucionaria y como mujer, pero principalmente a respetar su carácter.  Era impulsiva y no se quedaba callada, en especial si tenía la razón.

Con nosotros dejó a sus hijos por algunas temporadas, cuando debía entrar al frente.

Estuvo en el sur más o menos tres años y muchos de nuestros colaboradores y colaboradoras de la base la respetaban y admiraban.

Aquel 14 de julio, cuando fue gravemente herida en el pecho decidió quedarse parapetada en un árbol y cubrir la retirada de Pezzarosi, quien a pesar de estar herido aún podía correr.

Se quedó con su fusil, quitó el seguro y apunto hacía el lugar donde oía que venían los soldados.

Pezzarosi se alejó como pudo y cuando iba a unos 200 metros del lugar donde dejó a Merly escuchó la característica detonación del Ak-47, uno, dos, tres tiros,  luego ráfagas de galil y gritos.

Un soldado que iba en la patrulla que emboscó a Leandro, Merly y Pezzarosi, andaba contando semanas después detalles del ataque.  Merly había herido mortalmente a dos soldados, antes de ser acribillada.   Con bajas y los cuerpos de dos guerrilleros, el capitán kaibil dejó de perseguir a Pezzarosi.

Mujeres como Merly cruzan el umbral de la vida y de la muerte.  

Permanecen, convertidas en agua, en fuego, en tierra, en viento. Están aquí y allá, siempre vigilantes y se reproducen.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Navidad 94’

XVIII

La Navidad de 1994 en el Frente Sur fue inolvidable.  Estas fechas tradicionales, de unidad familiar, siempre eran un poco tensas, pues la mayoría de compañeras y compañeros se ponían muy sensibles y era necesario que el trato fuera de mucho tacto; había que poner atención a los problemas de salud que se incrementaban, principalmente para conseguir un permiso de salida.

Se trataba, de ser posible, que estuviéramos todos juntos en un lugar seguro y pasarla tranquilos, en armonía.  Apartarnos un momento de la guerra, sin relajar la seguridad, ese era el reto.

El Capitán Leandro no dejaba de sorprendernos; mandó a comprar un cerdo, lo que hizo más alegre la fiesta.

A las 4 de la tarde del 23 de diciembre empezamos a construir un tapesco unos y otros a hervir dos ollas de agua.  El cerdo a un lado, amarrado, esperaba su turno.

Poco más tarde dimos paso el engorroso trámite de sacrificar al animalito; luego de los consabidos berridos, lo primero que recibimos fue la sangre, la que preparó el Teniente Silvio con cebolla, ajo y algo de chile.

Con cuchillos afilados y agua hirviendo, procedimos a pelar al cerdo.  Un trabajo minucioso, que implicaba tiempo y esfuerzo.  Pero todos alegres, disfrutamos el momento.

Leandro no era un oficial que se sintiera a un nivel superior al de sus combatientes;  de aquellos que se aislaban en el puesto de mando, mientras los demás trabajaban.  No.  Al contrario, participaba en todo, principalmente en efemérides como esta.

Rememoró su infancia. Había trabajado con cocheros.

Descuerado el animal las tareas continuaron dividiéndose;  unos pasaron a preparar los chicharrones y las carnitas; Silvio y Pezzarosi conocían la manera de darles el punto para que se esponjaran y tuvieran además un toque especial;  la naranja agria era parte del secreto.  Otros destazábamos el cerdo y unos más abrían un hoyo para enterrar todo lo que no sirviera.

Cuatro o cinco amanecimos junto al fuego.  No recuerdo haber disfrutado mucho de  la chicharroneada. El cansancio me había vencido.  Muy temprano, Silvio estaba sólo en la cocina, sin sueño y sonriente, preparaba unas cuantas libras de carne adobada.




XIX


Ya era 24.  La siguiente tarea era la preparación de los tamales, pero no de los del diario, aquellas pelotas de masa “del tamaño del hambre”, como decía el sargento Alcides.  Ahora había suficiente carne y los compañeros en turno de cocina se encargaron de arreglar el recado;  la masa y el resto de la preparación fue nuevamente responsabilidad colectiva.

Pezzarosi atendió las comunicaciones en los horarios establecidos y recibió mensajes de menor importancia.  Me permitió que fuera yo quien comunicara con la Rodri.  No había mensaje alguno, sólo un corto saludo para ella y mis hijos.  Un rápido: “Los quiero. Que la pasen bien” y una respuesta más fría aún:  “igual, igual”.

Ambos sabíamos que en esa opacidad había un sentimiento mucho más profundo; una forma muy nuestra de mostrar amor y el deseo por volvernos a encontrar, tal vez, algún día, con vida.  

Hubiera querido que esa llama oculta fuera transportada por las ondas hertzianas hasta allí, donde ella estaba.  Al fin y al cabo el éter, el alma y la electricidad podrían ser la misma cosa.

Pero no.  Debía poner los pies en la tierra y sentirme afortunado de haber escuchado su voz.  Muchos compañeros y compañeras llevaban ese dolor por dentro. Algunos de ellos ahogarían esa tristeza en unas copas de más.

En el Radio Rastreo también estuvimos expectantes, pero nada extraordinario.  Silencio y algunas conversaciones intrascendentes de los radio operadores de turno, a los que se les hacía aburrido mantenerse en su sitio horas y horas, a la espera de que la guerrilla accionara.  Nunca olvidaban a “los fantasmas de las navidades pasadas”.  De “los subversivos” se podía esperar cualquier cosa, decían.

A eso de las 7.30 de la noche subieron algunos de los colaboradores de mayor confianza.   Leandro procedió al acto protocolario, con un mensaje de unidad y hermandad, en el que al mismo tiempo se valoraba la importancia de la lucha revolucionaria, así como del proceso de diálogo y negociación para poner fin al conflicto armado interno.

Sentimientos encontrados brotaban en nuestros corazones; la lejanía de nuestras madres, de nuestros padres y ahora de nuestras compañeras y nuestros hijos, se confundía con la alegría de compartir otra Navidad, otra fiesta, con nuestros hermanos y hermanas de lucha.  Aquellos a los que hoy veíamos y tal vez mañana ya no.

Comenzó la música y el baile; al compás de los Tigres del Norte: “La Navidad de los pobres, es más linda que ninguna / porque dios nos acompaña bajo la luz da  la luna / porque aunque no haya en la mesa más que un pedazo de pan, sabemos que ha nacido para llenarnos de paz”.

Bailamos, tamaliamos y nos tomamos unos tragos. Nadie se excedió.  Amanecimos sin colocar bien nuestros equipos y dormimos un poco durante el día.

Debíamos prepararnos. Luego de dos días de desvelo, descansaríamos el 25.  El 26 temprano iniciaríamos la marcha hacia un nuevo campamento.

viernes, 11 de noviembre de 2011

“Los males no llegan solos”

XVI


La caída de Manuel fue un duro golpe para todos;  en cualquier enfrentamiento armado existe el riesgo de morir, de eso estábamos conscientes;  sabíamos los márgenes de error, era un tema recurrente el cálculo de probabilidades.  Convivíamos con la muerte, era nuestra sombra, pero al mismo tiempo uno de nuestros principales temores.  Aunque siempre la lleváramos pegada a los talones, nuestra misión era que no nos alcanzara.

Leandro regresó con toda la fuerza y dejó a Tono con nosotros; no quería cargar sobre sus espaldas con la responsabilidad de la muerte de otro compañero del frente urbano; es más, Tono ya debía regresar a la ciudad, pero había pedido quedarse otros meses;  reclamó, se enojó, lloró.  En su mente prevalecía el deseo de lograr la victoria con el poder de las armas.  Era la única forma de emular a nuestros héroes y mártires, a todos los compañeros y compañeras que derramaron su sangre y murieron creyendo que una nueva Guatemala era posible, y ahora con algo más, una dosis de venganza.

Se quedó Sitín con nosotros;  Rafael, el médico, Pezzarosi, La chaparrita; Héctor, Dunga y Tono. Un pequeño grupo.

Sitín recibió una orden.  Había que ajusticiar a un conocido oreja.  Era mucho el daño que el tipo este había hecho, desde entregar a compañeros y personas progresistas, hasta terminar con la vida de aquellos que le caían mal, o con quienes había contraído deudas de juego o rivalidades amorosas.

Era un personaje funesto, que no pasaba de 30 años.  Sabía que tenía enemigos y que tarde o temprano lo matarían; por eso siempre andaba armado y se cuidaba mucho al movilizarse.   –“Eso si, cuando me maten no me voy a ir solo, aunque sea a uno me llevo conmigo”, decía.  Y lo cumplió.



XVII


Héctor y Dunga eran dos hermanos, originarios de Chimaltenango.  Su papá, no vidente, los había motivado a incorporarse a la guerrilla, lo que hicieron de corazón y conciencia.  El señor era un revolucionario histórico, conocedor del pasado;  Había sido testigo de masacres y secuestros de amigos y familiares, por parte del ejército. 

“Lo que yo no puedo dar, porque no veo, lo pueden dar mis hijos”, decía.

Eran patojos: Dunga 16 años y Héctor 17; recibieron entrenamiento como combatientes, pero no participaban en acciones de alto riesgo, aunque ambos tenían su fusil y sabían que, de encontrarse con el ejército había que resguardar la vida.

Cuando Sitín preparó la misión decidió llevar a Héctor como contención; además iría con ellos un compañero de la base, conocedor del terreno.  Héctor no quería ir,  pero aceptó, era la orden de un jefe y debía cumplirla.  En días anteriores había estado muy entusiasmado; pronto cumpliría 18 años y le darían permiso para ir a su pueblo, visitar a su mamá y a su papá y quedarse unos días para sacar su cédula.

Salieron a eso de las 5 de la tarde.  Sitín sería el encargado de la operación; dispararía con un revólver 38; él y el compañero de la base estarían adelante;  Héctor se quedaría a unos 25 metros, con un fusil y sólo entraría en acción de ser necesario.

Nosotros nos quedamos en una montaña alta, a unos 4 kilómetros;  Esperábamos noticias entre 6 y 7 de la noche. Estábamos a la expectativa y de pronto…. ¡dos, tres disparos, luego una ráfaga! ¡puta!  ¡aquellos tuvieron problemas!

Estaba claro que el fusil sólo entraría en acción de ser necesario y ésta había sido una ráfaga larga.

Dos horas después llegó Sitin con el compa de la base; llevaban cargado a Héctor, con un tiro en el pecho, sin orificio de salida.

El oreja vivía solo, a unos 100 metros de la casa de unos parientes, a los que visitaba por las tardes; en dirección hacia su casa había una zanja, donde se emboscaron Sitín y el compañero;  más atrás Héctor, de pie, en un punto donde difícilmente sería afectado. Lo vieron salir; volteó a ver atrás y a los lados; parecía olfatear.  Caminó despacio, como midiendo cada paso.  Cuando estuvo a tiro Sitín disparó dos veces, pero en el momento en que caía de espaldas todavía sacó su revólver del cincho e hizo un disparo, con tan mala suerte que fue a dar en el pecho de Héctor y éste, al sentirse herido apretó el gatillo del fusil, por inercia.

A como pudieron sacaron cargado a Héctor.

Esa noche abandonamos el pequeño campamento donde estábamos y nos trasladamos a un lugar cercano;  Héctor no hablaba. Rafa, el médico, aplicaba sus conocimientos, para mantenerlo con vida. Dunga confiaba en que su hermano se recuperaría, o al menos eso quería creer.  Insistía en preguntarnos cuánto tiempo pasaría así.

Al amanecer decidimos movernos; había que acercarnos a la carretera para llevar a nuestro herido a un hospital o un lugar de confianza.  Pezzarosi lo llevaba en la espalda y sintió el momento de su muerte.  Se detuvo y nos llamó.  –Muchá, Héctor acaba de morir.  ¡como chingados, porqué decís!  

Pezza había sentido como su cuerpo se había aflojado por completo, luego de un largo suspiro.

Lo enterramos en la falda de la montaña;  todos nos dispusimos a la tarea de cavar y sacar tierra. Más o menos un metro y medio  de profundidad.

Depositamos su cuerpo con suavidad, como si estuviera dormido;  nuestras lágrimas se confundieron con el sudor. 

martes, 11 de octubre de 2011

Néstor Ortiz “Manuel”



XIV



Manuel llegó al sur en a principios del 95, procedente del Frente Norte; había sido requerido por el capitán Leandro para complementar su equipo de oficiales; la idea era aprovechar sus diversas cualidades: como combatiente había demostrado en los frentes que tenía fortaleza física, adaptación al terreno, disciplina y valor para enfrentarse al enemigo;  pero también era un político nato; aplicaba lo que estudiaba; sabía por qué estaba ahí, cuáles eran las causas de la guerra y los riesgos a los que se enfrentaba. Como muchos, había abandonado la Universidad sin terminar la carrera para dar su aporte a la guerra; había sido estudiante de medicina y formaba parte de la unidad de médicos sanitarios, capacidad que no tenía discusión.

Moreno claro, de 1 metro 75; delgado y con un bigote ralo; risueño y callado; sabía cuando hablar, pero nunca rehuía una conversación; era más bien metódico, prudente, hábil.

No defraudó a Leandro; de inmediato mostró lo que tenía, con humildad, mucha humildad, siempre humilde.

Manuel llegó en un momento muy importante para Tono, que estaba a punto de pedir su baja.  Su actitud cambió desde que lo vio y se estrecharon en un abrazo de hermanos.  Tono reflejaba en su semblante su estado de ánimo, como la mayoría de personas, pero el más: lo traicionaba su transpiración y sabíamos que no estaba bien, cuando dejábamos de escuchar sus carcajadas y se quedaba en su puesto, pensativo.  Pero ese momento de crisis fue superado con la presencia de Manuel.

Me hubiera gustado conocer más a Manuel, pero no fue así, por las circunstancias y condiciones de mi trabajo y porque se incorporó de lleno a los planes de operaciones.  Era un compañero al que había que aprenderle mucho.  En mi vida hubo al menos dos personas, con quienes conviví, pero no llegué a conocer totalmente.  El primero fue mi hermano mayor, siempre incognito, visionario, luchador, dando el ejemplo con la práctica, revolucionario hasta las últimas consecuencias.  Pero éramos de dos generaciones diferentes. Cuando salí de Guatemala, a mis 17 años, él ya tenía una militancia clandestina, a sus casi 24.

En Manuel percibí esas cualidades que hubiera querido conocer más de mi hermano y que no pude, por la diferencia generacional, por mi salida del país y por su vertiginoso pero valioso paso por esta vida.





XV

Luego de participar en acciones de hostigamiento, ocupación de fincas, de aldeas, mitines en carreteras, dio inicio un plan, en el que se preveía dar golpes fuertes al ejército.

Le pedí a Leandro que me llevara, pero no quiso. Contábamos con tres o cuatro radistas, con un oficial de servicios médicos y al menos dos asistentes; con dos comisarios políticos, pero en radio rastreo sólo estaba yo en ese momento y se negó.  No debía poner en riesgo la captura de información del enemigo, era un factor que podía incidir en el éxito o fracaso de las acciones.

Y se fueron un 19 de junio.  El primer objetivo era el destacamento de Pasaco, Jutiapa; en vehículo, por carretera, serían menos de 20 kilómetros de distancia, pero por montaña y atravesando los lugares más intrincados, para no ser vistos por la población se llevarían una noche de camino.

Llegaron de madrugada al lugar del ataque, distribuyeron a la fuerza en tres puntos, colocaron tres minas y se apostaron en sus posiciones de tiro; el destacamento quedaba en un hoyo.  A las 5 de la mañana inició el ataque, el primer tiro fue el de un cohete RPG-7, que impacto de lleno en lugar, luego la fusilería y “la chapulina”, la ametralladora M-60.  Leandro daba las voces de mando; ordenó preparar un segundo cohetazo.  Sitín gritaba emocionado. Antes del tercer tiro del lanzacohetes, los soldados empezaron a bordear el cerro;  corrían muy rápido hacia arriba.

Cuando el riesgo era mayor y la capacidad de fuego había mermado, se dio la orden de retirada.

Todo había salido bien hasta ese momento.  El siguiente paso de la operación eran las minas, sin embargo una de las salidas ya había sido alcanzada por la fuerza enemiga y fue necesario recular y cruzar sobre una de las minas. 

Ocurrió en cuestión de segundos. Hasta el combatiente más experimentado habría dudado en ese momento, pues aún no amanecía por completo y las balas silbaban sobre sus cabezas.

Leandro brincó sobre la mina, atrás iba Tono e hizo lo mismo,  pero Manuel no ubicó el punto exacto y tras de su paso el estallido.  Ese retumbo en la montaña, largo, característico, que muchas veces nos hizo gritar de emoción al saber que el objetivo había sido logrado.  Esta vez no. 

Pancho y Silvio´, experimentados guerrilleros, sabían que algo había salido mal y se quedaron sosteniendo el fuego, para detener el ascenso de los soldados por unos minutos.

Leandro regresó y se dio cuenta que sería imposible sacarlo.  Aún estaba con vida. Habló con Tono y le dijo: “decile a mi mamá que la quiero y ustedes no se detengan, sigan en la lucha”, luego sacó de la bolsa de su camisa su cédula y otros documentos personales y se los entregó.

Su cuerpo fue recuperado por sus familiares y fue sepultado en la capital.

Años después, con la firma de la paz y nuestro regreso a la capital fui testigo de cuan apreciado era Manuel en la gloriosa y tricentenaria universidad de San Carlos,  donde una plaza recibió su nombre: Néstor Manrique Ortiz Pineda.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Pezzarosi, más que un compañero, un hermano

XIII

Con Pezzarosi compartimos en Petén, en las escuelas de telegrafistas y radistas, pasamos hambre cuando no habían suficientes alimentos y comimos bien, cuando los hubo;  coincidimos en México, en casas de seguridad del distrito federal y en Tabasco, donde en algunas oportunidades nos relajamos, con una o dos cervezas y algunos chicharrones con tortillas bien calientes.  Las comunicaciones estratégicas y los equipos de radio rastreo nos fueron uniendo cada vez más.

Nos tocó entrar juntos al Frente Sur, a principios del 93 y enfrentarnos a la vida y la muerte, las victorias y las derrotas; el dolor por el compañero y la compañera caídos. Lo llegué a considerar más que un camarada, un hermano.

Lejana quedaba ya nuestra aventura en el Petén, cuando me perdí buscando leña y al ir a buscarme terminamos perdidos los dos por varias horas, dese las 6 de la tarde hasta cerca de las 2 de la mañana cuando regresamos al campamento, que desde entonces llevaría el nombre de “rumbo a la luna”. 

No sería la única vez que me rescatara o más aún, que me salvara la vida.

Cuando entramos al sur la adaptación de él a ese tipo de montaña, fue mucho más rápida que la mía; aunque yo ya tenía otro nivel de experiencia y sabía a lo que me enfrentaba, siempre me costaba. 

Durante la jefatura de Leandro nos quedamos en distintos momentos con personal reducido: las comunicaciones a su cargo, el radio rastreo bajo mi dirección, pero éramos jefes y subordinados;  una compañera de servicios médicos y dos o tres combatientes.

Un día de esos acampamos junto a un arroyo;  almorzábamos y platicábamos. Yo estaba sentado en una piedra, cerca del agua, cuando una enorme serpiente Cantil se dirigió a mí por uno de los flancos, quizá atraída por el calor.  Pezzarosi saltó de inmediato y con la ayuda del machete y una vara, la mató.  La pobre culebra terminó en nuestra olla, destinada a complementar nuestros escasos alimentos.

Una noche, en ese mismo lugar nos sorprendió Leandro, regresaba de una reunión con la comandancia;  había llegado a la casa de los colaboradores a eso de las 7 de la noche y luego de cenar y conversar se retiró.  Saldría  con destino al campamento a las 9 de la noche y debía caminar unas tres horas.  Prefería hacerlo entre las penumbras de la noche, para no ser visto por la población ni detectado por el enemigo.

Entró al campamento de forma silenciosa;  la suavidad de sus pasos jamás lo delataría aunque caminara sobre hojarasca y chiriviscos.  Me despertó el grito de Pezzarrosi: ¡Puta vos!  Y luego la risa del capitán.    Le había puesto en la cabeza el cañón frío de su pistola 9 mm.   ¡Muchá, así los van a matar!, dijo Leandro, sin terminar de reírse.  Nosotros lo esperábamos, sabíamos que llegaría, pero creímos que sería más temprano y nos quedamos dormidos.

Durante el plan de operaciones que ejecutó Leandro, luego del ataque al destacamento Nancinta, nuevamente nos quedamos solos, esta vez un pequeño equipo de cuatro compañeros.   Teníamos que escondernos en la montaña, en algún lugar donde no pasaran campesinos y no fuéramos descubiertos por el ejército.  Éramos pocos, con tareas estratégicas.  Además, en grupos tan reducidos era muy difícil hacer vigilancia nocturna.

En esa ocasión nos sucedió algo digno de recordar. Pasamos por un lugar saturado de pequeñas garrapatas, de las conocidas como mostacillas, parecían arañitas de patas chiquitas caminando por nuestro cuerpo.  Nos alejamos del lugar y subimos a un cerro donde tratamos de quitarnos la mayor parte de estos animalejos.  Pero el ardor y la picazón se mantuvieron por horas.  Casi no dormimos.

Tiempo después, ya bajo el mando del Comandante Gary, fuimos perseguidos por soldados, que más bien trataban de evitar una confrontación directa con nosotros.  Era algo así como el que busca trabajo con ganas de no encontrar.  La leyenda de Leandro y sus guerrilleros se había fijado en sus mentes, además de que el fin de la guerra estaba cerca.

Sin embargo nos dimos a la huída. Fue tal vez el peor descenso que recuerdo.  Seguir el camino era como ponernos a tiro del enemigo, por lo que los jefes ordenaron bajar por un barranco, era un precipicio, no había de otra.

Debíamos bajar con cuidado, pero relativamente rápido.  Los combatientes solían preguntar ¿qué es más difícil, subir o bajar?,  aparentemente la subida debía ser más dificultosa, pero no; en bajada se debe hacer un doble esfuerzo, tensar todos los músculos e ir frenando.  No faltaba el gracioso que decía “yo me cago en ‘su – vida’ compañero”.

Hubo un momento en el que la inercia de la bajada y la falta de práctica para frenar me llevaron hacia abajo y fue Pezzarosi el que agarrado de un árbol metió la rodilla y me haló de la mochila.  A dónde vas Chejo, dijo.  Vi hacia abajo y me tembló el alma. De no ser por él habría descendido en caída libre.

Todavía nos tocó compartir una aventura más, a finales del 96, cuando regresábamos a Guatemala procedentes de México, de forma clandestina;  no sabíamos hacerlo de otra forma; además nuestros documentos, tanto mexicanos como guatemaltecos, eran falsos.  Desde Tabasco hasta Tapachula había unos 18 retenes de migración y casi los pasamos todos, pero en uno de los últimos fue detectado Pezzarosi.

Lo bajaron y le preguntaron lo habitual, su nombre, su procedencia, quién más venía con él.  Se había identificado como mexicano.  Luego lo pusieron a cantar el himno; le preguntaron por la Batalla de Puebla, por el Benemérito Benito Juárez y por la zona del Soconusco.  Todas las respuestas las sabía pues debíamos aprenderlas para sobrevivir en ese país.  Pero flaqueó en alguna de ellas, quizá por la emoción del retorno a Guatemala, o por la cólera de ser detenido por la migra, en la salida de ese bendito país hermano y hospitalario.

Estuvo en el puesto migratorio durante dos o tres días, hasta que hubo suficientes migrantes para llenar un bus.  Fue dejado en la frontera guatemalteca, de donde tomó camino hacia la capital, en busca de contacto.

Ese era el sargento Pezzarosi, el amigo, el hermano, el compañero;  “el único guerrillero al que ‘le quebraron el culo’ y aún está vivo”.

martes, 6 de septiembre de 2011

Tono y la emboscada del pedo


XI


Durante el tiempo que estuve en el frente sur entraron varios compañeros de la región central, todos  dignos de mención; unos con mayor fortaleza física que otros, algunos con mayor nivel intelectual, tratando de hacerse de esa experiencia militar que motivaba su conciencia y el saber que la lucha armada era para entonces la única vía para la toma del poder.  Subir a la montaña uno o dos meses más parecía turismo y luego de regreso.

Hubo quienes entraron con un alto nivel político, pero sin un ápice de fortaleza física, es más, presentaban algunos problemas de salud, como la necesidad administrarse algún medicamento.  Eso sí, en lo más intrincado de su ser y frente a cualquier adversidad estaba la firme determinación de vencer o morir.


Uno de ellos fue Tono, aquel compañero de mediana estatura, moreno, de complexión robusta, ojos grandes y mirada firme, profunda, como queriendo intuir la historia de vida de su interlocutor.

Llegó exactamente durante la jefatura del Capitán Leandro, lo que estoy seguro fue un punto a su favor, pues tuvo una escuela de alto nivel.

Como a todos le costó mucho adaptarse al baño, a la letrina (que en el sur, por las condiciones del terreno, seco y pedregoso, lo que se acostumbraba era abrir un hoyo individual con machete y dejarlo bien tapado luego de la respectiva deposición), la cocina, la posta, pero más que eso, los largos períodos de silencio, la falta de una charla abierta, fluida, sin compartimentaciones.

De hecho fue la parte que en un principio más me molestó de él; esa necesidad de hablar, de conocer, de polemizar.

Cuántas veces se acercó a mi cuando me encontraba en plena captura de información y descifrando mensajes del enemigo y tuve que pedirle que se retirara.  Llegó incluso a preguntarme cómo funcionaban las claves.  Por mi mente no dejó de pasar el riesgo de que fuera un infiltrado y en algún momento se lo comenté a Leandro, pero únicamente soltó una carcajada.  Claro, él sabía más sobre Tono y tenía mucha más experiencia que yo en ese tipo de actitudes y formas de actuar de los compañeros nuevos.


Sin embargo, con el tiempo se fue ganando la simpatía y el cariño, no sólo mío, sino de todos, porque a pesar de que le costaba, nunca decía no a nada y su ánimo siempre estaba abierto, tanto para ir a traer un garrafón de agua a media hora de camino, como a participar en cualquier operación guerrillera, por más difícil que pareciera.




XII


Después del ataque al destacamento de la aldea Nancinta, en Chiquimulilla, Leandro dispersó a la fuerza en pequeñas patrullas, con el objetivo de dar más golpes al ejército desde distintas puntos.

Como era de esperarse, el enemigo montó operaciones de búsqueda y destrucción de nuestras unidades y peinó el área, varios kilómetros a la redonda.

Una de nuestras patrullas fue integrada por Sitin, como jefe de unidad, Cheque, Tono y Dunga.

Conducidos por un jefe de mucha experiencia se dirigieron hacia el destacamento de Nancinta; a eso de las 3 de la madrugada pasaron por un potrero que se encontraba a menos de un kilómetro del objetivo.

Iban con el máximo cuidado, sin luces, levantando y colocando los pies de manera simultánea.  Tono sudaba, le temblaba el alma;  iba detrás de Cheque.  Sitín con los cinco sentidos en alerta; Cheque con su tranquilidad de siempre y Dunga, el patojo, con deseos de enfrentarse a los cuques.

Los cuatro con el fusil en posición de tiro, sin seguro y con el dedo en el gatillo.

Fue en ese momento, cuando el ruido de las últimas chicharras de la noche era lo único que oía, que se dejó sentir un sonoro y estrepitoso pedo.  Todos se detuvieron de inmediato y Sitín volteó a ver colérico, quizá recordando alguna de sus travesuras de antaño.  Vio a la cara a cada uno de sus combatientes, con el ánimo de descubrir quién había sido el responsable de aquella imprudencia que podía costarles la vida.

Sin embargo, en fracción de segundos se dieron cuenta que no había sido ninguno de ellos.  A pocos metros, luego del desahogo intestinal, un oficial sacudió levemente su cobertor y cambió de posición.  Dormía profundamente.

Los jóvenes guerrilleros se percataron que estaban adentro de un campamento militar, compuesto por un pelotón de unos 25 elementos.

Quedaron petrificados al descubrir en la penumbra que en los alrededores toda la soldadesca dormía plácidamente, pero el principal temor en ese momento era la lógica deducción de que al menos tres elementos estaban despiertos y resguardaban el sueño de la tropa.

Sitín, con señas, llamó a la calma e inició la salida del lugar, con el mismo sigilo con el que entraron.

En máximo silencio y cuidando de dar los pasos al mismo tiempo.  Salieron del lugar sin ser descubiertos y eso ya era un triunfo.

Al día siguiente los soldados encontraron huellas de botas que no eran las suyas y una trilla que atravesaba por el centro, pasaba junto a la cabecera del lugar donde había dormido el teniente, jefe del pelotón y se retiraba por el lado norte.

Entre los soldados esto sembró más miedo, pues consideraron que esta había sido una acción temeraria y retadora de la subversión.

Por aparte, Sitín y sus compañeros daban gracias a Dios y al último de los santos, por haber salido con vida de la que llamaron: la emboscada del pedo.