jueves, 24 de febrero de 2011

Julio de 1986. Mi ingreso a la guerrilla


Izq. Sgto. Pezarosi, al centro el autor,
derecha el teniente Sebastián (1986)
1986 fue el año del mundial de fútbol en México; histórico por las mágicas jugadas del argentino Diego Armando Maradona; la soñada “mano de dios” contra Inglaterra: Era como una venganza esperada, luego de la guerra de las Malvinas, donde los argentinos llevaron la peor parte ¡como olvidar aquel año! el mismo año que entré al Petén por primera vez, desde la frontera con México, para incorporarme a la guerrilla; tenía 22 años.

Di ese paso, con más voluntad que físico. Con miedo, mucho miedo, pero también con conciencia social, revolucionaria; en cernes sí, pero conciencia al fin; con el dolor de la pérdida de un hermano y de otros amigos y amigas, que habían dado su vida por “la causa”. No sabía lo que me esperaba aún, lo que me faltaba madurar todavía esa conciencia; los sufrimientos que debía pasar y vivir, junto a otros compañeros y compañeras, que se fueron convirtiendo en mis hermanos y que también se quedaron en el camino.

Entré al Petén a finales de julio del 86, en una noche lluviosa.  Me acompañaba “Jildardo”, aquel compañero del sur, flaco, risueño y cantor, tal vez más miedoso que yo. Íbamos con dos miembros del aparato logístico, que además de nosotros llevaban un cargamento de alimentos y pertrechos, en un doble fondo del camión.

Después de casi ocho horas de camino llegamos al “punto”, pero no estaba la seña esperada, por lo que debimos continuar unos kilómetros más. Media hora después regresamos y ahora si….  Se detuvo el camión, apagó las luces. El compañero sacó una linterna e hizo la contraseña. Tres luces emergieron del monte, de la nada. Luego los saludos, las risas y a bajar el cargamento. Fue algo sorprendente para mí, conocer a los guerrilleros: porte militar, armas largas y un andar felino; tenían un extraño olor, una mezcla de sudor, de humedad, de hierbas. Un olor al que pronto me acostumbraría.

Nos llevaron unos doscientos metros adentro, donde nos dijeron que debíamos cambiarnos de ropa, ponernos las botas de hule y luego de comer y compartir con los miembros de la escuadra de “Rubelio”, iniciar la marcha hacia un lugar más seguro, donde pasaríamos la noche.

Caminar a oscuras, con mis dificultades físicas y mi vista deficiente, siempre fue parte de mis males. Dos, tres o cuatro veces caí…. ¡que putas le pasa compa! decía alguno, riéndose, casi gozando con mis golpes… era parte de la contradicción ciudad-campo, muy marcada entre los guerrilleros viejos y los nuevos, principalmente los procedentes del área urbana “los intelectuales”.

“Jildardo” llevaba mejor paso que yo, pero le ocurrió algo que jamás se me olvidaría: Como nos habían dado parte del cargamento, para que lo lleváramos, a él le tocó cargar unos galones de ácido para batería, pero no le dijeron qué era. Entonces hicimos un “diez” (se acostumbraba en la guerrilla descansar diez minutos luego de una hora de camino), no sentamos, abrió un galón y ¡le pegó un trago! claro, inmediatamente lo escupió, le quemó un poco la boca,  pero no fue más que el susto. Nada comparado con lo que le pasaría después, a menos de dos años.

Esa noche también fue muy especial. Llegamos al “campamento”, todavía del lado mexicano, pero bien adentro de la selva, donde empezaban otro tipo de sonidos nocturnos, de animales e insectos, grillos y zancudos, muchos zancudos, demasiados.

Nos enseñaron a colocar la hamaca, el mosquitero y la carpa. El equipo que un guerrillero siempre debía llevar encima, además de sus armas.  En el lugar había un grueso árbol marcado por las garras de un felino ¡impresionante!, era según decían “un león” que había afilado uñas en ese sitio.

Medio dormí. El cambio de hábitos sería radical; no era fácil dejar la cama y utilizar una hamaca, que tampoco se colocaba de la forma tradicional, holgada, con un espacio talvez amplio entre un árbol y otro. No, eran dos árboles, más bien pegados, lo suficientemente separados para que cupiéramos a lo largo. La hamaca se apretaba fuertemente de un lado a otro y sólo el peso del cuerpo la bajaba un poco. Tiempo después aprendí algunos trucos, como colocarla a ras del suelo, en época de frío, también me enseñaron a ponerle trapos en las puntas, durante el invierno, para evitar que el agua corriera hacia adentro.

Me despertaron temprano los rugidos de los saraguates y el sonido del río, el Usumacinta. Desde lo alto donde nos habíamos quedado a dormir se podía apreciar un paisaje de ensueño. Parecía que la selva nos devoraba, como que era un gigante verde, con toda su majestuosidad…..