martes, 26 de abril de 2011

“… porque de la brava me libraré yo”, un problema interno a resolver (2da parte)

Luego de mi llegada al campamento El Túnel fueron pasando los días en un ambiente de tensión e incertidumbre; aunque Víctor no cumplió con dejarme en la patrulla del sargento Rubelio, para que me dedicara a cargar y me desesperara, me llevaba de pesca y cacería, por pantanos, bajos y selva cerrada;  para alguien procedente de la ciudad, era extremadamente dificultoso y desesperante caminar durante varias horas en la selva, a un paso lento, detrás del cazador; el terreno era irregular y de repente nos encontrábamos con alguna depresión; había que tener fortaleza en las piernas y acostumbrarse.  Por momentos resbalaba producto de la arcilla o del monte húmedo y el reflejo me llevaba a agarrarme de lo primero que encontrara y en esa zona lo que más había eran Escobos, una especie de palma, natural de los bosques tropicales, que en todo el tronco tiene espinas grandes.

A pesar de lo difícil que resultaba para mí esta práctica, lo tomé como parte del aprendizaje que debía tener;  era gratificante regresar con un venado o con una buena ensarta de pescados y compartirlo con los compañeros y compañeras en el campamento, que hasta ese momento era un pequeño equipo.

Mi situación no dejaba de ser difícil;  uno de esos días me llevaron al “Nadie se escapa”, para conocer y compartir, y tuve la suerte que ese día pasara por ahí el Teniente Rony, jefe de la patrulla de seguridad del comandante Pablo;  hablé con él, le conté mi situación.  Me dijo que estuviera tranquilo, que en esos días entraría el jefe y que las cosas iban a cambiar.

Supe, meses más tarde, que el día del ingreso del comandante la jefatura de Retaguardia envió a una patrulla de combatientes para que lo encontraran y lo llevaran por los pasos más difíciles, con orden de no darle de comer:  hasta ese nivel había llegado el problema; pero la patrulla de Rony ya había hecho contacto;  los compañeros que habían sido enviados para dificultar la llegada del jefe ignoraron la orden y lo recibieron como lo que era: el Comandante en Jefe;  además de mostrarle mucho respeto y reconocer su autoridad, pasaron por una milpa y comieron elotes asados.

El comandante Pablo llegó ese día al Nadie se escapa y de inmediato de reunió con la jefatura; el sargento Carlos era de los más reacios;  Sebastián, en cambio, reconoció sus errores y de inmediato se alineo.

Nos invitaron a una reunión general, al día siguiente, donde se abordaría el problema.

Nos trasladamos al Nadie se escapa a primera hora y a media mañana inició la reunión;  Habló Pablo con tal seriedad, firmeza y serenidad; sus palabras convencían:  dijo que se había llevado a un punto muy delicado un problema interno que debió resolverse en otra instancia.  Dijo que él no podía dar su aporte a la revolución, como máximo jefe de las FAR, en la Comandancia General de la URNG, si tenía alimañas dentro de la camisa.

Fue duro en sus palabras, como debía ser;  su mirada era firme y dura;  parecía que veía a los ojos, profundamente, a cada uno de los involucrados, que fueron perdiendo su altivez poco a poco, hasta sentirse como hormigas.

El comandante también habló sobre el momento político unitario, así como sobre la situación nacional, el movimiento obrero y campesino.

Ese día anunció cambios profundos;  dijo que era necesario dar golpes más contundentes al enemigo y que para ello se concentrarían los frentes más cercanos, de manera que habría una Fuerza Principal  que luego se dispersaría, para preparar una nueva acción.  Dijo que habría un Estado Mayor, conformado por un jefe principal, un jefe de operaciones, un jefe de logística y uno de inteligencia; reforzados con un jefe de comunicaciones y un político.

La reunión terminó sin que trascendieran las sanciones a las que se habían hecho acreedores los compañeros y compañeras involucrados en el problema; lo supimos después;  Reyes, como principal instigador, fue expulsado.  Al sargento Carlos, quien hasta ese momento había sido jefe de la Retaguardia, se le dio la oportunidad de reivindicarse en la guerrilla urbana, en la ciudad capital.  Uno o dos años después se relajó en las medidas de seguridad y un día fue ametrallado frente a la casa de sus padres.

El teniente Víctor fue degradado; pero era muy querido y pesó mucho más su aporte y su trayectoria;  se quedó en Petén y pasó a ser parte de la unidad de explosivistas;  unos años después cayó en combate.

El teniente Sebastián, el médico de la guerrilla, también tuvo la oportunidad de reivindicarse y demostrar que su actitud era diferente.  Le costo. Siempre había quien lo criticara duramente;  se enojaba, se quejaba con el mando, pero él sabía que era parte del costo de su error y se fue ganando nuevamente a las y los combatientes.

Los compañeros y compañeras involucrados indirectamente o utilizados por la jefatura de Retaguardia, no recibieron ninguna sanción.

El comandante Pablo logró salir fortalecido de un problema interno que pudo haber sido peor.

viernes, 15 de abril de 2011

Los Martínez


En Guatemala se incorporaron familias completas al movimiento revolucionario. En los años 80’, como resultado de las masacres, miles de personas abandonaron sus casas y sus pertenencias en aras de sobrevivir, e incursionaron a la selva, donde encontraron la protección de la guerrilla. Muchas de estas familias se dividían,  pues hombres, mujeres y jóvenes que tenían la edad y las condiciones físicas se alzaban, pero los más viejos, niños y niñas, así como algunas señoras mayores, en estado de gestación o con bebés, eran ubicados en zonas de resguardo, en Comunidades de Población en Resistencia, o trasladados a México, como refugiados.

Los Martínez era una familia grande y muchos de ellos y ellas se incorporaron a la guerrilla en distinto momento.  El sargento Rubelio y el compañero Mynor, miembros de la patrulla logística de frontera, ya eran guerrilleros en sus aldeas cuando la represión los obligó a la clandestinidad.  Ambos tenían muy buena relación y trabajaban muy bien juntos;  pero si algo había que reconocerles era su conocimiento político y su conciencia revolucionaria.  De los dos, el que estaba en una condición más difícil era Mynor, el mayor, porque su compañera y sus hijos e hijas se habían quedado en México.

Conocí a Walter y Ottoniel en Nicaragua; Walter había resultado herido en un brazo, durante un combate y luego de su recuperación se incorporó al aparto de comunicaciones;  Ottoniel en cambio había salido a un curso de infantería;  eran primos.  Cuando entré a Petén conocí a Rubelio y a Mynor.  Al llegar al campamento El Túnel me encontré con Tania, aquella chiquita que se había formado en la Escuadra Menuda y que para entonces ya era sargento;  era una de las principales radistas del centro de comunicaciones del Regional Norte.

En la concentración compartí con el sargento Merejildo, hermano de Walter;  tendría unos 20 años; era un joven sonriente y solidario; le gustaba conversar; más de una vez nos tocó cocina juntos, donde tuvimos la oportunidad de intercambiar criterios y bromear. Unas semanas después fue enviado en comisión al frente de una unidad pequeña, donde cometió un error que le costó la vida.  Para llegar al lugar a donde habían sido enviados tardarían más tiempo y en condiciones más dificultosas si se iban a rumbo; en cambio llegaban  mucho más rápido si utilizaban los caminos.  Sin embargo la orden era clara: el enemigo estaba en la zona y no había que correr riesgos.

Pero los venció la temeridad, el “no pasa nada” y fueron emboscados.  Ahí cayó Merejildo y otros dos compañeros de quienes no recuerdo sus nombres. Walter sufrió mucho con la muerte de su hermano.

El subteniente Belarmino, hermano de Rubelio y de Mynor, era un flaco que bromeaba hasta más no poder; era difícil verlo serio;  tenía más o menos la misma edad de Walter y era chistoso que éste se refiriera a él como su tío.  Walter era mucho más serio; era estudioso y radical.  Belarmino, para entonces ya era oficial de muchos combates; con mucha experiencia y garra; había sido de los combatientes que junto al Teniente Arturo habían logrado salir de la emboscada de la bolsa, en el río La Pasión.

Tiempo después fue enviado a otro país, a un curso de tropas especiales; pero él y otro compañero, conocido como la Yegüita, ya habían participado en infiltraciones a campamentos del ejército; habían llegado a pocos metros de la posta enemiga para ubicar sus fuerzas, sus rutinas e incluso su moral, utilizando para ello camuflajes especiales y los más mínimos movimientos, como piedras, árboles, serpientes o felinos, sin que los piquetes de zancudos o de hormigas lograran alterar su quietud, sin que los perros lograran olfatearlos; era su vida, era el éxito de un futuro ataque.

A pocos años de la firma de la paz Belarmino y otros compañeros fueron capturados por el ejército mexicano, cuando estaban de paso por el estado de Chiapas; estuvieron detenidos más de dos años en una prisión chiapaneca, donde mantuvieron la moral, especialmente él, que siempre estuvo seguro que el Comandante Pablo negociaría su salida; casi con la firma de la paz fueron dejados en libertad y regresaron a Guatemala. En la cárcel mexicana no desperdiciaron su tiempo, leían mucho, pero además, enseñaron a leer y escribir a otros prisioneros; organizaban las tareas, las actividades deportivas; eran líderes.

A Ericka la conocí durante mi segunda entrada a Petén, cuando ingresé a impartir cursos a un grupo de radistas que formarían parte del equipo de Radio Rastreo, una sección de la inteligencia guerrillera.   Ericka era hija del compañero Eufracio, comisario político; hermana de Ottoniel. En ese tiempo también se incorporó la Chabelita, Isabel, prima de Ericka, quien casi de inmediato pasó a formar parte del RR.

Mynor  salió de Petén sin permiso, en dos ocasiones. Suena raro, en un revolucionario como él, con una gran trayectoria y conciencia revolucionaria, pero tuvo sus razones. La primera vez fue por un problema dental; en la montaña no había condiciones para darle la atención que necesitaba. Era necesario trasladarlo a México, pero surgieron algunas dificultades de seguridad y se suspendieron las salidas y entradas al Petén.

Mynor insistió e incluso advirtió, que si no se le daba una solución, la buscaría por su cuenta.  Y se fue, se curó, estuvo un par de meses fuera y regresó.  La segunda vez fue cuando se le metió entre ceja y ceja que debía ir por su familia a México; seguramente había alguna situación familiar difícil y no logró la autorización, por lo que nuevamente asumió el compromiso y agarró camino.

Regresó con más Martínez, sus hijos Chus y Elena, además de otros pequeños.

En Petén conocí a muchos hermanos, hermanas, gemelos, primos, tíos y sobrinos; padres e hijos, pero no creo que haya habido una familia tan grande y consecuente como la de los Martínez.

martes, 12 de abril de 2011

Las enfermedades de la guerrilla

En Petén eran comunes las enfermedades tropicales; pero allá adentro, en la agreste montaña, donde llovía 10 meses al año, la plaga de zancudos era permanente y no había quien se salvara de contraer paludismo, pero también diarreas por agua o alimentos contaminados;  algunas veces se presentaban casos de intoxicación alimenticia, no necesariamente por descuido en la preparación de la comida, sino principalmente por exceso en la ingesta.  El cuerpo se acostumbraba a la dieta mínima: tres tamales al día, algunas hierbas, un poco de frijoles y arroz; en ocasiones un poco de caldo de pescado o una porción pequeña de carne;  cuando había condiciones favorables se enviaba de cacería a dos compañeros;  Además esto servía para determinar que no había presencia enemiga a una mayor distancia.

Normalmente, cuando había carne se distribuía en partes iguales; cuando la unidad guerrillera era pequeña la carne abundaba, pero con el intenso calor húmedo de la selva podía echarse a perder en cuestión de horas.  Algunos podían comer de forma exagerada,  pero otros aplicaban técnicas para conservarla hasta por un mes.  Cada quien raleaba en tiras su ración, luego se le echaba sal en abundancia y se metía en un depósito de plástico vacío, herméticamente cerrado; generalmente se utilizaban los medios galones de aceite vacíos. 

Casi todos las y los combatientes llevaban estos recipientes, pues eran útiles para mantener agua de reserva, miel  o conservar carne.  Algunos compañeros abrían un hoyo de un medio metro de profundidad y enterraban el medio galón; eso permitía que la carne se conservara hasta por un mes más.

Otras enfermedades comunes entre la fuerza guerrillera eran la Leishmaniasis, conocida como lepra de montaña y la infección por colmoyotes;  la primera es más grave y difícil de curar; en aquel tiempo no había medicamento en Guatemala;  al parecer era transmitida por algún tipo de mosquito. (Primero aparece una pequeña roncha, que luego presenta infección; crece en forma circular, del tamaño de una moneda de 25 centavos y cada vez que se limpia, el agujero se hace más grande).

Como la medicina era escasa, la curación rayaba en lo salvaje;  los compañeros se aplicaban agua hirviendo que ocasionaba quemaduras hasta de segundo grado;  era como salir de las llamas para caer en las brasas, casi literalmente; la quemada sanaba y sólo quedaba una cicatriz. Vi a un compañero que le apareció la Leishmaniasis en un párpado y aunque tardó un par de semanas en curarse, solo le quedó una pequeña marca; a otro le salió en una oreja y no tuvo la misma suerte, perdió parte del pabellón. Algunos, ante la desesperación, se aplicaban ácido de batería.

La infección por Colmoyote era diferente; era muy fácil descubrirla.  (El Colmoyote es una pequeña larva que se mete en la piel y come por dentro; puede atacar en cualquier parte del cuerpo;  generalmente se nota como la hinchazón de un grano, con un pequeño agujero, del que sólo emana un líquido claro, como agua; si no se atiende, cada vez se hace más grande y doloroso, porque la pequeña larva se convierte en gusano). Su cura era de las más fáciles; había que lavar el área afectada y luego cubrir el agujero con esparadrapo o, en su ausencia, con cinta de aislar o tape; al día siguiente se descubría y se apretaba el grano, del que brotaba un gusano peludo;  entre más días pasaran, más se desarrollaba “el hermoso bicho”.

En ocasiones, cuando la guerrilla tomaba alguna aldea o comunidad, se ofrecía atención médica mínima, como extracción de muelas o de colmoyotes;  era extraño que los campesinos no supieran curarse de estos gusanos, o tal vez era por descuido, pero algunas veces los compañeros y compañeras del servicio médico sacaban gusanos grandes de las cabecitas de los pequeños.

Las hernias o desviación de columna, eran otros males del guerrillero, por el exceso en las cargas, pero también los hongos en los pies, por el uso permanente de las botas de hule y la humedad.  Los pies se mojaban y no se secaban sino hasta estar en condiciones de seguridad. Sin embargo, nada como un dolor de muelas.  Hubo necesidad de que compañeros y compañeras del servicio médico se especializaran en extracciones.  Era común ver a guerrilleros, hombres y mujeres, sin dientes.  Sucedía que, ante la desesperación por el dolor, preferían que les extrajeran una o dos piezas.

Me atacó el paludismo a los pocos días que entré a Petén y luego a cada mes sabía que me afectaría; incluso, se tomaba a broma -¿ya te va venir?.   Eran tres días con fiebres muy altas y fríos.  La primera vez que me dio andábamos con el teniente Víctor, en una unidad pequeña.  Era medio día, con un calor intenso, húmedo, pero yo tenía frío, mucho frío, el cuerpo me brincaba y los dientes me chasqueaban.  Víctor me dio el medicamento: cloroquina,  la que tomé durante un año; hasta que hubo primaquina;  la cloroquina sólo aliviaba, la primaquina curaba.

Durante mi estancia en las selvas del norte guatemalteco conté con suerte; nunca tuve Leishmaniasis ni colmoyotes;  pero no me salvé de las diarreas.  La orden médica era hervir el agua de consumo, pero esto sólo se podía hacer en campamento;  en caminatas había que consumir el agua que hubiera. 

Sin embargo, con problemas estomacales había que salir corriendo de madrugada, en lo oscuro, a la letrina más cercana; pero algunas veces el malestar era tan fuerte, que sólo se lograba avanzar unos cuantos metros hacia afuera del campamento y se abría un hoyo con el machete;  sólo me pasó una vez, que tuve que lanzarme de la hamaca y a menos de tres metros hacer un agujero.

Es extraño, pero nuca vi a nadie que enfermera de gripes o catarros, a pesar de las mojadas.  Después de largas horas bajo la lluvia, el uniforme se secaba en el cuerpo o bien, al llegar al campamento, se ponía cerca del fuego para que perdiera un poco de humedad;  algunas veces, en la calidez de la hamaca y durmiendo placenteramente bajo un intenso aguacero había que levantarse para ir a cubrir el turno de posta. No había que mojarse tanto, sólo trasladarse al lugar de la vigilancia, donde ya se había improvisado un techo con hojas y ramas, como resguardo.  Lo peor era que de los lazos de la hamaca corriera agua hacia adentro, porque era imposible dormir con la hamaca mojada.  En estos casos lo que se hacía era colocar pedazos de trapo en las puntas, o en última instancia, los calcetines de reserva, para que el agua topara y cayera, pero si el aguacero era muy fuerte el agua podía continuar su curso hacia la hamaca.  Era fatal, porque todo estaba mojado en el entorno.

Las enfermedades también eran parte de la rutina. Contra ellas y contra las condiciones adversas de la selva, también había que luchar, para mantener la moral y la conciencia.

viernes, 8 de abril de 2011

La escuadra menuda


Nunca en las fuerzas guerrilleras guatemaltecas existió una política de reclutamiento forzoso, mucho menos la más mínima intención de incorporar a niños y niñas como combatientes; sin embargo, las condiciones en Guatemala, a raíz de las operaciones de tierra arrasada, masacres y genocidio, que aplicaba el ejército, obligaban a familias completas a huir a las montañas, convertirse en poblaciones en resistencia o a cruzar las fronteras, para refugiarse en poblados de nuestro hermano país México.

Otras familias preferían alzarse en armas; apoyar a la guerrillera en zonas de retaguardia, donde además podían participar en escuelas políticas, militares, convivir con personas con las que se identificaban, además de garantizar su seguridad.

Hubo una generación de pequeños, entre 12 y 15 años, niños y niñas, deseosos de ser como sus papás y “luchar por Guatemala, la revolución y el socialismo”.

Fue la propia Capitana María la que ordenó cuidar y proteger a aquella manadita de “ishtos” bulliciosos, de manera que se estableció una escuelita infantil, con maestros y maestras de distintas materias.   La escuadra menuda aprendía a leer y escribir, a sumar, restar y multiplicar; se les daba a conocer la línea política de las FAR, las medidas de seguridad del guerrillero;   tenían reuniones de formación ideológica y de crítica y autocrítica, además de participar en todas las tareas de campamento.  No estaban armados.

En la escuadra menuda se formó Tania, sobrina del sargento Rubelio, jefe de la patrulla logística de frontera;  sobrina también de Mynor y del subteniente Belarmino, combatientes de primera línea.  También estaba Gladys, hija de uno de los principales comisarios políticos en Petén y sobrina del entonces teniente Gary.  Estaba Pavel, un compañerito de unos 13 años, de baja estatura, con muestras de haber sufrido desnutrición años atrás; su papá era combatiente; y Sitín, hijo se Sito;  otro viejo guerrillero.

Era difícil formar a aquellos patojos, principalmente a Sitín y Pavel, los más inquietos; la misma Capitana María, en alguna de sus temporadas en Petén, se encargó de instruir a la escuadra menuda; la teniente Lorena y la teniente Niurka, fueron otras de las mentoras; seguramente fue dificultoso preparar a cada uno de ellos;  pero dieron sus frutos.

La historia de Sito y Sitín tiene sus particularidades; al parecer había una situación familiar triste, de abandono por parte de la madre, a lo que se unió la época de represión, que lo obligó a unirse a la guerrilla y llevar a su pequeño;   Sito pidió que no lo separaran de su hijo, hasta que éste creciera y tomara su decisión; y así fue.

Algunos años después, cuando Sitín ya tenía 17 años y se había convertido en combatiente, su papá aún no lo dejaba y participaron en varios enfrentamientos contra el ejército; siempre unidos, siempre con ese amor de padre e hijo que los fortalecía.

Durante una marcha,  en una zona de peligro, se les orientó mantener dos metros de distancia entre uno y otro combatiente;  se debían comunicar únicamente por señas: si encontraban una brecha, el de adelante debía avisar al de atrás, mostrando su dedo índice; en cambio si era un camino, se debía mostrar el índice y el anular, como una V de victoria; y así, todos se debían hacer la seña, para estar sabidos de lo que tenían adelante.

Sitín iba al frente y Sito atrás; las señas se fueron dando conforme a lo acordado;   pero al cabo de un buen rato, Sitín colocó el pulgar sobre el dedo medio,  cruzó el índice y con toda la gana hizo una seña vulgar a su papá, e incluso gesticulando con la cara.

Sito respondió enojado  -¡que chingados patojo jodido!.   -¡callate hombre!, -es la seña para trocopáz. –le dijo.

Los dos fueron sancionados con una semana de cocina;  uno por utilizar una seña vulgar que no había sido incluida y el otro por pegar el grito, enojado, en un lugar donde no podían hablar.

Tania se convirtió en una muy buena radista;  Gladys se integró tiempo después al equipo de Radio Rastreo;  Pavel se volvió combatiente;  su papá cayó unos años antes que él.

Sitín se separó de su papá;  se encontraban esporádicamente y era evidente el amor que se tenían.  Sito murió de cáncer, cuando ya Sitín tendría unos 22 años.

Así fue la escuadra menuda; un grupo de pequeños traviesos y traviesas; la mayoría de ellos aún vive y siguen siendo consecuentes con sus sueños.

miércoles, 6 de abril de 2011

Un diamante en bruto


Durante la concentración, en octubre del 86, hubo una reunión de radistas en el Petén; fue oportuna pues estábamos concentrados la mayoría de radiocomunicadores, radio operadores, especialistas en radio, bueno…  “conchas” pues, que era el apodo que nos habían dado los combatientes y que lo secundaban algunos oficiales;  a los radistas nos molestaba el sobrenombre, porque daba a entender que éramos los que no colaborábamos en algunas tareas, aprovechándonos de nuestra actividad especializada.

Y es que los radistas teníamos que fijarnos en nuestra actividad: instalar nuestro equipo a distintos horarios del día, comunicarnos con distintos frentes, aparatos, áreas o con el comandante en jefe; recibir los mensajes, quitar y guardar el equipo, descifrar los mensajes y entregarlos al jefe inmediato superior.   Eso nos cortaba el día, nos impedía salir de comisión; en ocasiones hasta nos relegaban de la posta o de la cocina, especialmente cuando había comunicaciones de vital importancia.

En caminatas el radista se responsabilizaba de sus planes de comunicación, radio, antenas, micrófonos, pero había una parte vital del equipo: la batería, el acumulador de carro, con el que obteníamos la energía para el radio, que pesaba aproximadamente 25 libras.  El radista no podría con todo el peso junto, pero además la batería representaba un riesgo, por la posibilidad de que se derramara el ácido.  En varias ocasiones vi cómo ese líquido destruyó el uniforme del compañero que la llevaba.

Una vez, en una caminata, un compañero se quitó rápidamente la mochila y se lanzó a un arroyo, con todo y ropa; el ácido se había derramado y no sólo quería evitar la quemada sino salvar su uniforme.

Llevar la batería era entonces casi un castigo.  El problema era que algunos oficiales, en lugar de crear conciencia, por la importancia de las comunicaciones,  sancionaban a sus combatientes con llevar esa carga;  años más tarde fue posible obtener baterías de gelatina; eran más pequeñas, no tenían ácido, pero su tiempo de vida era menor.

En la concentración nos reunimos: el subteniente Amílcar, el sargento Pezzarrosi, la compañera Tania; estaba yo y había entrado la teniente Lorena, jefa nacional de comunicaciones.  Había otros radistas, como Delia, Miriam y Manuel, que no participaron en la reunión.

Se nombró al sargento Pezzarosi como jefe de comunicaciones en Petén, en lugar de Víctor, quien, debido a su participación indirecta en el problema interno fue degradado, aunque se le permitió que decidiera a dónde quería ir.  Se convirtió en uno de los mejores explosivistas, además de que participó en distintos combates;  años después cayó, alcanzado por las balas enemigas.

El subteniente Amílcar quedó de segundo; era un buen radista, pero en conocimientos y habilidades era mejor Pezzarosi.

Se habló mucho sobre la seguridad que debía mantenerse al emitir ondas etéreas;  la teniente Lorena y la capitana María habían elaborado un manual y reglamento del radista, para garantizar que no se cometieran errores.  Debía respetarse y mantenerse la “disciplina de radio”; eso significaba que no había que hablar “abierto” o hacerlo lo menos posible;  era necesario entonces utilizar los códigos establecidos en los planes de comunicación.  Debíamos predisponer que el enemigo nos escuchaba, que intentaba descifrarnos y que el más mínimo desliz podía ser utilizado en nuestra contra.

Con base en este reglamento analizamos un problema generado por Miriam y Manuel;  ellos eran pareja, pero por las circunstancias “normales” de la guerra, estaban en puestos de comunicación diferentes, aunque no muy lejos geográficamente.

Manuel se las había ingeniado para comunicarse con Miriam y había elaborado un plan de comunicaciones sólo para ellos, con códigos e indicativos.  Sin embargo fueron descubiertos por Lorena.  Habían cometido un grave delito, y aunque no pasó a más, fue necesario expulsar como radista a Manuel.   A Miriam se le dio otra oportunidad.

En uno de esos días Lorena habló sobre la necesidad de promover cuadros, de preparar a nuestra gente, de crear planes de comunicación más dinámicos y seguros.  Dijo que tomáramos como ejemplo a Delia, que había puesto en práctica muy buenas ideas y creatividad, principalmente en situaciones de riesgo, muchas veces con el enemigo cerca.

Dijo que Delia era un diamante en bruto, que debía ser pulido.

En un descanso que tuvimos el subteniente Amílcar se acercó al puesto de Delia, para contarle que la teniente Lorena tenía muy buen concepto de ella, pero confundió los términos.

-dice Lorena que sos como un diamante en bruto;  -¿cómo así, vos? –dijo Delia.

-Bueno pues, que sos como un carbón, que hay que pulir y pulir, hasta convertirlo en diamante.   –¡andá a la mierda Amílcar, querés!  -le contestó.

Delia era una compañera originaria de la costa sur del país, de tez morena oscura, pelo rizado y complexión robusta.  Que la compararan con un carbón, que además necesitaba cientos o miles de años para convertirse en diamante, no le había caído en gracia.