martes, 31 de mayo de 2011

“El Cabo”


En la estructura logística, en México, había un compañero y su familia, entregados a una de las tareas más valiosas para la guerrilla, la elaboración de los equipos y uniformes.

El guerrillero debía portar, además de su mochila, dos uniformes verde olivo, o en su defecto, de otro color oscuro; un pabellón, también conocido como mosquitero, una hamaca y una carpa sencilla, de dos aguas; las telas debían ser especiales, de modo que fueran durables y que su peso fuera el más liviano posible.

Pocos lo conocían por su seudónimo original “Tomás”, seguramente alguien recordará cómo fue que recibió el sobrenombre de “Cabo”;  en la guerrilla se decía, en tono de broma, que él siempre sería el único cabo guerrillero.  En la línea de ascensos de algunos ejércitos el primer grado que se recibe, luego ser soldado raso, es el de cabo.  En las FAR no existía este rango, creo que tampoco en el ejército guatemalteco.

Tomás era un compañero relativamente alto, aproximadamente 1.75 mts. Un poco serio; era el sastre de la guerrilla; preparaban decenas de equipos cada mes, los que eran enviados a los distintos frentes;  la tela para confeccionar los uniformes del frente Tecún Uman, en el altiplano central del país, o del “Santos Salazar”, en el sur, no era igual a la que se debía utilizar en Petén.

Para la selva, donde proliferaban los mosquitos, se requería de una tela de tipo repelente; además este tipo de uniformes no pesaba, se podían enrollar y meter hasta en una bolsa de la mochila y se secaban muy rápido.  En cambio el de tela hacía un bulto más grande, al mojarse tardaba más tiempo en secarse y por la humedad rápidamente se podría.  Había compañeros, en algunos frentes, que requerían uniformes casi cada mes.

La producción entonces era grande; incluso hubo necesidad de ubicar en otra casa a otros compañeros, para que también fabricaran uniformes o terminaran detalles de los equipos.  A las carpas, por ejemplo, debía colocárseles, en la costura central, una capa de pintura de hule, de manera que el agua no se filtrara.

El Cabo tenía, según recuerdo, dos hijos de su primer matrimonio: Sorayda y Henry.  Ellos lo apoyaban en la confección;  luego se integró la compañera Mayra, hermana del Teniente Víctor.  Tiempo después el Cabo y Mayra se volvieron pareja.

Nunca supe que Tomás haya tenido problemas de seguridad fuertes, a pesar de que algunas veces su casa fue utilizada para hospedar por algunos días e incluso meses, a compañeros que venían de los frentes o que iban de regreso a ellos y que por distintas razones no podían ser instalados donde correspondía.  Pero en la casa del Cabo todos ayudaban, era una maquila, había que cortar y costurar, que era tarea de especialistas, pero también había que colocar todos los cordones, de mosquiteros, carpas, hamacas o poner la capa de pintura en las costuras donde se podía filtrar agua.

Recuerdo en una ocasión que me dirigía hacia la Terminal de Autobuses del Poniente, conocida como TAPO y por alguna razón él me pasó a dejar;  iba manejando una panel, cargada de equipos y uniformes.  Llovía fuerte y en una esquina dio un mal viraje, con tan mala suerte que nos vieron unos policías de tránsito y nos hicieron el alto.

Pero el Cabo ya tenía experiencia; corríamos un alto riesgo, pues si nos encontraban con todo ese cargamento no teníamos ninguna justificación valedera y seguramente nos capturarían.  Sin embargo Tomás era más listo que bonito y su decisión fue la más acertada. Como lo hubiera hecho cualquier mexicano, no sólo los ignoró sino que los baño, con el agua estancada que había en el lugar.  Encima sacó la mano con el puño cerrado y la hizo para arriba. Un insulto en México.

Este era El Cabo; algunas veces criticado por las y los combatientes, que porque el uniforme traía el tiro muy chiquito, que si la carpa tenía un color muy claro, que si se filtraba el agua; incluso por el tipo de tela con la que se elaboraban los uniformes. La mayoría de veces no era culpa suya, era lo que se tenía, lo que había.

Las mochilas fueron evolucionando.  Algunas recuperadas al ejército fueron enviadas al Cabo, para que aplicara el estilo.  Y lo logró.

Tomás, “El Cabo”, fue uno de los compañeros imprescindibles, no sólo para la fuerza guerrillera en Petén, sino para todos los frentes de las FAR, en el país.

Vive aún, con Mayra, su compañera de vida.

lunes, 16 de mayo de 2011

La guerrilla urbana, aquí y allá


Cuando me incorporé a las FAR, en Nicaragua, sólo tenía un gran miedo: regresar a la ciudad de Guatemala; cualquier cosa podía ser mejor a que me enviaran a la guerrilla urbana, a la “ratonera”, como le decían algunos compañeros y compañeras, donde los aparatos de inteligencia del Estado, especialmente del ejército, buscaban la manera de acabar con el movimiento revolucionario. 

Salí de Guatemala en noviembre del 81 con un trauma, luego de haber sido secuestrado por agentes de la G-2 y por si fuera poco en septiembre del 83 fue desaparecido mi hermano, meses después de haberse incorporado a la Organización del Pueblo en Armas.

Estuve en la Nicaragua revolucionaria entre enero del 82 y mayo del 86, en un país que daba facilidades a los movimientos revolucionarios centroamericanos; mi preparación militar se fue dando de a poco, con el apoyo, experiencia y conocimientos de compañeras y compañeros con quienes conviví, con mi participación en las milicias populares y en algunos cursos con el ejército sandinista.

Cuando me trasladé a México, en mayo del 86 tuve que enfrentarme, sin darme cuenta, a mis grandes miedos, sólo que en otro escenario.  En un país que si bien mantenía un gran respeto por la autodeterminación de los pueblos, no era como Nicaragua y tenía aparatos de seguridad y de inteligencia muy fuertes.  Aprendí sobre las medidas de seguridad, sobre el chequeo y contrachequeo, sobre la importancia de llegar a tiempo a los contactos, constatar que en los alrededores no hubiera presencia “enemiga” y que en la retirada no tuviera seguimientos.

Inicialmente estuve en casas de seguridad, una de ellas en el estado de Toluca;  cuando pasé por ahí había al menos unos ocho compañeros, en espera de la fecha de entrada al frente norte, o del contacto que facilitaría la llegada a la región central, al frente Tecún Umán, en Chimaltenango o al “Santos Salazar”, en el sur del país. Todos llegábamos a esas casas con los ojos cerrados y manteníamos internamente una disciplina muy fuerte; había que levantarse a las 5 de la mañana, formar, cantar el himno de las FAR, casi susurrado y luego pasar a las tareas del día; igual que en el frente, había parejas encargadas de la cocina del día.  Los demás debían dedicarse a otras actividades, como estudiar o leer, pero también algunos tenían cualidades artísticas, como hacer figuras en hueso.  Darío, uno de los compañeros encargados del lugar compraba hueso con tuétano, el que partían crudo, con sierras y cuchillas y hacían figuras mayas en relieve;  la pieza terminada era barnizada con brillo de uñas.

Compañeros provenientes del “Sergio Aníbal Ramírez”, la región central, contaban anécdotas sobre las casas de seguridad en la ciudad de Guatemala. En una ocasión se percataron que elementos de la policía y el ejército rodeaban la cuadra y en pocos momentos empezaron a disparar, al mismo tiempo que decían por megáfonos que los tenían rodeados y que se entregaran;  Lo que desconocían era que el operativo no era contra ellos sino contra una casa vecina, donde compañeros de la ORPA, habían sido descubiertos.  Coincidentemente fuerzas de organizaciones hermanas estaban en casas cercanas, algo muy difícil que ocurriera, pero así fue.

Los compañeros de las FAR también abrieron fuego y aunque la mayoría logró escapar, dos perdieron la vida. Contaban que algunos compañeros llevaban consigo cápsulas de cianuro y que antes de ser capturados vivos preferirían morir.  Sabían que de ser detenidos por el enemigo serían torturados salvajemente y que al final serían asesinados.

También enfrentaban riesgos cuando buscaban alquilar una casa. Una vez vieron en alquiler un lugar que prestaba todas las condiciones, tamaño, seguridad, rutas de escape, tranquilidad del área.  Entonces enviaron a una pareja a entrevistarse con la propietaria.  La señora se mostró amable, pero les dijo que antes tenían que hablar con su esposo.  Cuando lo vieron era “Chalo” Hernández, un conocido locutor y conductor de televisión de la época, que militaba en el Movimiento de Liberación Nacional (MLN), el partido de la ultraderecha, de Mario Sandoval Alarcón, que aparte se decía tenía bajo su mando a “La mano blanca”, una organización paramilitar, que asesinaba a políticos y activistas democráticos y progresistas, por considerarlos potenciales enemigos.

El tipo les preguntó quiénes eran, dónde trabajaban, dónde vivían actualmente.  Todo el “manto” estaba bien planificado, pero hubo un error en la dirección donde supuestamente vivían.  Miren les dijo -¿y ahí, que hay alrededor?.   No supieron responder.

Saben qué; ustedes me están mintiendo. Ustedes han de ser guerrilleros.  El lugar que me están dando por dirección es una bodega de mi propiedad y ni siquiera saben qué hay alrededor. Mejor lárguense de aquí.

Los compañeros salieron tan rápido como pudieron.

Otros compañeros se encontraban en un lugar de la zona 4, como parte de un operativo de vigilancia;  Desde hacía una semana habían sido vistos pasar dos vehículos del ejército y trataban de corroborar en qué horario transitaban por ahí y las condiciones del área, para montar una emboscada.

Pero iban disfrazados y a uno de ellos se le desprendió parte del bigote falso, sin que se diera cuenta. En ese momento pasaron dos agentes de la policía nacional, de forma rutinaria.  En el primer momento no repararon, pero seguro uno de ellos reflexionó y regresaron, con las manos en sus revólveres.  Los policías gritaron -¡Alto ahí!, pero los compañeros lograron salir corriendo.  Uno de ellos abrió fuego e hirió a uno de los policías.

El operativo contra los vehículos del ejército fue postergado por unas semanas; pero finalmente fue un éxito.

En México no había mucha diferencia; debíamos aprender a movilizarnos; obteníamos documentos de identidad falsos; licencias, carnés de elector, cartillas militares; era necesario aprender el himno de México, las efemérides más importantes, los personajes más reconocidos de su historia. No portábamos armas.

Conocí a un compañero en Petén; su hermano gemelo murió cuando agentes judiciales mexicanos le dispararon en las cercanías de una estación del metro;  él había sido descubierto y trató de huir. Los agentes dispararon a matar.

Compañeros de  EGP, que habían sido capturados por judiciales también fueron asesinados de forma brutal.  A uno de ellos le rompieron las piernas a balazos, para que entregara lo que conocía.

La situación en México también era difícil, pero debíamos permanecer ahí; al final de cuentas las condiciones geopolíticas eran más favorables que adversas.

martes, 10 de mayo de 2011

Madre

Fui el quinto de seis hijos, en un hogar de clase media baja; mi padre zapatero, mi madre dedicada a la casa, al cuidado de la familia.

Tal vez no fue como La Madre, de Gorki, pero luchó con todas sus fuerzas por su primogénito, mi hermano mayor, desaparecido en septiembre de 1983;  No pude ser testigo del dolor, angustia y desesperación que ha de haber tenido aquella pobre mujer, desde que supo que su hijo había sido secuestrado.

Varios elementos del ejército llegaron a la casa un día después a buscar las pertenencias de mi hermano y la pobre viejita tuvo que dárselas.

Con ayuda de una tía escribieron una carta que aún conservo, dirigida al entonces jefe de Estado, Óscar Humberto Mejía Víctores, en la que pedían investigar las placas de los vehículos donde lo habían subido, respetar su integridad física y “aún creyendo que mi hijo es inocente de cualquier señalamiento, se le consigne a los tribunales de justicia como en derecho corresponde, en caso de haber cometido delito alguno”.
 
“Mi hijo, señor general, no está desaparecido; mi hijo, señor general, no está secuestrado; mi hijo, señor general, lo tiene el ejército”.

Y la firmaba esa viejita linda, luego de haber derramado quien sabe cuántas lágrimas. Sin saber a lo que se exponía.  No le importaba, podrían haberla matado en aquel mismo momento; habría sacrificado su vida por cualquiera de sus hijos e hijas. Eso fue un 17 de octubre del 83.

Recibió un telegrama el 5 de enero de 1984, en el que se le pedía presentarse al cuarto nivel del Palacio Nacional (donde se encontraban las oficinas de la G-2) “para una entrevista”.  Años después, cuando salió a luz pública el Diario Militar supimos que mi hermano había sido asesinado un día antes del envío de este citatorio.

Mi madre se presentó el día y hora señalados, en espera de buenas noticias.  Pero sólo fue una burla más. No le dieron ninguna información y únicamente le exigían que informara si tenía novia, si conocía a otros amigos, si sabía dónde vivían.  No les dijo nada.  Además lo desconocía; la pobre salió partida de aquel lugar.

Han pasado los años y aquel dolor sigue minando su resistencia;  sufre cada vez que lo recuerda, como si fuera ayer, como si aquel valioso hijo suyo acabara de ser secuestrado, desaparecido.

¿Cuántas madres pasaron por esto?;  ¿cuántas viejitas perdieron no a uno, a dos tres hijos?, a sus hermanos o hermanas, a sus esposos.

Madres revolucionarias que parieron a sus hijos en la montaña y que lucharon por que sus retoños tuvieran un mejor futuro.

¡Gracias madre; gracias madres!

lunes, 9 de mayo de 2011

El enemigo azuzó mi rebeldía

El autor. febrero de 1981
Salí de Guatemala en noviembre de 1981, a mis 17 años, con más deseos de huir del ambiente de terror, que voluntad de independizarme y dejar a mi familia;  varios amigos y conocidos de mi edad habían sido secuestrados y desaparecidos por las fuerzas de seguridad del Estado; algunos de ellos asesinados al intentar escapar.  Yo había participado en el movimiento estudiantil de secundaria en el Instituto Rafael Aqueche, donde cada semana editábamos un miniperiódico, al que llamamos “El Zapotón”, no recuerdo por qué y  que reproducíamos en un mimeógrafo hechizo.  Viéndolo en retrospectiva, fue mi primera incursión en un medio de comunicación.  Nunca consideré que mi participación política estudiantil hubiera sido trascendente.

Sin embargo, también fui secuestrado y retenido durante varias horas por la G-2, del ejército.

Todos los sábados íbamos a jugar basquetbol a las canchas de la 12 (12 avenida, entre 20 y 22 calle de la zona 5) junto al estadio Mateo Flores;  nos juntábamos con un primo y amigos a las 6 de la mañana;  a las 8 ya estaba en el taller de zapatería de mi padre, donde lo apoyaba con algunos chapuces y mandados, era una especie de aprendiz.

Ese día mi padre me envió a cocer a máquina unos zapatos a los que había cambiado medias suelas; con una máquina llamada “pasadora” se cocía toda la orilla de la suela. Esperé el bus en la esquina de la 11 avenida y 10ª calle de la zona 1; todo parecía tranquilo, pero cuando estaba por abordar el colectivo fui tomado de los brazos, con fuerza, por dos tipos, de los que nunca he podido olvidar sus rostros.

Sin decirme nada me llevaron hacia atrás donde me subieron a una camioneta tipo Suburban; dieron vuelta sobre la 10ª calle hacia la 12 avenida, donde tomaron hacia el suroriente de la ciudad; registraban todos mis bolsillos, mientras que yo trataba de pedirles alguna explicación, les decía que no había hecho nada, que investigaran; eran tales mis reclamos que se ofuscaron y me pusieron una pistola en la cabeza, sin seguro (tiempo después, cuando aprendí algo sobre armas, me di cuenta de ello).

Me callé;  me gustaba pintar, dibujar y escribir algunos poemas, por lo que llevaba papeles garabateados; todo me lo quitaron, en cuenta un quetzal con diez centavos, que servirían para cocer los zapatos y para mis camionetas.

Llegaron al Campo Marte, que no era como ahora; me llevaron hasta el final de los campos de futbol, donde me bajaron.   –¡Disculpa!, es por tu bien y el nuestro; dijeron y me pusieron esposas en las manos.  Eran al menos seis individuos, dos adelante, que parecían ser los jefes, los dos que me habían agarrado y dos más atrás, que tampoco se dejaban ver.

-No muchá; hay mucha gente, aquí no se puede, dijo otro.

Me volvieron a subir al carro, pero esta vez me tendieron a lo largo del piso; tomaron la bolsa de zapatos que llevaba y me la tiraron con fuerza en la cara.  Dieron vueltas y sentí que iba en carretera; luego de un tiempo detuvieron el vehículo y se bajaron.

Empecé a escuchar la voz de un patojo tal vez de mi edad, que decía:  -Quedamos de vernos en la 18 calle, a las 9 de la mañana, pero él no llegó.  Luego silencio.

Dos de los jefes, que supuse eran los que iban adelante, llegaron después.  Me pidieron no tratar de verles la cara, de lo contrario me matarían.  Me preguntaron qué hacía, a dónde iba, dónde vivía;  Todo se los dije pues no sentía que hubiera razón para ocultar nada, menos la dirección de mi casa; mentí.  Se volvieron a retirar.

Otro tiempo solo; ¿segundos?, ¿horas?, no lo sabía;  en el piso del carro había armas largas.  Pensé en la posibilidad de tomar una y dispararles;  una idea loca. Estaba esposado y desconocía su manejo.

Se acercaron nuevamente;  hablaron entre ellos:  -¿será este vos?, está muy patojo.  –pero así se meten estos cerotes a esa mierda.  Se retiraron.

Volví a ver a los dos tipos que me habían secuestrado.  Esta vez ya no dijeron nada.  Me quitaron las esposas, el cinturón, los zapatos, los calcetines.  Tomaron un lazo y me amarraron con fuerza las manos hacía atrás; el cinturón me lo pusieron en los tobillos, luego con un suéter maloliente me vendaron los ojos.  Sentí que todo llegaba a su final; mi vida entera corrió por mi mente en segundos. Uno de estos individuos me cargó, me sacó del carro, caminó unos metros y me lanzó a la tierra.  Sentí que me golpeaba la cabeza con una piedra, pero no sentía dolor.

Nuevamente me dejaron solo, pero por menos tiempo.  Me sentía rodeado por ellos. Empecé a escuchar risas y burlas. Se carcajeaban.  –¡Traé el cuchillo, yo me encargo del ojo izquierdo!.  Más risas.

Apareció el oficial.  –¡Silencio muchá, tranquilos!;  ¡guardá esa pistola vos!.

-Disculpa mano, te vamos a soltar;  te tenemos aquí por sospechas, pero te vamos a soltar.

-Pero a qué hora, yo no he hecho nada.  ¡callate! Te vamos a soltar, pero tranquilo, eso sí. Nuca vayas a contar que te tuvimos detenido.  Somos de la G-2 del ejército y sabemos dónde vivís; en cualquier momento te vamos a buscar.

Otra vez solo; pero cuando regresaron fue para decirme -¡te salvaste!.

Me pararon y me hicieron caminar con los pies atados con el cinturón.  Caí de cara.  Nuevamente burlas.  Me desataron los pies, las manos y me metieron al carro; me quitaron el suéter de la cara; me pusieron los zapatos en los pies. Yo tomé los calcetines, el cinturón y mis anteojos.  Me pusieron 5 centavos en la mano y me dijeron –Tomá, para tu camioneta.

Arrancaron el vehículo y me advirtieron que al bajar tomara en dirección contraria a la de ellos, que no volteara a ver hasta que fueran lejos.  Con la camioneta en marcha abrieron la puerta y me dieron una patada.  Caí en el pavimento; caminé en sentido contrario, pero volví a ver antes de lo que me habían dicho. Vi la Suburban celeste con rayas blancas, a unos 300 metros.

Era una carretera solitaria que no conocía;  de repente apareció un bus en el que decía SR1;  era Santa Rosita. No se detuvo a pesar de mi insistencia.

Me arreglé, me metí la camisa, me amarré los zapatos y pedí jalón.  Un joven en un pick up se detuvo y me lancé a la palangana.  Bajé en la 12 avenida y caminé hacia el taller de mi padre.  Eran aproximadamente las 2 de la tarde; había estado desaparecido seis horas.  Mi viejo, enojado, me gritó, colérico;  pero eso me hizo volver del shock y lloré; atiné a decirle que me habían secuestrado.

Creo que estuve casi dos semanas encerrado en la casa; me asomaba a la ventana y veía tipos armados por todas partes.  Unos meses después, con el apoyo de una prima muy querida, salí del país con rumbo a Costa Rica, sin darme cuenta que era el inicio de mi vida revolucionaria. 

miércoles, 4 de mayo de 2011

Los Figueroa


Quizá nunca hubo en Petén una familia tan numerosa y con tanta trayectoria como la de los Martínez.  Es cierto. Pero familias consecuentes hubo muchas, con diferentes características, con diferentes niveles de entrega o de antigüedad.  Es el caso de los Figueroa, otro grupo familiar que los revolucionarios de las FAR nunca debemos olvidar.

Los compañeros Bacho y Chicote, de baja estatura y sobrepeso;  tenían la apariencia más bien de dos finqueros; acostumbrados a usar sombrero, camisas de cuadros y botas vaqueras;  eran muy reconocidos y respetados en sus comunidades y en las aldeas vecinas; Josefinos Dos Erres, cooperativas Bethel y Bethania, La Técnica.  Toda esa fue su área de operaciones; de día pasaban desapercibidos, como dos campesinos trabajadores, con sus respectivas familias, que buscaban vivir bien, en la medida de lo posible, pero de noche se convertían en dos organizadores políticos de la guerrilla; reunían principalmente a los hombres, les hablaban de la situación nacional, de los gobiernos militares, de la represión que se estaba dando en el occidente del país, donde eran masacrados los indígenas y que pronto llegaría al Petén.  Decenas de jóvenes se alzaron y otros, la mayoría, colaboraban con la guerrilla, de distinta forma; con alimentos o con el poco dinero que podían compartir.

Eran los inicios de los años 80; la represión se estaba extendiendo por todo el país; el accionar de la guerrilla en Petén, cada vez era mayor y con más impacto internacional, como la toma de Tikal, o las emboscadas de aniquilamiento, donde habían perdido la vida decenas de soldados.  El ejército suponía que la guerrilla en la selva no podía sobrevivir si no era con la ayuda de la población.

Bacho y Chicote fueron alertados y estos a su vez advirtieron a las bases;  muchos jóvenes lograron huir, otros, por temor a dejar solas a sus familias, prefirieron quedarse y afrontar las consecuencias, con la vaga idea de que tal vez no pasara nada.

Después de las primeras masacres, donde murieron decenas de personas;  algunos hombres se escondieron en las cercanías de sus pueblos, pero fueron descubiertos, capturados y ejecutados en el acto.

Bacho tenía tres hijos:  Rony, Marisol y Raúl;  Chicote tenía dos: Javier y Juan Antonio.  Todos lograron retirarse lo suficiente de las comunidades y refugiarse en la selva.  Juan Antonio tendría unos 13 años cuando fue la masacre de las Dos Erres.  Unos días después, cuando los militares ya se habían retirado fue con su hermano a inspeccionar el lugar y nunca ha podido olvidarlo.  Había destrucción, sangre y restos humanos por todos lados; el olor era insoportable. El pozo aún estaba abierto. Cuerpos de hombres, mujeres y niños, amontonados unos sobre otros.  Juan Antonio era muy valiente; era un hombrecito que reflejaba la actitud ruda de su padre, pero lloró, lloró desconsolado como el niño que aún era, o como cualquier persona que se duele al ver la forma inmisericorde con que habían perdido la vida sus vecinos, muchos de ellos conocidos, a manos del ejército guatemalteco.

Bacho y Chicote, junto a sus esposas, se quedaron en comunidades de población en resistencia, donde continuaron organizando a la población. Todos sus hijos se alzaron; se unieron a la fuerza militar y se formaron como valerosos guerrilleros.

Conocí a Juan Antonio en Nicaragua; él, Rony y Raúl habían salido a recibir un curso de infantería militar.  Juan Antonio se preparó después como radista; además era parte del equipo de seguridad del comandante Pablo y de la capitana María.

Compartimos una temporada en una casa de seguridad en Nicaragua, donde estaba instalado el centro de comunicaciones.

Años después nos volvimos a encontrar en México; siempre hubo una buena relación entre nosotros; era más que compañerismo, era esa hermandad que sólo se podía sentir entre camaradas.

Javier, su hermano, integraba el aparato de logística, en Veracruz;  murió en un accidente de tránsito.  Tuve la oportunidad de pasar por el lugar donde perdió la vida.  El iba manejando un jeep; fue en una curva abierta, al parecer iba muy rápido y una llanta delantera explotó.  El carro volcó en un descampado, dio dos, tres vueltas, hasta que su cuerpo salió disparado por la parte de arriba del jeep y se estrelló en el único árbol que había en esa parte.

Juan Antonio sufrió mucho con la muerte de su hermano Javier, que dejó un hijo.

Raúl, hermano de Rony, se convirtió en un buen combatiente y en radista de operaciones;  fue herido en al menos dos ocasiones, llegó a ser sargento. Fue compañero de la muy querida y recordada Merly, con quien procreó a una niña.

Rony era el hombre de confianza del comandante Pablo en Petén;  era el jefe de su equipo de seguridad. Se preparó, junto a parte de su equipo, en seguridad de personalidades.

A Marisol la conocí en el campamento Nadie se escapa; ella también había sido combatiente y luego, cuando se juntó con el papá de sus hijos, le fueron asignadas tareas en la zona de Retaguardia.

Estos eran los Figueroa. 

Una familia más pequeña que la de los Martínez, es cierto, pero como organizadores lograron incorporar a casi una columna guerrillera; como combatientes, estuvieron donde se les demandó, al costo que fuera y como amigos y camaradas permanecen.