miércoles, 27 de julio de 2011

La Yegüita


“Y si yo muero en la guerrilla, oh bella ciao, bella ciao, bella ciao ciao,
Y si yo muero, en la guerrilla, toma en tus manos mi fusil;
cava una fosa en la montaña, oh bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao,
cava una fosa, en la montaña, a la sombra de una flor”..
(canción popular, del movimiento de resistencia italiano).


En el movimiento revolucionario guatemalteco hubo hombres y mujeres de niveles superiores, como Otto René Castillo, consciente de su inminente muerte, como el mismo Luis Augusto Turcios Lima, siempre al filo de la navaja, como Manuel Colom Argueta, que vivió su vida, con la claridad y seguridad de que ese era su momento histórico y había que ser consecuente con su tiempo y con el pueblo, a cualquier costo.  Rogelia Cruz, quien pudo hacer su vida como reina de belleza,  pero prefirió luchar junto a los desposeídos, o Nora Paíz, capturada y torturada.  No fueron diez, no fueron veinte, fueron cientos de jóvenes visionarios que lucharon por una nueva Guatemala, en la que prevaleciera la hermandad, la paz y la concordia.

Con cualidades y calidades físicas e intelectuales; unos con más, otros con menos, unos con unas y muchos más con otras.  Cada revolucionario y revolucionaría debía desempeñar su papel en el lugar, tiempo y espacio que le correspondía.

En Petén conocí a la Yegüita, un compañero flaco, de 1.70 mts. aproximadamente, cabello liso, que derrochaba alegría y agilidad mental.  Nunca supe cómo se incorporó, ni cuál era su seudónimo original. 

Había compañeros que se habían preparado en otros países en tácticas y estrategia, para desarrollar la guerra en selva, montaña, sabana y ciudad.  Él aprendió de cursos reproducidos por quienes se habían capacitado fuera.  Y logró superar al maestro.

Más de una vez se le asignó incursionar a las cercanías de los destacamentos del ejército, utilizando para ello diversos camuflajes; descalzo, semidesnudo, cubierto de lodo o de hojas, caminando sobre espinas, picado por hormigas y toda clase de mosquitos: jejenes, zancudos, tábanos, de día o de noche.  Nada importaba, más que el objetivo final.  En la información que llevara estaba el éxito de la operación.  Se acercaba a tal punto y con tal sigilo que ni los perros lograban sentirlo.  Contaba el número de postas, los horarios de cambio, el relajamiento que presentaban unos u otros soldados durante sus turnos;  analizaba las rutas de escape, las vías de acceso, los posibles puntos de ataque.  Teníamos mapas, pero todo era completamente diferente al estar en el lugar y él lo sabía.

Se retiraba de la misma forma; silencioso, se había convertido en uno de los mejores zapadores de la guerrilla.

Durante el combate también mostró siempre sus virtudes y aprendió a utilizar todo tipo de armas; no se amilanaba; si le asignaban una vieja carabina M-1 o un moderno fusil M-16; si le correspondía detonar la mina al paso del convoy o utilizar el lanzagranadas M-79, igual iba al combate, con la misma alegría y disposición de triunfar.

A tal punto era su afán por lograr el objetivo que en una ocasión, luego de esperar por tres días al enemigo, en una emboscada, se percataron que la patrulla del ejército venía por otro punto y no caería en el lugar indicado.  Además los soldados llevaban un “cuzuco”, un carro blindado.  La operación estaba a punto de fracasar, pero el teniente al mando reacomodó a su fuerza. 

No había visibilidad ni condiciones para lanzar el cohetazo, pero La Yegüita tenía otra forma de ver las cosas: pidió el lanzacohetes y se subió a un Guarumo (un árbol nativo de Petén, de mediana altura);  se amarró con las piernas y el cuerpo y desde ahí hizo el disparo.  El “cuzuco” se detuvo, destruido; luego el combate, el fuego nutrido, de uno y de otro lado, el humo y los gritos de los soldados heridos.  La guerrilla tenía la ventaja.  Se había dado el primer golpe.   Fue una operación exitosa.


Sus hazañas fueron muchas, fue un guerrillero legendario.

Sin embargo su muerte fue muy extraña;  nadie lo sabe con exactitud, pudo originarse por un pleito interno, de parejas o algún infiltrado.   Lo cierto es que le dispararon mientras dormía en su hamaca.  La posta y la avanzadilla cuidaban hacia lo que pudiera venir de afuera, no lo de adentro.  Todos se levantaron y se movilizaron de inmediato al lugar del tiro.  Un compañero, con regular tiempo de ingreso desertó.


Sólo así pudieron acabar con él, cuando aún tenía mucho que aportar.  

martes, 26 de julio de 2011

Un festejo clandestino, bailando a rumbo


En las reuniones de crítica y autocrítica se buscaba corregir las llamadas “desviaciones de clase”, “posiciones pequeño burguesas” que había que superar, pues era muy valioso e importante identificarse cada vez más con la ideología del proletariado; sin embargo, habían situaciones humanas que era casi imposible anular, borrar, o apartar de nuestro ser y era muy común cometer pequeños “errores”.

Era el caso de los bailes clandestinos; generalmente ocurría en campamentos grandes; ¿motivos?, cualquiera, podría ser el cumpleaños de alguien o sencillamente ganas; pero además de que se dieran las condiciones, había que contar con la participación de compañeras.

Para concretarlo era necesario contar con música; la grabadora del radista, la del político o un radio de transistores serían suficientes. Mejor si había algún casete, con cumbias de la época.  El volumen se colocaba lo suficientemente bajo para no ser escuchados por los demás, ¡y a rascar un pedazo de tierra!.  Eso era bailar a rumbo.

Era alegre.  Permitía sacar las tensiones, el stress e identificarse un poco más unos con otros.  El problema es que no había autorización y que se relajaba la seguridad. Casi siempre eran descubiertos.  El oficial de turno pasaba vigilando puestos, postas y línea de combatientes.

Al día siguiente se informaba de la sanción correspondiente.

Pero esto se volvía al mismo tiempo un llamado de atención para los jefes.  Estaban tratando con seres humanos, con hombres y mujeres que requerían se les pusiera cuidado.  A la brevedad, cuando las condiciones de seguridad lo permitieran, había que organizar alguna actividad político-cultural, que incluyera baile y, de ser posible, alguna chamusca.

miércoles, 6 de julio de 2011

El tamal peludo y el maíz calado


No sé que era peor en la guerrilla, comer “tamal peludo” o calado;  tal vez lo peor era no comer, por lo que en cualquiera de estas circunstancias había que hacer un esfuerzo sobrehumano y aceptar lo que había.

Y es que se comía “tamal peludo” cuando no había cal;  el maíz se cocía, sin que su cascara desprendiera;  los tamales quedaban llenos de esa membranita dura y cuando se rodajaban floreaban por todas partes;  seguramente comer un poco de fibra era muy buen digestivo, pero comer sólo eso enfermaba a cualquiera.  Dos o tres días comiendo “tamal peludo” y las letrinas colapsaban. ¡Es cierto!  Era un sufrimiento más.

Algo parecido ocurría cuando el grano se pasaba de cal; pero cuando esto sucedía había que aplicar la sanción correspondiente, ya que era muy fácil dar el punto a una olla de maíz.  Era sencillo, el maíz se lavaba y luego se tomaba un puñadito de cal; se revolvía y se probaba el agua; si se sentía que la lengua picaba ¡ya estaba listo!. No había más que hacer; solo quedaba colocar la olla en el fuego y esperar aproximadamente una hora; luego se dejaba reposar; a los cocineros del día siguiente les correspondería dar continuidad a la tarea.

Pero no todo era como las matemáticas; con cal nueva el puñadito debía ser más pequeño; la cal vieja perdía fuerza y era necesario echar un poco más; además decir un “puñadito” era relativo y había quienes tenían las manos más grandotas; en todo caso lo más importante era tener sentido común.

El exceso de cal daba un color amarillo a la masa y su sabor era feo.

Nada como comer un tamal bien hecho; con su punto exacto de cal y que el molino estuviera bien apretado.  Era otro detalle: había compañeros que para sacar rápido la tarea aflojaban el molino.  La masa salía entera y los tamales, en consecuencia, se desboronaban como polvorones.

Pero algo valioso era la solidaridad que se unía a la costumbre, cuando en campamentos grandes pasaban por la cocina los compañeros y compañeras rumbo al área de baño.  Molían dos o tres tolvas de maíz y se hacían un poco de fresco de chilate (agua de masa) ¡delicioso!.

Nunca olvido al sargento Alcides; aquel compañero alto y fortachón que fue parte de las comunicaciones del frente norte en tiempo del teniente Víctor;  me decía:  -¡Chejo, hoy vamos a hacer tamales del tamaño del hambre!, con una risa maliciosa. 

Si había maíz y voluntad para emprender dicha tarea, pues ¡manos a la obra!; digo, a la masa.

lunes, 4 de julio de 2011

El sargento Ramiro

Ramiro era un joven campesino que, al igual que muchos otros de su época, se volvió guerrillero por conciencia y necesidad.  Sabía que la situación estaba muy difícil, que el ejército estaba masacrando poblados enteros, que cada vez estaban más cerca y que si no lo mataban por considerarlo guerrillero, lo reclutarían a la fuerza y lo harían cómplice de la ignominia.

Muchas familias habían muerto, en ocasiones asesinadas por jóvenes soldados de sus mismas comunidades. Unos que sufrían al hacerlo y disparaban hacia arriba cuando les ordenaban matar a sus vecinos y otros, a quienes el reiterado mensaje en sus cabezas los había cambiado;  eran los que disfrutaban al ejecutar a hombres, mujeres, niños, niñas y ancianos.

Ramiro se incorporó al Frente Feliciano Argueta Rojo, que operaba en la parte oriental del departamento, en la sabana petenera.  Fue subordinado de los tenientes Sandokán y Águila, por lo que estuvo con ellos en varias de las acciones que los hicieron legendarios.

Además de participar en combates, Ramiro se convirtió en político; él era uno de los que visitaban a los colaboradores y simpatizantes, para darles a conocer cuál era la situación del momento, informarles sobre los golpes infringidos al enemigo y solucionar pequeños problemas.

En una ocasión le tocó realizar esas visitas enfermo de Hepatitis, totalmente desmejorado;  con la piel y los ojos amarillos, caminaba débil y sin carga.  La población le regaló miel de abeja.   Se repuso luego, cuando tuvo oportunidad de descansar.  Volvió a ser aquel joven de mirada dura y sonrisa dulce;  vozarrón, alto, de 1.78 aproximadamente,  que cuidaba mucho su porte y aspecto militar.

Una tarde, luego de ser perseguidos por el ejército, acamparon en un lugar aparentemente seguro; el cansancio podía más que el hambre.  Tendió su hamaca, se sentó sobre ella para platicar un momento con los compañeros cercanos y cuando estaba por acostarse escuchó un disparo.  Gritó:  -¡a tierra!, pensando que era un ataque enemigo. Luego el silencio, el olor acre de la pólvora y la sangre, y un dolor punzante en su pierna izquierda.

Otro compañero había colocado su arma en la gamba de un árbol, de donde resbaló y al caer se disparó sola.  La bala había entrado debajo de la rodilla.  Fue tratado por los sanitarios de la fuerza, pero no había condiciones para sacarlo;  a tal punto que pasó un año hasta que se autorizó su traslado.   Para movilizarse a pie, del frente a la retaguardia debían caminar 15 días; esperar un contacto y caminar una semana más.

Los compañeros de la patrulla logística que hacían ese recorrido no querían llevarlo;  temían que sería una carga y que en determinado momento podrían ser ubicados por el ejército y no podrían correr con él.  Pero finalmente aceptaron y los convenció que había adquirido mucha habilidad para desplazarse con una muleta hechiza.

Sin embargo, al llegar al contacto se percataron que los compañeros no habían llegado y que el próximo encuentro sería en otros 15 días.

Ramiro no quiso volver sobre sus pasos y les pidió que se fueran; que lo dejaran ahí con unos tres galones de agua y algo de comida; le consiguieron unos cuantos pedazos de caña y una pequeña penca de bananos verdes.  Lo primero que pensó fue que si ellos caían lo podrían entregar, por lo que decidió subir a un cerro cercano, donde además de sentirse más seguro tenía mejor visibilidad.

Ahí esperó. Con su fusil bien afinado y sus tiros secos; decidido a dar su última batalla; por su mente pasaron muchas cosas, sus padres, su compañera, el triunfo de la revolución.  Tuvo quince días para pensar y reflexionar sobre su vida guerrillera.

A pesar de haber calculado cuánto podía comer y beber hasta que llegaran nuevamente los compañeros de la patrulla logística; disminuyó la cuota, al considerar que podían pasar más días, por distintas razones.

Al llegar el tiempo se puso más alerta a los sonidos; hasta que oyó que lo llamaban; poco a poco bajó.  - ¡puchica compañero, creímos que le había pasado algo!

Contactaron con la otra patrulla, con la que terminó el resto del recorrido y llegó a la retaguardia; fue trasladado México donde lo operaron en un par de ocasiones, para sacar esquirlas de hueso,  hacerle curaciones y tratar que el largo de la pierna fuera más acorde a lo normal.  La rodilla no volvería a doblarla.

Ramiro pasó a ser parte del aparato de comunicaciones y se encargó, junto a Rodriga, Juan Antonio, Beatriz, su compañera en ese entonces y yo, bajo la jefatura de la teniente Lorena, de las comunicaciones estratégicas. 

Era el año 86, en Nicaragua;  las cosas cambiarían en poco tiempo.