martes, 29 de marzo de 2011

Rumbo a la luna

Los campamentos con una cantidad muy alta de guerrilleros había que abandonarlos rápidamente, no sólo por seguridad, tal vez eso era lo de menos, sino por las implicaciones.  La leña, por ejemplo, se escaseaba en pocos días y cada vez había que ir más lejos a buscarla; de igual forma las hojas para cocer los tamales se agotaban con la misma celeridad;  además, en esas condiciones, era prohibido ir de cacería, por lo que el alimento se limitaba a tres tamales por día, para cada combatiente; es decir, tres bolas simples de masa cocida.  Eso sí, casi siempre se hacían “del tamaño del hambre”.

En esas fechas nos habíamos concentrado aproximadamente unas 200 personas.  “La línea de fuego”, el primer anillo de combatientes, era inmensa;  era necesario hacer por lo menos tres cocinas;   cada día se designaba a dos compañeros o compañeras por cocina, encargados de preparar unos 200 tamales.   Estos se encargaban de buscar las hojas durante el día, lavar el nixtamal, aproximadamente a las 4 de la tarde y empezar a cocinar los tamales al oscurecer, al finalizar había que dejar los tamales deshojados, que se enfriaran sobre un nylon grande y cocidas otras dos ollas grandes de maíz, para el turno del siguiente día.

Había noches que íbamos a visitar a compañeros, de otros pelotones, pero las veces que pude hacerlo iba acompañado para no perderme;  era muy agradable ir de visita, porque no sólo se podía compartir con los demás y escuchar sus historias, sino probar alguna comida diferente, y es que todos los días salían comisiones, a patrullar por los alrededores, a traer cargamentos logísticos, en busca de maíz o a contactar con la población.   A la mayoría de ellos les gustaban esas salidas, porque pasaban pescando, recogiendo alguna fruta, o hierbas; en el mejor de los casos, podían sacar de su cueva a algún cuzo (armadillo).

En esas visitas había quienes compartían hojas de tabaco seco o, con buena suerte, algún cigarrillo.   Uno en la montaña aprendía a reconocer el olor del cigarro, según su marca; el olor dulzón de un tabaco fino o del cigarro fuerte, sin filtro.

En fin, las concentraciones tenían cosas buenas y malas;  otra de las desventajas eran las letrinas;  cada pelotón se encargaba de ubicar su área de sanitarios;  se hacían hoyos profundos, se cruzaban pedazos de varas gruesas, se les hacía una media agua de techo, para no mojarse durante las lluvias, así como una especie de paredes, para guardar la privacidad;  al estar llenas se tapaban y se preparaban las nuevas;  las letrinas estaban cada vez más lejos.  Para el baño era algo muy parecido;   como el campamento se ubicaba en las cercanías de un arroyo, de algún río o de alguna aguada, se establecía un reglamento de baño;  nunca se podía bañar nadie río arriba de las cocinas, para garantizar la higiene.  En el caso de  la aguada las orientaciones eran más drásticas, porque era agua estancada y el objetivo era no contaminarla más.  El baño se hacía por parejas, se sacaba el agua con galones; uno sacaba el agua y el otro se bañaba y viceversa.

Las limitaciones para alguien de la ciudad eran realmente amplias y a veces sobredimensionadas.

Una tarde, a punto de oscurecer, se acercó el sargento Pezarossi: -Sergio, te toca ir por un tercio de leña;  -mano, ¿a mí me toca cocina?;   -sí, pero hubo cambio de planes;       -vos, pero mirá la hora que es.  –andá, hombre, las órdenes se cumplen, no se discuten.

Acepté con disgusto; cuando me tocaba ir por leña trataba de pegarme a  alguno de los viejos guerrilleros, que me ayudaban a buscar los mejores trozos, generalmente de árboles o ramas secas, que aún se mantenían verticales, porque eran los que menos humedad absorbían; también me ayudaban a buscar algún bejuco y amarrarlo.  Sin embargo en esa ocasión fui sólo y cada vez oía menos y más lejos los machetazos.

Encontré leña, un poco húmeda, hice mi tercio y me lo eché encima; el peso me doblaba; traté de caminar rápido por donde supuestamente había entrado; luego mejor quise acercarme a donde se oían los últimos machetazos, pero pronto se dejaron de escuchar.

El ruido de la noche se hizo cada vez más fuerte;  las chicharras eran ensordecedoras.

Llegué a una planada desconocida y me di cuenta que estaba perdido;  estaba enojado, principalmente por el cambio repentino de tarea;  no tenia miedo, quizá porque desconocía las dimensiones de estar sólo en la selva de noche; es más, de alguna manera me sentía protegido, llevaba fusil, machete, encendedor, cuchillo; plástico para hacer fuego y un tercio de leña, aunque un poco húmeda.

Además llevaba los planes de las comunicaciones estratégicas, lo que me garantizaba que en muy poco tiempo estarían buscándome.

Desaté la leña empezaba a sacar algunas astillas y me disponía a encender el fuego cuando oí a lo lejos:

-¡A pue ooohh!  ¡Chejoooo!.

Entonces grité: -Heeeeeeey, quien anda ahí !!    -Puta Chejo, donde estás, soy yo, Pezzarosi,  iluminá con tu encendedor  para ubicarte.

El sargento se acercó y me dijo que estaba bien lejos, que cómo había caminado tanto.  – ¡vámonos!

-Vos, le dije –por este tercio de leña me perdí, ahora nos lo llevamos.

-bueno, préstame tu machete, voy a buscar un bejuco para amararlo.

Lo amarró, se lo echó encima y me dijo que lo siguiera.

A la media hora de camino todavía me dijo:  -ya viste que estabas bien lejos.

Pero media hora más tarde llegamos a un trocopás;  entonces se dio cuenta que ya éramos dos los perdidos.

Tiró el tercio de leña;  -esperate aquí –me dijo. El trocopás se veía intensamente iluminado por la luna.

Se acercó, sudoroso, por la carga y la caminata y me volvió a decir, desmotivado, que estábamos perdidos.


Luego me preguntó: - vos, ¿en el campamento, a qué lado sale la luna?;  seguramente con la remota idea de que la luna nos sirviera de punto de referencia. Los guerrilleros aprendían a orientarse por el sol, por las estrellas, pero también por la luna, según la fase en que se encontrara; en selva cerrada había otras formas de ubicar el norte, como fijarse en la primera vuelta de un bejuco cuando se enrolla a un árbol; supuestamente el primer lomito siempre marca al norte.

Mmmmm –contesté-  cuando pongo mi hamaca veo que la luna está saliendo por mi lado izquierdo   -ah pero, algunas veces me acuesto por el otro lado, entonces me sale por el lado derecho. La verdad no era ninguna ayuda.  Bueno –dijo desconsolado.  Nos toca subir este gran cerro y romper el zarzal.   –Prestame mi machete   –yo no tengo tu machete, mano;  al contrario, te presté el mío, ¿lo traés?.

Pezzarosi estaba enojado. Al encontrarme dejó su machete a un lado, luego al amarrar de nuevo la leña y echársela en la espalda, dejó el otro machete.

Ya no me habló; yo iba atrás y el adelante, tratando de abrirse paso entre el zarzal, tal vez por los lugares menos intrincados.

Yo no encontraba como sacarle alguna palabra.   –Pesa,  ¡ya me acordé¡, ¡ya me acordé!, la luna sale por mi lado izquierdo, por donde está la línea del pelotón del teniente Méndez.

No contestó, sino hasta llegar al final del cerro, cuando volteó sonriente y me dijo ¡ya llegamos!  -ya me ubiqué,  ahorita todavía vamos a caminar una media hora más, nos vamos a encontrar con un tremendo árbol caído, luego vamos a entrar por donde está la línea de los combatientes del teniente Orellana.

Y así fue; llegamos al árbol, lo rodemos e ingresamos al campamento; alguien en la posta se dio cuenta que éramos nosotros -¿Qué putas muchá, dónde andaban?

Eran casi las 2 de la mañana.  Un fuerte aguacero se dejó sentir en pocos minutos.

Al día siguiente Pezzarosi regresó al lugar donde me encontró, ya con más sentido de orientación y luz de día; fue por los dos machetes y el tercio de leña.

En el puesto de mando los jefes decidieron nombrar al campamento: Rumbo a la Luna.

jueves, 24 de marzo de 2011

Fabio y Xikastek

En aquellos días en que los soldados andaban ávidos de sangre, a Fabio y Xikastek, dos viejos guerrilleros, se les encomendó ir a buscar maíz y un molino que estaba escondido en un buzón cercano a una de las milpas.   En la retaguardia se cultivaba maíz y frijol  en distintos lugares, para garantizar el abastecimiento de toda la fuerza ubicada en el área;  ellos estaban en un campamento de retaguardia, con mujeres y niños; la fuerza principal se había retirado.

Fabio era casi un anciano, de unos 65 años; originario del oriente del país; de barba blanca y lentitud en su andar, le gustaba contar sus vivencias, como cuando llegó a vivir el Petén, trasladado por los militares, que le habían ofrecido que la tierra donde se asentaría sería propia; también narraba de forma muy emotiva, cómo fue perseguido por una partida de jabalíes, que lo habrían matado, de no haberse subido a un árbol; o la ocasión en que un puma rodeó un pequeño campamento y tuvieron que pasar despiertos, avivando a cada rato el fuego, para no convertirse en la comida del felino.  Siempre había una sonrisa en su rostro.

Xikastek era diferente;  indígena Kiche’, de unos 56 años; pelo y bigote negros todavía; era más parco para hablar; no le gustaba contar todo lo que le había tocado vivir; parte de su familia había muerto en el pueblo, en una masacre del ejército.

A Fabio se le notaban más los años; su caminar enjuto lo delataba, pero los dos estaban acostumbrados a llevar bastante carga en sus espaldas, incluso utilizaban mecapal;  aún había mucha fibra en sus músculos.

Ese día, salieron de madrugada rumbo a la milpa; caminaron rápido, con las mochilas vacías; sólo llevaban sus fusiles, su cantimplora con agua y su machete bien afilado; llegaron al lugar cerca de las 7 de la mañana; unas semanas antes habían doblado la milpa; las mazorcas ya estaban secas.

Tapiscaron y desgranaron;  llenaron sus mochilas de maíz; cada uno llevaría unas 70 libras; el peso y el uso del mecapal doblaban sus espaldas y afectaban la visibilidad; confiaban en que eran conocedores del terreno.

Fue cuando se dirigían hacia el buzón donde debían sacar el molino, que escucharon los disparos.  Una unidad del ejército había detectado la milpa y se había emboscado en una de las salidas, con tan mala suerte para los viejos que era por donde ellos se dirigían.

Fabio iba a la vanguardia y Xikastek en la retaguardia;  sus reflejos respondieron de inmediato y se tendieron a tierra, devanándose rápidamente hacia los lados; respondieron al fuego durante unos cinco minutos, pero Fabio recibió un disparo en una pierna; en el muslo derecho; Xikastek se percató y empezó a arrastrarlo. La balacera era nutrida, pero los soldados no avanzaban.

Un guerrillero en el monte era como un gato; podía escurrirse entre los zarzales, pasar en medio del jimbal o esconderse durante horas, en un pantano.

Xikastek logró arrastrar a Fabio unos 50 metros y meterse bajo la hojarasca húmeda durante más de media hora, tiempo en el que los soldados rastrearon el lugar, pero no los encontraron. Posteriormente los viejos se desplazaron lentamente hacia una pequeña aguada, donde los alcanzó la noche.

Fabio había perdido bastante sangre y ardía en fiebre;  Xikastek le había aplicado un torniquete, que soltaba cada cierto tiempo para que tuviera circulación.  El camino de regreso estaba tomado por el ejército, de manera que, para volver al campamento debían rodear el lugar; en esa ruta eran al menos dos días de camino.

La herida comenzó a infectarse al día siguiente; como Xikastek era conocedor de las hierbas le hizo algunas curas y preparados.  Por su mente pasó dejarlo escondido e ir por ayuda, pero eso representaba tener que abandonarlo, no sólo bajo el riesgo de que fuera encontrado por los soldados, sino por los propios animales de la selva.

A como pudo se lo echó en la espalda y camino; descansaba cada cierto tiempo; fue necesario, en un momento, cruzar un bajo; una especie de zona pantanosa, con agua, lodo, bejucos de güiscoyol, serpientes y lagartos.  El agua casi le llegaba al cuello; Fabio inerte en su espalda. Las mochilas con el maíz habían quedado en el lugar de la emboscada; pero los fusiles, las municiones y los machetes, no podía abandonarlos; se sumaban al peso de Fabio.

En el campamento fueron llorados antes de tiempo.  Debían haber regresado el mismo día, aproximadamente a las 3 de la tarde; pero Xikastek y su herido, aparecieron dos días después.


Fabio recibió atención inmediata; a pesar de la infección, no perdió la pierna.  Siempre contaba aquella historia, con lujo de detalles; Xikastek escuchaba y sonreía; -No seas mentiroso Fabio, no fue así, vos ibas desmayado-, le decía.

El campamento recibió el nombre de Xikastek, vocablo Kiche’ que significa: Despertar.

lunes, 21 de marzo de 2011

La cucharita perdida

Conocí a Rocío en Nicaragua, en el 85; era una revolucionaria chilena, radical; estudiosa del Capital, de Marx y Engels, de Lenin; de los manuales del Ché; había leído y releído el Diario del Ché en Bolivia, las hazañas de la joven guardia rusa y los heroicos episodios vietnamitas.

Rocío era pequeña de estatura; de rasgos finos; delgada, blanca, de cabello castaño claro; siempre lo usaba corto.  Era muy disciplinada para ejercitarse todas las mañanas, principalmente cuando se preparaba para ingresar al Petén.  Corría durante unos 20 minutos; luego hacía estiramiento, despechadas y abdominales;  Su voz era chillona y su acento chileno, inconfundible.

En la guerrilla habían implementos “de cajón”, que no podían faltar en la mochila, como la cuchara, principalmente si era pequeña podía ser guardada en la cartuchera o en alguna de las bolsas de la camisa;   Rocío llevaba una, muy bonita, pero se la robaron en la primera semana de su estancia en las selvas de Petén.

Lloró amargamente;  aquella estudiosa del marxismo leninismo, seguidora del Ché “a pié juntillas”, no podía creer que hubiera guerrilleros que robaran;  aquella soñadora, revolucionaria romántica no podía concebir que en uno de las organizaciones guerrilleras más antiguas de Latinoamérica se registraran actos como éste.

El comandante Rigo, jefe del Estado Mayor, ordenó que todos los combatientes se concentraran en la pista, junto al puesto de mando, mientras personal de su confianza realizaba un registro minucioso de las mochilas; pero nada; la cucharita no apareció por ninguna parte.

Rocío recibió una cuchara nueva, tal vez más grande y de menor calidad, para que no se la volvieran a robar;   pero eso le sirvió para entender que aún faltaba mucho, mucho, para convertirnos en esos seres nuevos, con los que soñó el Ché.

Rocío se convirtió en comisaria política y no había noche que no hiciera reunión de crítica y autocrítica.

En ese tiempo había un compañero “Canecho”, que casi siempre estaba sancionado; incluso desarmado, sin equipo, haciendo “postas imaginarias”, una semana de cocina, o dando alguna charla política.

Canecho era un campesino de Petén; medía aproximadamente  un metro 78; de complexión delgada; espalda ancha y piernas fuertes.  Era un combatiente como pocos; tenía conocimientos diversos en el uso del armamento militar, podía preparar una mina, colocarla y detonarla; sabía manejar a la perfección el lanzacohetes RPG-7, o abrirse paso con la “Chapulina”, la ametralladora M-60; igual podía estar en la contención, como en la línea de fuego, donde contagiaba a los demás con su espíritu guerrero.

¿Pero como un combatiente como éste podía pasar días sancionado?.  Tenía un gran defecto.  Canecho robaba.  Era capaz de comerse el azúcar, la leche o el mosh (avena) de los demás.  Estos habían sido delitos en los inicios de la guerrilla, incluso sancionados con el fusilamiento.  El comandante Pablo contaba cómo había sido rescatado por Turcios Lima, cuando en una ocasión quisieron aplicarle la pena máxima por haber rascado un poco de azúcar de un costal vacío.

La comida del guerrillero se componía, generalmente, por tres tamales de masa de maíz, simples, pero se priorizaba al combatiente con otros alimentos, pues casi siempre llevaba en su mochila una dotación de azúcar, mosh y de ser posible una bolsa de leche, en especial cuando andaban en operaciones.


Un día le pregunté al comandante Rigo ¿Por qué se soportaba en las filas revolucionarias a personas como Canecho? Tal vez me faltó tacto pues mi valoración se circunscribía al daño colectivo que implicaba el robo de valiosos alimentos.

Mire, -me dijo-  eso que nadie sea imprescindible en la guerrilla, es mentira.  Nosotros podemos tener diez o veinte guerrilleros más, en menos de un mes, pero combatientes como Canecho son pocos;  Acuérdese que hay desviaciones de clase, deformaciones y hasta actitudes “lumpenescas”, tanto de compañeros y compañeras de extracción pequeño burguesa, como de proletarios. Por eso es tan necesario el constante trabajo político ideológico, para ir puliendo a nuestra gente, para convertirlos en revolucionarios íntegros.

_ Claro, somos militares y hay que aplicar sanciones.  El peor castigo para Canecho es dejarlo sin su equipo; un combatiente como él, de condición guerrera, casi por naturaleza, se siente totalmente vulnerable desarmado– agregó Rigo.

Hubo en las FAR, pocos combatientes que como Canecho, hicieran cosas buenas por un lado y cosas malas por el otro;  fueron más los buenos guerreros, los que luchaban constantemente por corregir sus desviaciones de clase, pero también hubo traidores, aquellos que flaquearon en el momento menos indicado.

Nunca apareció la cucharita de Rocío;  Quizá la habría tomado Canecho, o tal vez alguien más;  el hombre nuevo y la mujer nueva no serían máquinas perfectas jamás; es más, nunca dejarían de ser humanos; aún faltaba mucho por mejorar.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Rodriga

Rodriga en Petén
Tal vez era un nombre raro para una mujer, pero en la guerrilla era posible; había tantos seudónimos iguales, que era común buscar nombres diferentes.  Pero Rodriga trascendería en la guerrilla, no sólo por el nombre, sino por sus acciones. Se incorporó como combatiente a los 13 años.  Pocos meses antes se la había “robado” un muchacho, con tan mala suerte que al poco tiempo el ejército realizó varias masacres en las aldeas Josefinos, Las Dos Erres y otras.   Ella logró huir junto a otras mujeres, pero los hombres fueron capturados y asesinados en las cercanías del pueblo.

Anduvo algún tiempo con la población, pero luego pidió su ingreso a la guerrilla; durante las primeras noches, como combatiente, la oían rezar en su hamaca.  Le asignaron una carabina M-1. Participó en acciones menores, tomas de aldeas, mitines, pequeñas refriegas contra unidades del ejército o dirigidas a conocidos jefes de patrullas de autodefensa civil o comisionados militares.

Se preparó entonces una emboscada de hostigamiento, en una carretera que comunica a los municipios de La Libertad con El Naranjo; se designó a quienes estarían en la contención y a los que deberían colocarse en el centro de la emboscada;  también se ubicó un punto de encuentro, para encontrarse todos luego del combate y retirarse unidos.

Hubo al menos tres bajas del ejército, pero también la guerrilla reportó un muerto y dos heridos.  Además, en la retirada se perdió Rodriga.  La selva es igual por todas partes y en huída, bajo el fuego enemigo era fácil que alguien se extraviara; por eso había un punto de emergencia. Sin embargo, la joven guerrillera quedó del otro lado de la carretera y se desubicó. No encontró a nadie y ante el miedo de ser capturada por el ejército; caminó y camino, en sentido opuesto.

Al poco tiempo se dio cuenta que estaba perdida; descansó, se abasteció de agua en una poza y siguió su marcha; la recomendación, en estos casos, era detenerse y esperar, pero ella sabía que el ejército podía encontrar sus huellas y seguirla. La selva cada vez era más oscura y cayó la noche, con todos sus sonidos y rugidos; saraguates, pumas jaguares, jabalíes, aves.   Rodriga se escondió en la gamba de un inmenso árbol, con el terror de ser víctima de cualquier fiera salvaje y lloró desconsolada. Hubo un momento en el que colocó la vieja M-1 bajo su quijada y pensó en disparar; pero era más grande el amor a la vida.

La primera noche casi no durmió.  Continúo caminando al día siguiente. Pasó por un viejo guatal y encontró varias mazorcas de maíz; alguna tranquilidad le sobrevino; al menos tenía comida, eran seis mazorcas y no sabía cuánto tiempo más estaría extraviada, por lo que se propuso comer tres “ringleritas” (líneas)  de maíz, por tiempo de comida. Las noches siguientes durmió un poco más.  El terror a ser devorada se mantenía, pero el cansancio y el hambre la hacían desfallecer.  

Una mañana escuchó el sonido lejano de un vehículo, entonces supo que estaba cerca de una carretera; caminó en esa dirección y efectivamente, era una vía principal, de unos 20 metros de ancho. Vio que venía un camión civil y no pensó mucho en lo que haría; era eso o nada.

Se puso de pie en medio de la carretera; con una mano detenía su arma y con la otra hacía el alto al camión.  El piloto y su ayudante detuvieron la marcha.   Rodriga empezó a dar voces de mando a una tropa inexistente, de manera que los hombres no se dieran cuenta que estaba sola:  “¡patrulla 1, tome posiciones!”, “¡patrulla 2, manténganse en alerta!”.

Luego les dio un mensaje político; les dijo por qué peleábamos; les habló de la pobreza en Guatemala y de las masacres del ejército; les dijo que nuestro objetivo era la toma del poder y que todos los guatemaltecos y guatemaltecas deberían aportar, para construir un mejor país.

Fue entonces que les preguntó si ellos sabían donde se había registrado una emboscada contra los soldados unos 18 días antes.  Los camioneros le dijeron que era ahí, en esa carretera, unos 500 metros atrás. Le contaron que el ejército había tenido bajas. Su corazón palpitó con mucha más fuerza. Estaba cerca.  Preguntó si tenían algo de comer, pero no llevaban nada.  Los despidió y les advirtió que no fueran a informar al ejército, porque ellos correrían peligro “pues sabía que usaban seguido esa ruta”.

Caminó hacia el lugar de la emboscada y efectivamente era ahí.  Cruzó la carretera y se dirigió hacia el punto de encuentro, donde los compañeros habían dejado en un pedazo de madera, un mensaje que decía: “te esperamos en el Venceremos”.


Sus ojos nuevamente se llenaron de lágrimas, pero esta vez de felicidad; aún tardaría en llegar casi el resto del día, pero ya estaba ubicada. Al llegar al campamento le marcaron alto en la avanzadilla:  “¡seña!”;  Soy yo, ¡Rodriga!, gritó enojada; pero por dentro estaba feliz; la vida había vuelto a ella.


Rodriga sobrevivió a la guerra; ahora es licenciada en Trabajo Social y estudia una maestría.

lunes, 14 de marzo de 2011

El compa Chicuco

La operación del ejército en la retaguardia de las FAR, en Petén, había comenzado con un fracaso; la mina en El Túnel ocasionó al menos cinco bajas, además de que las tropas kaibiles fueron descubiertas y engañadas; habían perdido la iniciativa, la sorpresa, que era al final lo que más les dolía.  En la guerra el que pega primero pega dos veces; es una condición que se valora entre militares y ellos lo sabían.

La fuerza guerrillera se replegó, pero en la zona había campamentos aislados, de logística, de población en resistencia, incluso indígenas choles, de México, que habían hecho su vida de lado guatemalteco y que colaboraban con la guerrilla.  En una ocasión pasamos por las afueras una de estas pequeñas aldeas choles y uno de los compañeros, que los conocía, entró y les contó que estábamos cera;  en menos de media hora se acercaron con varios “rimeros” de tortillas y agua de masa.  Supe también que meses después fueron masacrados.

La cólera del ejército era evidente.   El campamento “El Limón”, donde permanecía una unidad guerrillera, fue descubierto. Hubo un enfrentamiento y luego de media hora de combate, Manolo, Benjamín, el sargento Elías y la compañera Esther, lograron retirarse; no fue posible sacar al compa Chicuco.

Chicuco era un mono araña que en una ocasión habían encontrado herido;  al parecer su mamá había sido devorada por un felino;  fue llevado al campamento, donde lo alimentaron y curaron.  A los pocos días andaba de rama en rama; no se alejaba y siempre estaba puntual, a la hora de la comida.  Fue “reclutado” por los compañeros, lo hicieron “compa” oficialmente, cuando a alguno de ellos se le ocurrió “la genial idea” de costurarle su propio uniforme verde olivo.

Era común en la guerrilla tener alguna mascota; fue el caso de Chicuco, del tigrillo del teniente Tadeo o del tucán, que siempre andaba, brinco y brinco, detrás del compañero Rony, el cazador.


Chicuco fue a partir de entonces un guerrillero más y murió como tal.

Cuando el ejército ingresó al campamento e inició aquella nutrida balacera, Chicuco sólo atinó a subirse a lo alto de un árbol.  Los compañeros lograron retirarse, sin muertos ni heridos;  a los pocos días regresaron al campamento,  donde encontraron destrucción por doquier.  Entre la maleza, el cuerpecito despedazado de Chicuco.  El uniforme lo delató como guerrillero y fue salvajemente macheteado.  Hubo lágrimas, cólera e impotencia.

A los pocos días los compañeros de esta unidad se integraron a la fuerza principal; como era costumbre, el grupo formaba al centro del campamento y rendía parte al jefe superior:  “compañero comandante, el pasado 14 de agosto, a las 16 horas, un comando del ejército ingresó al campamento El Limón, entablándose un combate de aproximadamente media hora. Nos retiramos sin problemas, pero lamentamos la caída del Compa Chicuco”.

“Descansen e intégrense al pelotón del Teniente Méndez”.

El rumor corrió:  “dicen que cayó el Compa Chicuco ¿lo conocías?”.

Pronto se confirmó que Chicuco era un mono, que el sargento Elías y su gente jamás olvidarían.

jueves, 10 de marzo de 2011

De retaguardia a zona base

El conflicto interno recién se había solucionado;  el plan militar era concentrar a la mayor parte de las fuerzas guerrilleras en la retaguardia y conformar un mando estratégico, integrado por un jefe principal, un jefe de operaciones, un jefe de logística, uno de comunicaciones y uno de inteligencia.

Pero alguna información se filtró. El ejército empezó a movilizar de forma acelerada a tropas de combate.  Entre labores de inteligencia por un lado y contrainteligencia por el otro, nos enteramos que un pelotón de soldados se dirigía a El Túnel. Ni más ni menos. Habíamos captado un mensaje, en el que un oficial informaba a sus superiores que se dirigía con su tropa a la coordenada exacta donde nos encontrábamos.

El ejército poseía equipos de radiogoniometría;  eran aparatos que localizaban las señales de radiofrecuencia; su función era triangular una señal de radio y ubicar su posición casi de manera exacta.

Una de las columnas guerrilleras había llegado tres días antes;  Aquel día por la mañana, entró el teniente Tadeo, junto a dos miembros de su seguridad personal; ya lo esperaban; luego de los saludos correspondientes,  los tres bajaron sus “costalías”, una especie de mochila elaborada con costales de nylon. Del cuello de Tadeo descendió un tigrillo, que de inmediato se echó a sus pies. 

Víctor preguntó por los demás y Tadeo sonrió. Se habían quedado cerca todo el tiempo; al grito de: “compañeros, avancen!!”, aparecieron despacio, por todos lados.

El teniente Méndez y su gente habían entrado por el “Nadie se escapa”;  solo faltaba el teniente Orellana; un oficial que casi siempre sonreía; de tez morena y un aparente sobrepeso; su condición física era excelente; de movimientos felinos.  Orellana era conocido como “el hijo de la guerrilla”; tendría para entonces unos 26 años; se unió a la guerrilla a muy corta edad.  Era de los que el comandante Nicolás consideraba “temerarios”.  Le gustaba el combate; era como que lo llevara en la sangre y en esa actitud bélica caía en ocasiones en acciones anárquicas.

No podíamos esperar más tiempo; la orden era retirarse de inmediato;  Como El Túnel era un campamento de retaguardia, donde era muy remoto que llegara el ejército, habían sido construidas mesas de trabajo, llamadas “tapescos” y camas, elaboradas con horcones, ramas y hojas de Guano; los caminos hacia el agua, hacia el área de cocina y de baño eran muy evidentes de tanto usarlos.

Como sabíamos que el ejército tenía las coordenadas exactas del campamento se preparó una estratagema militar: debíamos aparentar que el lugar había sido abandonado de forma intempestiva;  dejar tirados galones viejos, algunos cuadernos y objetos de poca importancia.

En una de las camas  fue colocada una mina de alto poder, al igual que en otros dos puntos.

Dos compañeros fueron a esperar a Orellana al camino, en la parte alta del cerro, para evitar que entrara al campamento, que ya estaba minado, pero solo aparecieron los combatientes; uno de los jefes de escuadra informó que el teniente y su seguridad habían entrado “a rumbo”, para caer directamente al campamento.

Recuerdo perfectamente como palideció Genaro, el jefe explosivista y regresó corriendo a El Túnel.  Encontró a Orellana, que sonreía, sentado en la cama junto a sus compañeros de seguridad.  La mina no explotó porque la batería estaba descargada.

Orellana se unió al resto de la tropa;  Genaro cambió la batería de la mina y esperamos; eso fue aproximadamente al medio día.

Unas dos horas más tarde, mientras comíamos, explotó la mina.  Un bumm!!! largo y fuerte alteró la paz en la inmensidad de la selva;  Orellana, con un pedazo de tamal en la boca y una sonrisa casi al borde de la carcajada dijo:  ¡jueputa… ahí hubiera muerto yo muchá!

Casi una hora después empezaron a sobrevolar dos helicópteros; días después, cuando pasamos nuevamente por El Túnel, vimos como los soldados se vieron obligados a improvisar un helipuerto, para sacar a sus heridos.

Aunque la fuerza guerrillera estaba casi completa, la orden era no buscar la confrontación directa, de no ser necesario.  En el “Nadie se escapa” había enfermos, heridos; niños, compañeras embarazadas y adultos mayores.  En lugares estratégicos se cultivaba maíz, para el abastecimiento de la guerrilla y el propio.


La retaguardia se convertiría a partir de entonces en Zona Base.

Empezó una etapa de largas caminatas y ascensos a los cerros más altos de Petén, en el llamado “pico del mapa”, donde se impone la Sierra Lacandona;  nos instalábamos en campamento por unos tres o cinco días máximo, según las condiciones de seguridad.

Recuerdo uno de esos días, luego de largas caminatas; mis músculos ya no daban; llovía y mis lentes se empañaban, mi visión era casi nula; para colmo íbamos en ascenso; llevaba en la mochila mi equipo de dormir: hamaca, mosquitero, carpa y una colcha; un uniforme limpio; cuadernos, lapiceros, planes de comunicación; un radio transmisor de unas diez libras de peso y una antena dipolo.

A mitad del cerro, en un recodo; el comandante Ruiz hizo una seña para que paráramos sin hacer ruido; se puso en posición de tiro con un rifle 22 y disparó. Un venado de pecho blanco saltó con la detonación y cayó a unos 5 metros.  Ruiz sonrió.

Continuamos la subida; el agua se nos había agotado; sentía desfallecer, una compañera que venía atrás de mí, molesta por mi lentitud, insistía en que apurara el paso; estábamos casi en la cima, pero también en la parte más escabrosa; traté de sacar fuerzas de flaqueza y me lancé a concluir el último tramo;  un machete que llevaba en la mano topó con alguna piedra y mi palma se deslizó sobre el filo.  Sangrando llegué a la cima, donde lloré de impotencia.

Ruiz se acercó a mí; era el jefe de operaciones de la comandancia; tenía una larga trayectoria guerrillera, especialmente en la región central. Había sobrevivido a muchos enfrentamientos.

Me tomó del hombro; me habló de la lucha, de la importancia de que todas y todos contribuyéramos a alcanzar el objetivo final; de lo valioso que era mi aporte. Me dijo que descansara, que ahí acamparíamos y me invitó a comer carne de venado.

martes, 8 de marzo de 2011

La Capitana María

María y Pablo, en Petén.
Dedico esta entrada a todas las revolucionarias guatemaltecas; a las que cayeron, soñando con una nueva Guatemala; a las que sobrevivieron y aún tiene la osadía de creer que ese gran sueño puede ser posible y a todas las guatemaltecas que desde sus espacios construyen, granito a granito, un país diferente.



“ _  Estrella fugaz , estrella fugaz  ¿me copias?”

“ _  Estrella fugaz , estrella fugaz  ¿me copias?”

Era la voz de la Capitana María, que insistía con premura en la comunicación, desde algún lugar inhóspito de la selva de Petén.


“ _  Estrella fugaz , estrella fugaz  ¿me copias?”

“ _  Estrella fugaz , estrella fugaz  ¿me copias?”


“  Cóndor,  Cóndor, Cóndor, Cóndor……  te copio, te copio, ¿tienes algo? “.

Una sonrisa llenó el rostro de María; sus grandes dientes blancos iluminaron su cara y devolvieron la vitalidad que siempre había en ella.

Había escuchado la voz de Niurka, la radista del Comandante Pablo, que se encontraba en uno de los frentes, coordinando una emboscada…..


Dos periodistas mexicanos que ingresaron al Petén, escribieron en un diario de ese país algo muy parecido a lo anterior.


María era para esas fechas una de las principales jefas político-militares de las FAR; delgada, de tez morena y pelo crespo;  podía ser tan dulce como dura, incluso radical;  era de familia acomodada; sus padres poseían algunas tierras en el suroriente del país;  había estudiado en los mejores colegios de Guatemala e incluso en Europa;  hablaba inglés y francés, según recuerdo.

No conozco exactamente sobre su incorporación,  pero hubo algo en la juventud de su época, que marcó sus vidas y sus decisiones;  su hermano mayor, Rolando, murió en la capital de Guatemala, tras ser perseguido por el ejército;  su otro hermano, Raúl, también había caído en Petén;  uno de los frentes llevó su nombre.

Conocí a María en Nicaragua,  en 1982, a mis 18 años, cuando apenas me incorporaba.   Los sandinistas habían pedido gente a las organizaciones guatemaltecas, para que apoyaran a abrir trincheras en municipios cercanos a Managua, ante la inminente intervención norteamericana.

Unos ocho días después hubo una confusión, en el lugar donde nos encontrábamos;  uno de los militares sandinistas dijo que ya podíamos regresar a nuestras casas;  pero después otros informaron que un grupo de guatemaltecos “había desertado”.   María enfureció.  Se reunió conmigo y me dijo que iban a investigar; que si yo era uno de los que se habían retirado sin permiso me mandaba de vuelta a Guatemala, pero que si no era así ella misma se encargaría de mi preparación.

Y cumplió su palabra;  siempre estuvo cerca de mí, protectora, velando que mi preparación fuera la mejor; que me especializara.

Sucedió en una ocasión,  cuando aún estaba en Managua, que un compañero que pasaba por una condición depresiva sumamente grave, decidió quitarse la vida.   Esto me impactó sobremanera;  podía entender que un compañero o compañera fuera capturado por el enemigo, desaparecido, torturado y asesinado;  o que en el fragor del combate se dieran bajas.  Era una guerra.   Pero que alguien decidiera cortarse la existencia no cabía en mi cabeza.   María habló conmigo;  con mucha calidez trató de hacerme comprender que eran cosas que podían pasar;  no se me olvida cuando dijo “los revolucionarios y revolucionarias tenemos un corazón muy tierno, noble; por eso estamos aquí,  pero debemos aprender a protegerlo con una coraza”; “Aún le falta mucho por ver”, agregó.

Unos meses antes de mi viaje a México, previo a ingresar a Petén, tuvimos una pequeña celebración en una casa y me pidió bailar con ella;  era incansable y al cabo de un rato le pedí “un cinco”;   en la guerrilla, un cinco o un diez, eran cinco o diez minutos de descanso, luego de una hora de marcha.   Ella me dijo, un poco seria, “usted todavía no tiene derecho a pedir ningún cinco”.   Claro, tenía razón.  Todavía no conocía la montaña.

Siempre estuve muy cerca de la Capitana y ella siempre influyó en mí.   En los años previos a la firma de la paz le sobrevino una enfermedad degenerativa del sistema nervioso que le provocó la muerte.   Había pedido que sus restos fueran incinerados y depositados alrededor de una Ceiba, en una finca de combatientes desmovilizados, en Petén.


La capitana María fue una revolucionaria de vanguardia, al igual que muchas otras compañeras, que regaron su sangre en distintos rincones de nuestra Guatemala.

jueves, 3 de marzo de 2011

Arturo

El teniente Arturo, el “de noble corazón y gran cabeza”.

Era muy joven para ser teniente; a lo sumo tenía 20 años; delgado, de un metro setenta y dos; tez blanca, más bien pálida por la falta de sol bajo la selva y cabello crespo. Junto a otros jóvenes guerrilleros de esa época había ascendido rápidamente.  En las FAR los grados se obtenían por méritos propios, cualidades, calidades y tiempo.  La línea de ascensos era así: combatiente, Sargento, Sargento Primero, Subteniente, Teniente, Primer Teniente, Capitán y Comandante.

 Arturo fue de los pocos que de combatiente recibió el grado de sargento y luego el de teniente. Había demostrado ser líder como jefe de unidad y aguerrido en el combate.  Unos meses antes había participado en una emboscada al ejército, dirigida personalmente por Pablo Monsanto.  Fue planificada con varios meses de anticipación, analizaron cuidadosamente los movimientos de los soldados y la forma en que se conducían por lo los caminos y los llamados “Trocopás” (anglicismo originado del inglés Truck pass, paso de camiones).

En esa ocasión fueron recuperados 22 fusiles;  dos combatientes resultaron heridos; generalmente las bajas ocurrían por indisciplinas. Se les ordenaba permanecer en su posición y hasta que el jefe inmediato les diera la voz de asalto podían lanzarse a la recuperación.  Algunos, que veían a los soldados caídos casi a sus pies y con la adrenalina al cien por ciento, no esperaban la vos de mando y se metían, sin percatarse que no muy lejos aún podía permanecer otro, agazapado entre el monte, parapetado detrás de un árbol o entre los hierros retorcidos del “cuzuco” (vehículo blindado de ruedas).

El comandante Nicolás decía: “en la guerrilla hay dos clases de combatientes peligrosos para la seguridad de los demás y la propia, los temerarios y los temerosos”, porque también solía suceder que en el primer combate los nuevos guerrilleros se petrificaran de terror, con el riesgo de quedarse en el lugar y ser capturados o aniquilados; había que gritarles fuertemente para que reaccionaran.

En el recuento de los daños se valoraba si la operación había sido un éxito o no; siempre dolía la muerte de cualquier compañero o compañera. En aquella ocasión, a pesar de los heridos, la acción había sido exitosa.

Arturo recibió la orden de trasladarse a la zona baja de Petén, en Sayaxché, en las cercanías de los ríos La Pasión y Salinas, al mando de un pelotón. En la aldea Las Pozas había sido instalado un importante destacamento del ejército. Cada pelotón estaba integrado por cuatro escuadras de 7 o nueve combatientes, más el jefe.  Arturo llevaba bajo su mando a Manuelito y Martín, dos destacados oficiales.

Unas semanas después Arturo y su pelotón cruzaron en cayucos el Río La Pasión; a menos de 500 metros eran observados por un grupo de kaibiles, desde una comunidad cercana; el oficial esperó que todos cruzaran y planificó el ataque.

Arturo y su gente no se habían dado cuenta que estaban entrando a una bolsa; a una pequeña península, hasta que el oficial kaibil inició el fuego, cubriendo la única salida a tierra firme.

Algunas compañeras lloraron al comprobar que tenían agua por todos lados, pero nuevamente Arturo mostró su carácter y voz de mando y ordenó el enfrentamiento directo.  Fue valioso el aporte de Manuelito, encargado de la ametralladora M-60 “la chapulina”, con la que avanzaba de pie, a fuego nutrido, desde uno de los flancos;  Arturo al centro y Martin al otro extremo.

Por aquellos tiempos se decía entre los soldados que un guerrillero valía por veinte de ellos;  era como una leyenda que se extendía a raíz de hechos reales.

Arturo logró salir de “la bolsa” sin ninguna baja;   tiempo después se supo que en el lugar habían muerto al menos cinco soldados.

El ejército inició la persecución, pero entre la profundidad de la selva era casi imposible encontrarlos.

Dos o tres días después, en uno de los descansos, se escuchó  una ráfaga a lo lejos;  un grupo de soldados pasó por el lugar e hicieron disparos dispersos.

Arturo estaba de pie y cayó.  Todos corrieron a su lado.   Una bala, que había perdido fuerza luego de golpear decenas de ramas y hojas en la selva había penetrado su frente;   llevaba suficiente fuerza para causarle la muerte. El plomo se podía ver; un hilo se sangre oscura corría sobre su cara.

Arturo murió y fue enterrado en esa zona, donde luego fue fundado el Frente Guerrillero que llevó su nombre: “Mardoqueo Guardado”.

En honor a él escribí estos versos:


Nuestros nombres verdaderos.
                                               (dedicado al tte. Arturo)

Yo comparto contigo los momentos gratos,
Las charlas políticas, las recuperaciones.
Y comparto contigo los tragos amargos,
Los días sin agua, la hamaca mojada, las caminatas largas.

Nos sentimos hermanos y nos identificamos
Con nombres supuestos, con nombres de lucha.

Mas, un día, una bala con tu nombre o mi nombre verdaderos
Podrá tocar nuestras frentes o nuestros corazones
Y no podremos compartir la alegría del triunfo.

Pero, estés seguro, los compañeros compartirán
Nuestros nombres verdaderos.

martes, 1 de marzo de 2011

“Del agua mansa líbrame Dios...”, Un problema interno a superar

Nota: Pensé 10 veces en publicar esta parte de mi historia y finalmente me decidí; historia al fin, ya está escrita y puede aportar al analisis de aquel momento; a mostrar al guerrillero hombre, mujer, con errores, aspiraciones y hasta ambiciones, pero que finalmente era parte de una colectividad que luchaba por una Guatemala diferente.  Algunos seudónimos fueron modificados intencionalmente.


Ingresé al Petén en condiciones adversas; no sólo porque mi condición física y mi vista no eran las mejores, sino porque unos meses antes se había generado un conflicto interno de regulares proporciones, que si bien estaba en vías de solucionarse, un grupo inconforme permanecía en la Retaguardia, a donde yo me dirigía.

Las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) en Petén estaban integradas por el Regional Norte “Capitán Androcles Hernández”  y tres frentes: “Feliciano Argueta Rojo”, “Raúl Orantes”, “Lucio Ramírez” y "Mardoqueo Guardado", ubicados en puntos estratégicos del departamento; más tarde se abriría otro, el "Panzós Heróico", que incursionaría en las zonas altas de Alta Verapaz.

El jefe del Regional Norte, el capitán Reyes, formaba parte de la Comandancia de las FAR, donde era común que se tomaran las decisiones militares; éste era uno de los niveles de conducción; también habían otros espacios donde se analizaba la situación social, política y militar y se tomaban importantes decisiones: El Pleno, integrado por la comandancia y los principales cuadros políticos de la organización y el Pleno Ampliado, al que se agregaban cuadros medios.   Se convocaban cada uno o dos años.

Reyes criticaba un excesivo verticalismo en la conducción de la guerra; señalaba que la débil democracia interna impedía el avance en los objetivos estratégicos y el desarrollo de otros cuadros; y aunque su planteamiento en líneas generales no era descabellado, lo desvirtuó con la forma de abordarlo: trató de convencer a algunos jefes militares, al médico,  al jefe de la retaguardia y algunos oficiales de menor rango, que no entendían bien el problema, pero que lo siguieron inicialmente.  Convirtió su propuesta en una conspiración que además estuvo saturada de mentiras y verdades a medias.

El comandante Pablo Monsanto se caracterizaba por su liderazgo nato, su nivel de apertura, por saber escuchar a sus subalternos;  no tomaba decisiones radicales, sino hasta que no hubiera más opción, y si bien existían los distintos niveles de discusión democrática, habían otras orientaciones y medidas que venían de arriba; la democracia funcionaba de forma vertical para garantizar el éxito de los planes.  El “horizontalismo” era considerado un atentado a la seguridad.

El subteniente Moreno, uno de mis jefes inmediatos en el área de comunicaciones, era parte de los conspiradores; estaba afuera y pidió verme antes que entrara; me dijo que debía llevarle al teniente Víctor unos cigarrillos;  en una de las cajetillas había colocado un mensaje oculto donde decía que yo era un enviado de Monsanto; que por nada del mundo me llevará al centro de comunicaciones, que me aislara y me dejara en la unidad del sargento Rubelio, de logística, para que me dedicara a cargar maíz y vituallas, hasta la desesperación.

Ubiqué la cajetilla, con una marca extraña, la abrí y encontré el mensaje;  mi plan inmediato era contactar con la patrulla del Teniente, Rony, jefe de la seguridad del comandante Monsanto, y entregarle el escrito, pero no fue posible; a él también le habían impuesto restricciones.

Al llegar al campamento de Rubelio me encontré con el sargento Carlos, jefe de la Retaguardia y el Teniente Sebastián, médico de la guerrilla;  ambos vinculados al complot.  Me recibieron con mucha amabilidad, pedían que les contara como estaban las cosas afuera; era más bien un interrogatorio;  trataban de encontrar en mis palabras algo que me delatara; en su ingenuidad creían que yo era “el gran espía”.

Esperaron que me durmiera y registraron hasta el último rincón de mi mochila, pero no encontraron nada más que los cigarros que llevaba para Víctor, donde cuidadosamente había vuelto a colocar el mensaje oculto.

Supuse que no entregar la cajetilla marcada podría ser contraproducente para mí, por lo que sólo memoricé el mensaje.

Víctor, que en jerarquía era superior a Moreno, era el jefe de comunicaciones en Petén; tenía una forma de pensar diferente; de origen campesino y condición revolucionaria innata; era hijo de uno de los impulsores de la guerrilla en el sur del país.

“Coshnoy”, como le decían a Víctor, regaló los cigarros; a mí me dio dos cajetillas, una de ellas era la marcada;  además, nunca cumplió las recomendaciones de Moreno y ese mismo día me trasladó al campamento de comunicaciones “El Túnel”, de donde saldríamos, a poco menos de un mes, ante la presencia del ejército.

A unos diez minutos estaba el campamento principal de la Retaguarda el “Nadie se escapa”; los nombres se ponían por alguna característica que tuvieran o por alguna situación o anécdota que recordara. Del “Nadie se escapa” habían tratado de desertar dos o tres compañeros, que habían sido capturados casi de forma inmediata, en sus cercanías.  Cualquier compañero o compañera que desertara se convertía en un riesgo de seguridad; cuando eran capturados recibían una sanción; pasaban un tiempo desarmados, eran trasladados a otro frente o afuera del país.  Lo primero que se hacía era conversar con ellos, conocer cuáles eran sus inconformidades, sus motivaciones, sus problemas o temores;  generalmente el Comisario Político era el encargado de ese proceso.  En muchas ocasiones los compañeros superaban el problema e incluso se convertían en valiosos combatientes,  pero también había algunos que reincidían y lograban irse. 

Víctor me enseñó a colocar la antena del radio transmisor; había que tener fuerza y puntería para lanzar una cuerda que debía cruzar el horcón de un árbol alto, para levantar el cable principal y luego jalar los brazos hacia los extremos; era una hazaña lograrlo en la selva, tupida y con espinas por doquier.

En poco tiempo tuve los planes de comunicación en mi poder; supe que los tres frentes se concentrarían en la Retaguardia donde se integraría la “Fuerza Principal”, pero también el ejército había detectado movimientos anormales y esperaba dar un gran golpe.