lunes, 26 de septiembre de 2011

Pezzarosi, más que un compañero, un hermano

XIII

Con Pezzarosi compartimos en Petén, en las escuelas de telegrafistas y radistas, pasamos hambre cuando no habían suficientes alimentos y comimos bien, cuando los hubo;  coincidimos en México, en casas de seguridad del distrito federal y en Tabasco, donde en algunas oportunidades nos relajamos, con una o dos cervezas y algunos chicharrones con tortillas bien calientes.  Las comunicaciones estratégicas y los equipos de radio rastreo nos fueron uniendo cada vez más.

Nos tocó entrar juntos al Frente Sur, a principios del 93 y enfrentarnos a la vida y la muerte, las victorias y las derrotas; el dolor por el compañero y la compañera caídos. Lo llegué a considerar más que un camarada, un hermano.

Lejana quedaba ya nuestra aventura en el Petén, cuando me perdí buscando leña y al ir a buscarme terminamos perdidos los dos por varias horas, dese las 6 de la tarde hasta cerca de las 2 de la mañana cuando regresamos al campamento, que desde entonces llevaría el nombre de “rumbo a la luna”. 

No sería la única vez que me rescatara o más aún, que me salvara la vida.

Cuando entramos al sur la adaptación de él a ese tipo de montaña, fue mucho más rápida que la mía; aunque yo ya tenía otro nivel de experiencia y sabía a lo que me enfrentaba, siempre me costaba. 

Durante la jefatura de Leandro nos quedamos en distintos momentos con personal reducido: las comunicaciones a su cargo, el radio rastreo bajo mi dirección, pero éramos jefes y subordinados;  una compañera de servicios médicos y dos o tres combatientes.

Un día de esos acampamos junto a un arroyo;  almorzábamos y platicábamos. Yo estaba sentado en una piedra, cerca del agua, cuando una enorme serpiente Cantil se dirigió a mí por uno de los flancos, quizá atraída por el calor.  Pezzarosi saltó de inmediato y con la ayuda del machete y una vara, la mató.  La pobre culebra terminó en nuestra olla, destinada a complementar nuestros escasos alimentos.

Una noche, en ese mismo lugar nos sorprendió Leandro, regresaba de una reunión con la comandancia;  había llegado a la casa de los colaboradores a eso de las 7 de la noche y luego de cenar y conversar se retiró.  Saldría  con destino al campamento a las 9 de la noche y debía caminar unas tres horas.  Prefería hacerlo entre las penumbras de la noche, para no ser visto por la población ni detectado por el enemigo.

Entró al campamento de forma silenciosa;  la suavidad de sus pasos jamás lo delataría aunque caminara sobre hojarasca y chiriviscos.  Me despertó el grito de Pezzarrosi: ¡Puta vos!  Y luego la risa del capitán.    Le había puesto en la cabeza el cañón frío de su pistola 9 mm.   ¡Muchá, así los van a matar!, dijo Leandro, sin terminar de reírse.  Nosotros lo esperábamos, sabíamos que llegaría, pero creímos que sería más temprano y nos quedamos dormidos.

Durante el plan de operaciones que ejecutó Leandro, luego del ataque al destacamento Nancinta, nuevamente nos quedamos solos, esta vez un pequeño equipo de cuatro compañeros.   Teníamos que escondernos en la montaña, en algún lugar donde no pasaran campesinos y no fuéramos descubiertos por el ejército.  Éramos pocos, con tareas estratégicas.  Además, en grupos tan reducidos era muy difícil hacer vigilancia nocturna.

En esa ocasión nos sucedió algo digno de recordar. Pasamos por un lugar saturado de pequeñas garrapatas, de las conocidas como mostacillas, parecían arañitas de patas chiquitas caminando por nuestro cuerpo.  Nos alejamos del lugar y subimos a un cerro donde tratamos de quitarnos la mayor parte de estos animalejos.  Pero el ardor y la picazón se mantuvieron por horas.  Casi no dormimos.

Tiempo después, ya bajo el mando del Comandante Gary, fuimos perseguidos por soldados, que más bien trataban de evitar una confrontación directa con nosotros.  Era algo así como el que busca trabajo con ganas de no encontrar.  La leyenda de Leandro y sus guerrilleros se había fijado en sus mentes, además de que el fin de la guerra estaba cerca.

Sin embargo nos dimos a la huída. Fue tal vez el peor descenso que recuerdo.  Seguir el camino era como ponernos a tiro del enemigo, por lo que los jefes ordenaron bajar por un barranco, era un precipicio, no había de otra.

Debíamos bajar con cuidado, pero relativamente rápido.  Los combatientes solían preguntar ¿qué es más difícil, subir o bajar?,  aparentemente la subida debía ser más dificultosa, pero no; en bajada se debe hacer un doble esfuerzo, tensar todos los músculos e ir frenando.  No faltaba el gracioso que decía “yo me cago en ‘su – vida’ compañero”.

Hubo un momento en el que la inercia de la bajada y la falta de práctica para frenar me llevaron hacia abajo y fue Pezzarosi el que agarrado de un árbol metió la rodilla y me haló de la mochila.  A dónde vas Chejo, dijo.  Vi hacia abajo y me tembló el alma. De no ser por él habría descendido en caída libre.

Todavía nos tocó compartir una aventura más, a finales del 96, cuando regresábamos a Guatemala procedentes de México, de forma clandestina;  no sabíamos hacerlo de otra forma; además nuestros documentos, tanto mexicanos como guatemaltecos, eran falsos.  Desde Tabasco hasta Tapachula había unos 18 retenes de migración y casi los pasamos todos, pero en uno de los últimos fue detectado Pezzarosi.

Lo bajaron y le preguntaron lo habitual, su nombre, su procedencia, quién más venía con él.  Se había identificado como mexicano.  Luego lo pusieron a cantar el himno; le preguntaron por la Batalla de Puebla, por el Benemérito Benito Juárez y por la zona del Soconusco.  Todas las respuestas las sabía pues debíamos aprenderlas para sobrevivir en ese país.  Pero flaqueó en alguna de ellas, quizá por la emoción del retorno a Guatemala, o por la cólera de ser detenido por la migra, en la salida de ese bendito país hermano y hospitalario.

Estuvo en el puesto migratorio durante dos o tres días, hasta que hubo suficientes migrantes para llenar un bus.  Fue dejado en la frontera guatemalteca, de donde tomó camino hacia la capital, en busca de contacto.

Ese era el sargento Pezzarosi, el amigo, el hermano, el compañero;  “el único guerrillero al que ‘le quebraron el culo’ y aún está vivo”.

martes, 6 de septiembre de 2011

Tono y la emboscada del pedo


XI


Durante el tiempo que estuve en el frente sur entraron varios compañeros de la región central, todos  dignos de mención; unos con mayor fortaleza física que otros, algunos con mayor nivel intelectual, tratando de hacerse de esa experiencia militar que motivaba su conciencia y el saber que la lucha armada era para entonces la única vía para la toma del poder.  Subir a la montaña uno o dos meses más parecía turismo y luego de regreso.

Hubo quienes entraron con un alto nivel político, pero sin un ápice de fortaleza física, es más, presentaban algunos problemas de salud, como la necesidad administrarse algún medicamento.  Eso sí, en lo más intrincado de su ser y frente a cualquier adversidad estaba la firme determinación de vencer o morir.


Uno de ellos fue Tono, aquel compañero de mediana estatura, moreno, de complexión robusta, ojos grandes y mirada firme, profunda, como queriendo intuir la historia de vida de su interlocutor.

Llegó exactamente durante la jefatura del Capitán Leandro, lo que estoy seguro fue un punto a su favor, pues tuvo una escuela de alto nivel.

Como a todos le costó mucho adaptarse al baño, a la letrina (que en el sur, por las condiciones del terreno, seco y pedregoso, lo que se acostumbraba era abrir un hoyo individual con machete y dejarlo bien tapado luego de la respectiva deposición), la cocina, la posta, pero más que eso, los largos períodos de silencio, la falta de una charla abierta, fluida, sin compartimentaciones.

De hecho fue la parte que en un principio más me molestó de él; esa necesidad de hablar, de conocer, de polemizar.

Cuántas veces se acercó a mi cuando me encontraba en plena captura de información y descifrando mensajes del enemigo y tuve que pedirle que se retirara.  Llegó incluso a preguntarme cómo funcionaban las claves.  Por mi mente no dejó de pasar el riesgo de que fuera un infiltrado y en algún momento se lo comenté a Leandro, pero únicamente soltó una carcajada.  Claro, él sabía más sobre Tono y tenía mucha más experiencia que yo en ese tipo de actitudes y formas de actuar de los compañeros nuevos.


Sin embargo, con el tiempo se fue ganando la simpatía y el cariño, no sólo mío, sino de todos, porque a pesar de que le costaba, nunca decía no a nada y su ánimo siempre estaba abierto, tanto para ir a traer un garrafón de agua a media hora de camino, como a participar en cualquier operación guerrillera, por más difícil que pareciera.




XII


Después del ataque al destacamento de la aldea Nancinta, en Chiquimulilla, Leandro dispersó a la fuerza en pequeñas patrullas, con el objetivo de dar más golpes al ejército desde distintas puntos.

Como era de esperarse, el enemigo montó operaciones de búsqueda y destrucción de nuestras unidades y peinó el área, varios kilómetros a la redonda.

Una de nuestras patrullas fue integrada por Sitin, como jefe de unidad, Cheque, Tono y Dunga.

Conducidos por un jefe de mucha experiencia se dirigieron hacia el destacamento de Nancinta; a eso de las 3 de la madrugada pasaron por un potrero que se encontraba a menos de un kilómetro del objetivo.

Iban con el máximo cuidado, sin luces, levantando y colocando los pies de manera simultánea.  Tono sudaba, le temblaba el alma;  iba detrás de Cheque.  Sitín con los cinco sentidos en alerta; Cheque con su tranquilidad de siempre y Dunga, el patojo, con deseos de enfrentarse a los cuques.

Los cuatro con el fusil en posición de tiro, sin seguro y con el dedo en el gatillo.

Fue en ese momento, cuando el ruido de las últimas chicharras de la noche era lo único que oía, que se dejó sentir un sonoro y estrepitoso pedo.  Todos se detuvieron de inmediato y Sitín volteó a ver colérico, quizá recordando alguna de sus travesuras de antaño.  Vio a la cara a cada uno de sus combatientes, con el ánimo de descubrir quién había sido el responsable de aquella imprudencia que podía costarles la vida.

Sin embargo, en fracción de segundos se dieron cuenta que no había sido ninguno de ellos.  A pocos metros, luego del desahogo intestinal, un oficial sacudió levemente su cobertor y cambió de posición.  Dormía profundamente.

Los jóvenes guerrilleros se percataron que estaban adentro de un campamento militar, compuesto por un pelotón de unos 25 elementos.

Quedaron petrificados al descubrir en la penumbra que en los alrededores toda la soldadesca dormía plácidamente, pero el principal temor en ese momento era la lógica deducción de que al menos tres elementos estaban despiertos y resguardaban el sueño de la tropa.

Sitín, con señas, llamó a la calma e inició la salida del lugar, con el mismo sigilo con el que entraron.

En máximo silencio y cuidando de dar los pasos al mismo tiempo.  Salieron del lugar sin ser descubiertos y eso ya era un triunfo.

Al día siguiente los soldados encontraron huellas de botas que no eran las suyas y una trilla que atravesaba por el centro, pasaba junto a la cabecera del lugar donde había dormido el teniente, jefe del pelotón y se retiraba por el lado norte.

Entre los soldados esto sembró más miedo, pues consideraron que esta había sido una acción temeraria y retadora de la subversión.

Por aparte, Sitín y sus compañeros daban gracias a Dios y al último de los santos, por haber salido con vida de la que llamaron: la emboscada del pedo.