martes, 11 de octubre de 2011

Néstor Ortiz “Manuel”



XIV



Manuel llegó al sur en a principios del 95, procedente del Frente Norte; había sido requerido por el capitán Leandro para complementar su equipo de oficiales; la idea era aprovechar sus diversas cualidades: como combatiente había demostrado en los frentes que tenía fortaleza física, adaptación al terreno, disciplina y valor para enfrentarse al enemigo;  pero también era un político nato; aplicaba lo que estudiaba; sabía por qué estaba ahí, cuáles eran las causas de la guerra y los riesgos a los que se enfrentaba. Como muchos, había abandonado la Universidad sin terminar la carrera para dar su aporte a la guerra; había sido estudiante de medicina y formaba parte de la unidad de médicos sanitarios, capacidad que no tenía discusión.

Moreno claro, de 1 metro 75; delgado y con un bigote ralo; risueño y callado; sabía cuando hablar, pero nunca rehuía una conversación; era más bien metódico, prudente, hábil.

No defraudó a Leandro; de inmediato mostró lo que tenía, con humildad, mucha humildad, siempre humilde.

Manuel llegó en un momento muy importante para Tono, que estaba a punto de pedir su baja.  Su actitud cambió desde que lo vio y se estrecharon en un abrazo de hermanos.  Tono reflejaba en su semblante su estado de ánimo, como la mayoría de personas, pero el más: lo traicionaba su transpiración y sabíamos que no estaba bien, cuando dejábamos de escuchar sus carcajadas y se quedaba en su puesto, pensativo.  Pero ese momento de crisis fue superado con la presencia de Manuel.

Me hubiera gustado conocer más a Manuel, pero no fue así, por las circunstancias y condiciones de mi trabajo y porque se incorporó de lleno a los planes de operaciones.  Era un compañero al que había que aprenderle mucho.  En mi vida hubo al menos dos personas, con quienes conviví, pero no llegué a conocer totalmente.  El primero fue mi hermano mayor, siempre incognito, visionario, luchador, dando el ejemplo con la práctica, revolucionario hasta las últimas consecuencias.  Pero éramos de dos generaciones diferentes. Cuando salí de Guatemala, a mis 17 años, él ya tenía una militancia clandestina, a sus casi 24.

En Manuel percibí esas cualidades que hubiera querido conocer más de mi hermano y que no pude, por la diferencia generacional, por mi salida del país y por su vertiginoso pero valioso paso por esta vida.





XV

Luego de participar en acciones de hostigamiento, ocupación de fincas, de aldeas, mitines en carreteras, dio inicio un plan, en el que se preveía dar golpes fuertes al ejército.

Le pedí a Leandro que me llevara, pero no quiso. Contábamos con tres o cuatro radistas, con un oficial de servicios médicos y al menos dos asistentes; con dos comisarios políticos, pero en radio rastreo sólo estaba yo en ese momento y se negó.  No debía poner en riesgo la captura de información del enemigo, era un factor que podía incidir en el éxito o fracaso de las acciones.

Y se fueron un 19 de junio.  El primer objetivo era el destacamento de Pasaco, Jutiapa; en vehículo, por carretera, serían menos de 20 kilómetros de distancia, pero por montaña y atravesando los lugares más intrincados, para no ser vistos por la población se llevarían una noche de camino.

Llegaron de madrugada al lugar del ataque, distribuyeron a la fuerza en tres puntos, colocaron tres minas y se apostaron en sus posiciones de tiro; el destacamento quedaba en un hoyo.  A las 5 de la mañana inició el ataque, el primer tiro fue el de un cohete RPG-7, que impacto de lleno en lugar, luego la fusilería y “la chapulina”, la ametralladora M-60.  Leandro daba las voces de mando; ordenó preparar un segundo cohetazo.  Sitín gritaba emocionado. Antes del tercer tiro del lanzacohetes, los soldados empezaron a bordear el cerro;  corrían muy rápido hacia arriba.

Cuando el riesgo era mayor y la capacidad de fuego había mermado, se dio la orden de retirada.

Todo había salido bien hasta ese momento.  El siguiente paso de la operación eran las minas, sin embargo una de las salidas ya había sido alcanzada por la fuerza enemiga y fue necesario recular y cruzar sobre una de las minas. 

Ocurrió en cuestión de segundos. Hasta el combatiente más experimentado habría dudado en ese momento, pues aún no amanecía por completo y las balas silbaban sobre sus cabezas.

Leandro brincó sobre la mina, atrás iba Tono e hizo lo mismo,  pero Manuel no ubicó el punto exacto y tras de su paso el estallido.  Ese retumbo en la montaña, largo, característico, que muchas veces nos hizo gritar de emoción al saber que el objetivo había sido logrado.  Esta vez no. 

Pancho y Silvio´, experimentados guerrilleros, sabían que algo había salido mal y se quedaron sosteniendo el fuego, para detener el ascenso de los soldados por unos minutos.

Leandro regresó y se dio cuenta que sería imposible sacarlo.  Aún estaba con vida. Habló con Tono y le dijo: “decile a mi mamá que la quiero y ustedes no se detengan, sigan en la lucha”, luego sacó de la bolsa de su camisa su cédula y otros documentos personales y se los entregó.

Su cuerpo fue recuperado por sus familiares y fue sepultado en la capital.

Años después, con la firma de la paz y nuestro regreso a la capital fui testigo de cuan apreciado era Manuel en la gloriosa y tricentenaria universidad de San Carlos,  donde una plaza recibió su nombre: Néstor Manrique Ortiz Pineda.