lunes, 28 de noviembre de 2011

Merly, de la vanguardia a la vanguardia

XX


“Me estremecieron mujeres
Que la historia anotó entre laureles
Y otras desconocidas, gigantes
Que no hay libro que las aguante

Me han estremecido un montón de mujeres
Mujeres de fuego, mujeres de nieve”, Silvio Rodríguez

A Merly la conocí en Nicaragua; cuando ella estaba en comunicaciones, en el equipo de radistas de la comandancia, yo me encontraba en otra unidad y teníamos prohibido cualquier tipo de contacto, pero hasta nosotros llegaban los comentarios sobre su carácter, su disciplina, su entrega.

Me entusiasmaba y llenaba de energía imaginar a guerrilleras como ella, que no cedían un ápice al enemigo y que en su mente y en su corazón sólo existía la voluntad de vencer o morir por Guatemala, la revolución y el socialismo.

En el año 86, cuando me integré a la unidad de comunicaciones de la comandancia, ella había viajado a Petén,  como una de las radistas del comandante en jefe.  Varias veces me tocó comunicar con ella, yo aún en Nicaragua y ella en Petén; su voz y su actitud eran de hierro.  Considero que fue una de mis maestras en ese momento. Manejaba el tiempo de transmisión muy bien.  Un contacto radial, con todo y dos o tres mensajes, no podía pasar de cinco minutos.  En ocasiones la señal era mala y la voz se desvanecía, pero ella, a pesar de esa dificultad, lograba copiar los números y pedía que se dictaran más rápido.

De igual manera, cuando ella dictaba lo hacía rápido y se molestaba cuando se le pedía que repitiera. Nos exigía: ¡poné tu grabadora y después volvés a escuchar. No tengo tiempo!.  Y tenía razón.  La seguridad estaba de primero.  De hecho sabíamos que el enemigo trataba constantemente de ubicarnos a través de los radiogoniómetros. Pocas veces lográbamos sacarle una sonrisa durante la transmisión y finalmente un: ¡saludos. Cambio y fuera!.

No era la mujer dura de las comunicaciones;  era la mujer capaz, que había adquirido conciencia proletaria y estaba dispuesta a dejarlo todo por alcanzar el objetivo final, la toma del poder.   Dejaría a su familia, a su compañero y sus hijos por la revolución.   En ella prevalecía el sueño de construir un país diferente, con democracia y justicia social, donde sus hijos pudieran crecer en paz y desarrollarse.
Sargento Merly

En México compartimos más. Estábamos en el mismo equipo de comunicaciones, pero en distintas casas de seguridad.  Algunas veces nos encontramos Rodriga, ella, Gladys, Juan Antonio y yo e íbamos a pasear a Chapultepec, a Coyoacán o algún otro lado, pero la mayoría de ocasiones era para contactos, enviar y recibir información. Nos veíamos rápidamente,  si era necesario cubríamos uno o dos contactos más y regresábamos a nuestras respectivas casas.

Un día, durante su regreso a Puebla, donde vivía con Juan Antonio y Camilo, se le presentó un problema de seguridad.

El viaje desde el distrito federal duraba unas dos horas.  Iba sentada en un rincón. Entró un tipo con una mujer, aparentemente su esposa. El se sentó a la par de Merly y la mujer en la parte de atrás.  Luego de unos 30 minutos de camino sintió que el hombre ponía la mano en su rodilla.  Ella se movió y volteó su cabeza hacia la ventanilla, pensó que había sido sin querer, pero al mismo tiempo todos sus sentidos se pusieron en alerta.  Diez minutos más tarde, nuevamente, la mano del individuo rozaba su rodilla. La sangre empezó a subir a su cabeza.  Hizo un ligero movimiento para retirarse y decidió responder.  Llevaba unos zapatos de medio tacón. Lentamente dobló su pié izquierdo hacia atrás y tomó el zapato.  Se hizo la dormida. El hombre nuevamente colocó su mano en la rodilla de Merly y aún más, trató de deslizarla hacia su muslo.  La reacción, aunque planificada, fue instintiva y en fracción de segundos. El taconazo en la cara del tipo rompió su nariz y la sangre brotó de inmediato.   

El desconocido gritó a su mujer: ¡mira lo que esta loca me ha hecho!.  Merly tampoco se quedó callada y respondió mucho más alterada.  ¡Por abusivo,  me estaba tocando!.  El chofer detuvo el autobús.  Otras personas, principalmente mujeres, se solidarizaron con ella y le decían ¡bien hecho muchacha, a estos atrevidos hay que darles su merecido!.

El chofer decidió reanudar el viaje, con la condición de que al llegar arreglaran el problema con la policía de la terminal.  Merly temía que esto se convirtiera en un problema de seguridad para ella y su equipo, pero algo se le ocurriría.

Al llegar al destino se bajó rápidamente, tratando de hacer creer que había olvidado lo ocurrido, pero la mujer y el hombre la siguieron.  La esposa era la que más alegaba: ¡espérate, tenemos que arreglar esto, le rompiste la nariz a mi marido y esto no se va quedar así!  El tipo atrás, con un pañuelo se cubría la cara.   Esta bien, le dijo, pero no lo van a resolver conmigo sino con mi esposo y se dirigió a un teléfono público y marcó a la casa.  Camilo contestó.  Merly, en voz baja, le dijo que estaba en la terminal, que tenía un pequeño problema, pero que si en una hora no llegaba, que salieran de ahí.  Luego habló más fuerte:  ¡Esta bien mi amor, entonces aquí te espero!.

Ya viene, en unos cinco minutos está aquí y lo arreglan con él.  El atrevido, fornido, de casi 1.80 de estatura, dijo a la mujer:  ¡mejor vámonos, ya no quiero más problemas! y se retiraron.

Merly llegó a la casa un rato más tarde, luego de chequearse y contrachequearse.



XXI


Aprendí a conocer a Merly y a respetarla como compañera, como revolucionaria y como mujer, pero principalmente a respetar su carácter.  Era impulsiva y no se quedaba callada, en especial si tenía la razón.

Con nosotros dejó a sus hijos por algunas temporadas, cuando debía entrar al frente.

Estuvo en el sur más o menos tres años y muchos de nuestros colaboradores y colaboradoras de la base la respetaban y admiraban.

Aquel 14 de julio, cuando fue gravemente herida en el pecho decidió quedarse parapetada en un árbol y cubrir la retirada de Pezzarosi, quien a pesar de estar herido aún podía correr.

Se quedó con su fusil, quitó el seguro y apunto hacía el lugar donde oía que venían los soldados.

Pezzarosi se alejó como pudo y cuando iba a unos 200 metros del lugar donde dejó a Merly escuchó la característica detonación del Ak-47, uno, dos, tres tiros,  luego ráfagas de galil y gritos.

Un soldado que iba en la patrulla que emboscó a Leandro, Merly y Pezzarosi, andaba contando semanas después detalles del ataque.  Merly había herido mortalmente a dos soldados, antes de ser acribillada.   Con bajas y los cuerpos de dos guerrilleros, el capitán kaibil dejó de perseguir a Pezzarosi.

Mujeres como Merly cruzan el umbral de la vida y de la muerte.  

Permanecen, convertidas en agua, en fuego, en tierra, en viento. Están aquí y allá, siempre vigilantes y se reproducen.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Navidad 94’

XVIII

La Navidad de 1994 en el Frente Sur fue inolvidable.  Estas fechas tradicionales, de unidad familiar, siempre eran un poco tensas, pues la mayoría de compañeras y compañeros se ponían muy sensibles y era necesario que el trato fuera de mucho tacto; había que poner atención a los problemas de salud que se incrementaban, principalmente para conseguir un permiso de salida.

Se trataba, de ser posible, que estuviéramos todos juntos en un lugar seguro y pasarla tranquilos, en armonía.  Apartarnos un momento de la guerra, sin relajar la seguridad, ese era el reto.

El Capitán Leandro no dejaba de sorprendernos; mandó a comprar un cerdo, lo que hizo más alegre la fiesta.

A las 4 de la tarde del 23 de diciembre empezamos a construir un tapesco unos y otros a hervir dos ollas de agua.  El cerdo a un lado, amarrado, esperaba su turno.

Poco más tarde dimos paso el engorroso trámite de sacrificar al animalito; luego de los consabidos berridos, lo primero que recibimos fue la sangre, la que preparó el Teniente Silvio con cebolla, ajo y algo de chile.

Con cuchillos afilados y agua hirviendo, procedimos a pelar al cerdo.  Un trabajo minucioso, que implicaba tiempo y esfuerzo.  Pero todos alegres, disfrutamos el momento.

Leandro no era un oficial que se sintiera a un nivel superior al de sus combatientes;  de aquellos que se aislaban en el puesto de mando, mientras los demás trabajaban.  No.  Al contrario, participaba en todo, principalmente en efemérides como esta.

Rememoró su infancia. Había trabajado con cocheros.

Descuerado el animal las tareas continuaron dividiéndose;  unos pasaron a preparar los chicharrones y las carnitas; Silvio y Pezzarosi conocían la manera de darles el punto para que se esponjaran y tuvieran además un toque especial;  la naranja agria era parte del secreto.  Otros destazábamos el cerdo y unos más abrían un hoyo para enterrar todo lo que no sirviera.

Cuatro o cinco amanecimos junto al fuego.  No recuerdo haber disfrutado mucho de  la chicharroneada. El cansancio me había vencido.  Muy temprano, Silvio estaba sólo en la cocina, sin sueño y sonriente, preparaba unas cuantas libras de carne adobada.




XIX


Ya era 24.  La siguiente tarea era la preparación de los tamales, pero no de los del diario, aquellas pelotas de masa “del tamaño del hambre”, como decía el sargento Alcides.  Ahora había suficiente carne y los compañeros en turno de cocina se encargaron de arreglar el recado;  la masa y el resto de la preparación fue nuevamente responsabilidad colectiva.

Pezzarosi atendió las comunicaciones en los horarios establecidos y recibió mensajes de menor importancia.  Me permitió que fuera yo quien comunicara con la Rodri.  No había mensaje alguno, sólo un corto saludo para ella y mis hijos.  Un rápido: “Los quiero. Que la pasen bien” y una respuesta más fría aún:  “igual, igual”.

Ambos sabíamos que en esa opacidad había un sentimiento mucho más profundo; una forma muy nuestra de mostrar amor y el deseo por volvernos a encontrar, tal vez, algún día, con vida.  

Hubiera querido que esa llama oculta fuera transportada por las ondas hertzianas hasta allí, donde ella estaba.  Al fin y al cabo el éter, el alma y la electricidad podrían ser la misma cosa.

Pero no.  Debía poner los pies en la tierra y sentirme afortunado de haber escuchado su voz.  Muchos compañeros y compañeras llevaban ese dolor por dentro. Algunos de ellos ahogarían esa tristeza en unas copas de más.

En el Radio Rastreo también estuvimos expectantes, pero nada extraordinario.  Silencio y algunas conversaciones intrascendentes de los radio operadores de turno, a los que se les hacía aburrido mantenerse en su sitio horas y horas, a la espera de que la guerrilla accionara.  Nunca olvidaban a “los fantasmas de las navidades pasadas”.  De “los subversivos” se podía esperar cualquier cosa, decían.

A eso de las 7.30 de la noche subieron algunos de los colaboradores de mayor confianza.   Leandro procedió al acto protocolario, con un mensaje de unidad y hermandad, en el que al mismo tiempo se valoraba la importancia de la lucha revolucionaria, así como del proceso de diálogo y negociación para poner fin al conflicto armado interno.

Sentimientos encontrados brotaban en nuestros corazones; la lejanía de nuestras madres, de nuestros padres y ahora de nuestras compañeras y nuestros hijos, se confundía con la alegría de compartir otra Navidad, otra fiesta, con nuestros hermanos y hermanas de lucha.  Aquellos a los que hoy veíamos y tal vez mañana ya no.

Comenzó la música y el baile; al compás de los Tigres del Norte: “La Navidad de los pobres, es más linda que ninguna / porque dios nos acompaña bajo la luz da  la luna / porque aunque no haya en la mesa más que un pedazo de pan, sabemos que ha nacido para llenarnos de paz”.

Bailamos, tamaliamos y nos tomamos unos tragos. Nadie se excedió.  Amanecimos sin colocar bien nuestros equipos y dormimos un poco durante el día.

Debíamos prepararnos. Luego de dos días de desvelo, descansaríamos el 25.  El 26 temprano iniciaríamos la marcha hacia un nuevo campamento.

viernes, 11 de noviembre de 2011

“Los males no llegan solos”

XVI


La caída de Manuel fue un duro golpe para todos;  en cualquier enfrentamiento armado existe el riesgo de morir, de eso estábamos conscientes;  sabíamos los márgenes de error, era un tema recurrente el cálculo de probabilidades.  Convivíamos con la muerte, era nuestra sombra, pero al mismo tiempo uno de nuestros principales temores.  Aunque siempre la lleváramos pegada a los talones, nuestra misión era que no nos alcanzara.

Leandro regresó con toda la fuerza y dejó a Tono con nosotros; no quería cargar sobre sus espaldas con la responsabilidad de la muerte de otro compañero del frente urbano; es más, Tono ya debía regresar a la ciudad, pero había pedido quedarse otros meses;  reclamó, se enojó, lloró.  En su mente prevalecía el deseo de lograr la victoria con el poder de las armas.  Era la única forma de emular a nuestros héroes y mártires, a todos los compañeros y compañeras que derramaron su sangre y murieron creyendo que una nueva Guatemala era posible, y ahora con algo más, una dosis de venganza.

Se quedó Sitín con nosotros;  Rafael, el médico, Pezzarosi, La chaparrita; Héctor, Dunga y Tono. Un pequeño grupo.

Sitín recibió una orden.  Había que ajusticiar a un conocido oreja.  Era mucho el daño que el tipo este había hecho, desde entregar a compañeros y personas progresistas, hasta terminar con la vida de aquellos que le caían mal, o con quienes había contraído deudas de juego o rivalidades amorosas.

Era un personaje funesto, que no pasaba de 30 años.  Sabía que tenía enemigos y que tarde o temprano lo matarían; por eso siempre andaba armado y se cuidaba mucho al movilizarse.   –“Eso si, cuando me maten no me voy a ir solo, aunque sea a uno me llevo conmigo”, decía.  Y lo cumplió.



XVII


Héctor y Dunga eran dos hermanos, originarios de Chimaltenango.  Su papá, no vidente, los había motivado a incorporarse a la guerrilla, lo que hicieron de corazón y conciencia.  El señor era un revolucionario histórico, conocedor del pasado;  Había sido testigo de masacres y secuestros de amigos y familiares, por parte del ejército. 

“Lo que yo no puedo dar, porque no veo, lo pueden dar mis hijos”, decía.

Eran patojos: Dunga 16 años y Héctor 17; recibieron entrenamiento como combatientes, pero no participaban en acciones de alto riesgo, aunque ambos tenían su fusil y sabían que, de encontrarse con el ejército había que resguardar la vida.

Cuando Sitín preparó la misión decidió llevar a Héctor como contención; además iría con ellos un compañero de la base, conocedor del terreno.  Héctor no quería ir,  pero aceptó, era la orden de un jefe y debía cumplirla.  En días anteriores había estado muy entusiasmado; pronto cumpliría 18 años y le darían permiso para ir a su pueblo, visitar a su mamá y a su papá y quedarse unos días para sacar su cédula.

Salieron a eso de las 5 de la tarde.  Sitín sería el encargado de la operación; dispararía con un revólver 38; él y el compañero de la base estarían adelante;  Héctor se quedaría a unos 25 metros, con un fusil y sólo entraría en acción de ser necesario.

Nosotros nos quedamos en una montaña alta, a unos 4 kilómetros;  Esperábamos noticias entre 6 y 7 de la noche. Estábamos a la expectativa y de pronto…. ¡dos, tres disparos, luego una ráfaga! ¡puta!  ¡aquellos tuvieron problemas!

Estaba claro que el fusil sólo entraría en acción de ser necesario y ésta había sido una ráfaga larga.

Dos horas después llegó Sitin con el compa de la base; llevaban cargado a Héctor, con un tiro en el pecho, sin orificio de salida.

El oreja vivía solo, a unos 100 metros de la casa de unos parientes, a los que visitaba por las tardes; en dirección hacia su casa había una zanja, donde se emboscaron Sitín y el compañero;  más atrás Héctor, de pie, en un punto donde difícilmente sería afectado. Lo vieron salir; volteó a ver atrás y a los lados; parecía olfatear.  Caminó despacio, como midiendo cada paso.  Cuando estuvo a tiro Sitín disparó dos veces, pero en el momento en que caía de espaldas todavía sacó su revólver del cincho e hizo un disparo, con tan mala suerte que fue a dar en el pecho de Héctor y éste, al sentirse herido apretó el gatillo del fusil, por inercia.

A como pudieron sacaron cargado a Héctor.

Esa noche abandonamos el pequeño campamento donde estábamos y nos trasladamos a un lugar cercano;  Héctor no hablaba. Rafa, el médico, aplicaba sus conocimientos, para mantenerlo con vida. Dunga confiaba en que su hermano se recuperaría, o al menos eso quería creer.  Insistía en preguntarnos cuánto tiempo pasaría así.

Al amanecer decidimos movernos; había que acercarnos a la carretera para llevar a nuestro herido a un hospital o un lugar de confianza.  Pezzarosi lo llevaba en la espalda y sintió el momento de su muerte.  Se detuvo y nos llamó.  –Muchá, Héctor acaba de morir.  ¡como chingados, porqué decís!  

Pezza había sentido como su cuerpo se había aflojado por completo, luego de un largo suspiro.

Lo enterramos en la falda de la montaña;  todos nos dispusimos a la tarea de cavar y sacar tierra. Más o menos un metro y medio  de profundidad.

Depositamos su cuerpo con suavidad, como si estuviera dormido;  nuestras lágrimas se confundieron con el sudor.