lunes, 31 de diciembre de 2012

El beso robado


Juan Antonio salió temprano como todos los días rumbo al distrito federal, donde además de cubrir varios contactos, entregar y recibir mensajes de la comandancia, debía ir a una de las tradicionales calles de la ciudad de México con nombres de capitales de países latinoamericanos, dedicadas a la venta de artículos electrónicos.  Estábamos necesitando algunos metros de cable coaxial, plugs, un soldador y otros artículos, para modificar algunas antenas y construir llaves de telegrafía.

El trajín del día a día era agotador, salía de la casa a eso de las 6 de la mañana, después de un desayuno acelerado y poco nutritivo. Aunque comía algo más durante su estancia en la gran ciudad, eso era indiferente, lo importante era cumplir con las tareas y sortear los habituales riesgos de seguridad, principalmente en los contactos. En la tarde, a eso de las 17 horas, iniciaba su retorno, volvía a la terminal de autobuses, donde compraba su boleto para ir cómodamente sentado durante otras dos horas y media de viaje.

Aquella mañana continuaría la lectura de un libro hasta llegar a su destino. Había descansado lo suficiente y aunque la comida no había sido muy buena, la frescura matutina le permitía dedicar un tiempo para ilustrarse; es más, lo disfrutaba. No sería lo mismo por la tarde, luego de caminar durante varias horas y cubrir los respectivos contactos. 

A la hora del almuerzo compró en alguna tienda un cuarterón de queso y un refresco; un poco más allá, en una tortillería, un medio kilo sería suficiente. Se sentó en un parque y dedicó media hora a la comida.  Ese momento sagrado del día.

Cuando subió al bus, de regreso a casa, llevaba mucho cansancio físico y mental; en menos de una hora oscurecería. El ambiente era pesado, por lo que prefirió cerrar los ojos; el libro debía esperar hasta la mañana siguiente.

En aquella oportunidad se sentó al rincón y antes que el autobús se terminara de llenar se rindió extenuado ante el agotamiento; no se fijó quien se había sentado junto a él.  Había roto varias normas elementales de seguridad: primero, nunca ocupar el rincón y segundo, siempre estar pendiente de lo que acontecía alrededor, especialmente a su lado; en otras palabras, mantener la vigilancia.

Se durmió como muchas veces lo había hecho. No pasaba nada, siempre era la misma rutina y no había riesgo que correr. Al menos eso parecía.  Al cabo de poco más de una hora de camino y en la oscuridad del ambiente sintió algo húmedo en sus labios.  En aquella condición de duerme vela del momento su instinto de vigilancia lo alertó ante algo muy parecido a un beso. Despertó totalmente, abrió los ojos de forma discreta y vio a su lado a un hombre que parecía estar descansando, con la cabeza hacia el pasillo, en dirección opuesta a la de él.

Pero había algo que no cuadraba.  Cuando despertó vio que el tipo también se había movido ligeramente; la posición en que estaba, contraria a la de él, tampoco le pareció muy normal.

Juan Antonio comenzó a sudar frío al imaginarse que había sido besado por un hombre o por alguien que renegaba de serlo.  Quiso confirmar su hipótesis y trató de no evidenciarse.  Hizo como que volvía a dormir, hasta que nuevamente vio que se acercaba el rostro del desconocido y cuando estaba a punto de besarlo nuevamente lo tomó del cuello con la mano izquierda y le advirtió, con voz fuerte y amenazadora, pero sin gritar:  ¡lo vuelves hacer pinche cabrón, y te rompo la cara a madrazos!.

El tipo apenas pudo susurrar un ¡perdooooon!.   A los pocos minutos se encendieron las luces.  El autobús había terminado el recorrido.  Todos los pasajeros trataban de acelerar el paso, pero uno de ellos con más ahínco pedía permiso entre las personas, para evitar que su incomprensible compañero de viaje lo agarrara a golpes en una de las oscuras calles cercanas a la terminal.

Aunque Juan Antonio sabía que no podía tomar represalias, por su condición de revolucionario guatemalteco y clandestino, y por el respeto que le merecían las personas con preferencias sexuales diferentes, se cegó. Creyó haber visto que el individuo se mofaba de él mientras aceleraba el paso y esto provocó que la sangre le hirviera en la cabeza.

A como pudo se abrió camino entre la gente y agarró al tipo por la espalda, quien al verse en condición de vulnerabilidad, gritó histérico en busca de auxilio.  De inmediato aparecieron tres policías municipales y detuvieron al furibundo Juan Antonio.  El desconocido se defendió acusando a “su agresor”, de haber querido golpearlo “por nada”.  Juan Antonio trataba de defenderse, pero sólo atinaba a decir: “¡diles pinche cabrón lo que me hiciste!”.  No tenía argumentos y su machismo le impedía dar más detalles; las personas se aglomeraban a su alrededor, con el deseo morboso de ver correr sangre.

Los agentes, en cumplimiento de su deber, se llevaron a Juan Antonio a la estación por escándalo en la vía pública.  En la sede policial coordinó mejor su defensa y dio detalles de lo ocurrido, pero solo sirvió de burla a los policías, quienes además indicaron que si bien “el ofendido“ no había presentado ningún cargo en su contra, no estaba el jefe, quien autorizaría su libertad hasta el lunes.  Era viernes.

Juan Antonio no llegó a la casa esa noche y se puso en alerta todo el sistema de seguridad previsto para estos casos.  Sus compañeros dejaron el lugar esa misma noche.  El sábado, luego de suficientes ruegos, los agentes le permitieron hacer una llamada a su familia, la que aprovechó para avisar que estaba bien, que se le había presentado un problema menor, que estaba detenido en la estación del pueblo y que el lunes lo dejarían libre. Eso volvió las aguas a su nivel, aunque con las reservas del caso.

El lunes, luego de tres noches frías de calabozo, el oficial al mando permitió su salida: “pero antes debes dejar bien lavadas las tres patrullas a mi cargo”. Lo hizo, aún con la cólera de haber pasado de víctima a victimario y haber sido objeto de burla de aquellos elementos de seguridad.

Aquel incidente dejó en él muchas enseñanzas. Aprendió a ser más tolerante, a respetar aún más a cada persona a pesar de sus preferencias sexuales, media vez no se metieran con él; a mantener la disciplina y seguridad de la mayoría, antes de perder la cabeza por situaciones personales que podían ser fácilmente superables, pero sobre todo: no volvió a dormir en los buses, por muy cansado que fuera.

martes, 11 de diciembre de 2012

Edgar Ortiz, “El Gato”


Partió sigiloso hacia la eternidad. Iba cargado de estrellas, con su sarape y su cabello largo de antaño; su semblante, aunque nostálgico, dibujaba una sonrisa.

Petencito 2008.
Durante la guerra nos vimos poco.  La compartimentación entre estructuras era algo fundamental para garantizar la seguridad y alcanzar el éxito de nuestros propósitos; mientras que él tenía un nivel de responsabilidad en el aparato de logística de las FAR, a mí me correspondía aportar en las comunicaciones.

Su seudónimo siempre estuvo en nuestras claves y fue ahí donde empecé a conocerlo y a respetarlo. El riesgo al que se enfrentaban todos los compañeros y compañeras en esa estructura era muy alto, pero era admirable la forma en que lograban establecerse, montar pantallas, burlar retenes y cuidarse de la vigilancia enemiga.

Nos encontramos en más de un contacto para intercambiar mensajes. De ojos claros y sonrisa amplia, nunca hubo un ápice de prepotencia en su actitud; estaba revestido de humildad y calidad humana. 

Coincidimos en dos Plenos Ampliados, donde escuché y valoré la profundidad de sus palabras y su amplitud de debate, pero principalmente su capacidad de buscar consensos y encontrar soluciones.  Durante sus intervenciones casi siempre había que pedirle que hablara más fuerte.  Era una característica en él, como un suave ronroneo felino.

Desde muy joven se organizó en la guerrilla y por extrañas cosas de la vida llegó a hacer sus prácticas docentes en la escuela primaria donde yo estudiaba. Años más tarde seríamos compañeros de lucha. Para entonces Edgar ya estaba organizado y, como buen revolucionario, intentó  reclutar a mi maestro, sin lograrlo.

Tiempo después fue dirigente del Frente Nacional Magisterial; miembro del Comité de Emergencia de los Trabajadores del Estado (CETE) y Secretario de Organización del Comité Nacional de Unidad Sindical (CNUS) desde su creación en 1976-1980.

Estuvo a cargo de las relaciones internacionales y de organización del I Encuentro Nacional y Centroamericano de Maestros en Guatemala, a partir de lo cual se formó la Federación de Organizaciones Magisteriales de Centro América (FOMCA), organización que apoyó la creación de la Asociación Nacional de Educadores Nicaragüenses (ANDEN).


En 1981 dio el paso a la lucha clandestina, cuando fue imposible continuar en el movimiento de masas por el nivel de represión y descabezamiento de la dirigencia; asumió uno de los mandos del frente “Santos Salazar” junto a otro líder histórico: Silvio Matricardil Salam. Cuando cayó Silvio y otros compañeros, tanto del frente sur como de la región central, Edgar tuvo que salir del país.  Otras luchas le esperaban.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

La palomita expuesta



En la guerrilla no se comía bien. En las mejores épocas contábamos para un mes, con una media libra de leche, media de avena entera, un poco de azúcar, para consumo individual;  algo de frijoles y arroz colectivos, al igual que las tortillas o tamales. y aunque había temporadas más críticas, para nosotros esto era más que suficiente. Estábamos conscientes que una gran mayoría del pueblo se alimentaba con menos.  Eso nos fortalecía y nos ayudaba a seguir adelante.

Sin embargo, para hacer frente a las actividades cotidianas, en las condiciones en las que nos encontrábamos, así como a los continuos desvelos, se requería de una dieta más nutritiva y no la había. Esta situación afectaba más a quienes nos quedábamos en campamento, pues los que salían visitaban a las bases o encontraban a personas en el camino que les obsequiaban comida: huevos duros, gallina cocida, algunas verduras y hasta frijoles volteados, quesos y crema.

A esa falta de alimentos atribuí lo que me pasó un día, en el campamento. Me levanté corriendo de mi puesto para ir a orinar a un lugar cercano.  Recién comenzaba el proceso mingitorio cuando perdí el conocimiento y caí de espaldas sobre el terreno empedrado del lugar.  Al despertar estaba en mi puesto, rodeado por casi todo el campamento.

Hasta ahí todo normal, en la medida de lo posible; un incidente con poca relevancia, de no ser porque en los compañeros había una sonrisa de oreja a oreja, la que al verme despertar y corroborar que estaba bien, se convirtió en carcajada.

Sucedió que el subteniente Arturo al escuchar mi estrepitosa caída corrió de inmediato a ayudarme y notó que el desmayo me había sorprendido con el miembro a la intemperie, con todo el cuidado del caso se vio en la necesidad de resguardarme de la pena pública y procedió a guardar al delicado y expuesto pajarito.

En la preocupación del momento por mi inesperado desmayo, surgió la broma cruelmente oportunista del guerrillero, que no daba espacio a la tragedia: la vida, mientras hubiera, había que vivirla felices. ¡”Arturo me había metido la paloma!”.  Recuerdo al teniente Pancho riendo a carcajadas, a Pezarossi doblado de la risa. ¡Puta Chejo, ¿Arturo te metió la paloma cuando te desmayaste, no?  Y volvían a reír como nunca.

Hace poco los visité en la finca, 18 años después de aquel desmayo y encontré a Pancho, reparando algo en la puerta de su casa.  El condenado lo primero que dijo fue: ¿Te metió la palomita Arturo cuando te desmayaste, no Chejo? Y volvió a reír y a contagiar a los demás.

martes, 18 de septiembre de 2012

El colmoyote imprudente



El teniente Pezarossi estuvo inicialmente en el frente “Feliciano Argueta Rojo” y aunque fue combatiente en una primera etapa, rápidamente pasó a ser radista, especialmente por sus habilidades técnicas.  Eso lo llevó a que algunas veces se quedara sólo en el campamento.  El resto de compañeros salían a operar y se comunicaban con el oficial al mando a través de walkie talkie y éste a su vez trasladaba información hacia el puesto de mando, donde se encontraba Pezarossi para que la enviara al comandante en jefe.

En una ocasión se quedó sólo con la compañera de servicios médicos durante más de un mes.  Esa condición no implicaba que se diera un relajamiento entre ambos, mucho menos algún tipo de abuso o aprovechamiento de parte de Pezarossi.  Por el contrario, era un momento oportuno para fortalecer la solidaridad y el compañerismo.

Luego de algunos días solos Pezarossi comenzó a notar alguna preocupación en la compañera; parecía asustada o enferma.  El teniente le preguntaba qué tenía, en qué podía ayudarla.  Pero ella cambiaba la conversación.

Finalmente un día la escuchó llorar en su puesto y se acercó corriendo para auxiliarla. Ella le contó que un colmoyote se había metido en sus partes íntimas y aunque trataba de sacarlo no podía sola.  El animalejo ya había crecido y comía dentro de la delicada piel, provocándole intensos dolores.

Pezarossi la ayudó, con toda la caballerosidad y respeto que enaltecían al guerrillero; cubrió el área con cinta adhesiva para provocarle asfixia al colmoyote y al día siguiente lo extrajo.

¿Las cosas cambiaron entre ellos después?  Sí, hubo mucho más respeto, solidaridad y un mayor hermanamiento.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Pasajes inolvidables




 Un zancudo en la cresta

Luego de largas horas de caminata en la selva petenera, los diez minutos de descanso eran muy valorados y esperados, cada vez con más ahínco. Muchos buscaban con afán un lugar donde sentarse, cortaban algunas hojas o sacaban de su mochila un pedazo de nylon y lo tendían en el monte, para evitar que se les subieran “coloradillas” o cualquier otra clase de bicho.

En una ocasión, Camilo colocó su pesada mochila como respaldo y se tendió exhausto. Sudaba copiosamente.  Rodriga, de pié junto a él lo alertó con su naturalidad ingenuidad: -¡Camilo, tenés un zancudo en la cresta!  El compañero, instintivamente golpeó con la palma de su mano la parte superior de su frente.

 De inmediato, el resto de combatientes y oficiales que se encontraban alrededor, soltaron una carcajada.



El compa “Tavarich”

Tavarich era un compañero de ascendencia Kaqchikel, originario de Chimaltenango, quizá el que más años tenía en el equipo de seguridad del comandante en jefe; generalmente callado y sonriente; siempre estaba en lo suyo.

Casi todos los días los comisarios políticos de cada escuadra guerrillera se reunían con los combatientes, para darles charlas, discutir o estudiar algún documento, pero cuando el comandante en jefe estaba en el frente había que aprovechar su presencia y escuchar sus análisis y orientaciones, en la mayoría de ocasiones después de las seis de la tarde.

Una de esas veces todos escuchábamos detenidamente al comandante, que disertaba sobre las condiciones del movimiento popular, los avances de la unidad con las organizaciones hermanas y las acciones intervencionistas de los Estados Unidos contra la joven Revolución Sandinista. Nadie interrumpía. Los compañeros que regresaban de cocina o de posta esperaban el momento oportuno: ¡solicito permiso para incorporarme!, ¡incorpórese compañero, compañera!, y volvía la atención y el ceremonioso respeto.  Los análisis del comandante en jefe en esas oportunidades eran alimento político-ideológico.

Todo iba bien hasta que se dejó escuchar un sonoro tortazo y el grito: ¡Tavarich!.  El comandante dejó de hablar y alumbró con su linterna hacia el lugar donde se generaba el incidente. La compañera Sandra, visiblemente molesta tenía los brazos cruzados y la mirada hacia un lado. Tavarich, junto a ella, sobándose la mejía sólo atinó a decir: ¡es que se me cayó la linterna, comandante  y la estaba buscando!.

La charla política continuó su curso y Tavarich tuvo que hacer una noche de posta imaginaria.

martes, 31 de julio de 2012

El comandante Ruiz


Manejaba con velocidad moderada, como siempre… y como siempre su vista se fijaba con regularidad en el retrovisor central de su vehículo; un reflejo de la vieja costumbre de “chequearse y contrachequearse”, tan valiosa ahora, como antes, para resguardar la vida.

Los autos adelante disminuyeron velocidad y antes de hacer lo mismo su mirada volvió a posarse en el espejo, logrando percatarse que un viejo sedán oscuro, de vidrios polarizados se dirigía muy rápido hacia él y no mostraba intenciones de frenar. La reacción debió ser en fracción de segundos. Sin pensarlo, simplemente una actitud de sobrevivencia, natural se podría decir, en alguien que la mayor parte de su vida estuvo en el filo de la navaja.

Un rápido timonazo lo sacó del área de colisión y pudo librarse nuevamente del peligro.

En la guerrilla guatemalteca hubo personajes que dejaron huella desde los inicios del conflicto armado, hasta el final, con la firma de la paz.  Uno de ellos fue el comandante Ruiz; el “chino”, perseguido incansablemente por los organismos nacionales de seguridad. Su actitud temeraria en la guerrilla urbana, en los primeros años del conflicto armado, le habían dado una fama, de la que tiempo después, con la madurez de los años, se quería librar.

A finales de los sesenta un comando guerrillero, liderado por el “chino”, se encontraban en una casa de la zona 3 capitalina, muy cerca de un barranco. Habían sido descubiertos y fueron advertidos del riesgo que corrían si permanecían ahí.

Pero la reacción del jefe fue contra la lógica y decidió que se quedarían y harían frente a lo que viniera.  Colocaron explosivos en unas macetas, ventanas y en la puerta de entrada a la casa.  El enfrentamiento fue de los más sonados en aquellos años; las detonaciones se escucharon a varias cuadras a la redonda, así como el combate, que duró casi una hora. Con varios heridos y al menos dos muertos, “el chino Ruiz” logró poner en marcha en plan de retirada. Conocían muy bien las veredas y escondrijos del barranco.

Hubo en esa época un jefe judicial de apellido Caravantes que se dio a la tarea oficiosa de perseguirlos; al comandante Luis Augusto Turcios Lima lo tenía en la mira, lo conocía y sabía cómo y por dónde se movía, aunque en algunas ocasiones fueron más bien coincidencias que pusieron en peligro la vida del máximo líder de las FAR.

Como aquella que narra un libro biográfico del comandante Turcios Lima, cuando se estacionó a echar combustible en una gasolinera de la zona 4, muy cerca del mercado de la Terminal de buses y en la bomba vecina estaba el propio Caravantes. Ambos se vieron a los ojos, reconociéndose en el acto; sacaron sus armas y dispararon. El comandante resultó herido levemente en una mano y corrió hacia la Terminal.  Atrás de él Caravantes gritaba:  ¡agarren al ladrón!, ¡agarren al ladrón!.   La multitud, en el mercado, trató de cerrarle el paso al comandante, creyendo que era un delincuente.  Pero Turcios Lima también gritó: “¡Vivan las Fuerzas Armadas Rebeldes!, ¡A vencer o morir por Guatemala, la Revolución y el Socialismo!. Las personas le abrieran paso e impidieran que Caravantes pudiera darle alcance.

A principios de los setenta, tiempo después del fallecimiento de Luis Augusto Turcios Lima, Caravantes se encontró con “el chino Ruiz”, en las cercanías de la 18 calle de la zona 1, un área comercial muy concurrida de la capital guatemalteca.

Caravantes identificó a Ruiz y lo siguió, pero también el comandante había notado su presencia y cambió de calle, para evadirlo y evitar un enfrentamiento, pero en ese preciso momento escuchó: “¡chinoooo!”.  Con un ligero movimiento sacó su arma, la montó con una mano sobre el cinturón y se dejó caer de espaldas sobre su eje, de manera que al estar en el suelo ya se encontraba en posición de tiro hacia su objetivo, fuera de la línea de fuego del enemigo.  El judicial disparó, pero Ruiz ya no estaba en el mismo punto. Otro disparo hirió de muerte a Caravantes.

 Hablar del comandante Ruiz, es hablar de la guerrilla urbana, de métodos conspirativos, de mantos, leyendas y disfraces, de operativos y operaciones militares; de estratagemas. Ruiz adquirió mucha experiencia; de su inicio, con enfrentamientos temerarios hasta operaciones cuidadosamente planificadas y exitosas. Con la madurez se convirtió en un estratega.

Como guerrillero en la selva petenera también tuvo épocas destacadas; desde la histórica toma del Parque Nacional Tikal, hasta la conducción de la Fuerza Principal, como jefe de operaciones del Estado Mayor de las FAR. 


Ese era Ruiz, querido por muchos, odiado por pocos.