lunes, 20 de febrero de 2012

Recuperar a un hermano

XXIX


El día de la emboscada Pezzarosi se retiró unos 200 metros del lugar donde dejó a Merly y "embuzonó" las mochilas lo mejor que pudo.  Luego se alejó y se escondió.  El sueño lo vencía, el shock del momento y la pérdida de sangre le pasaron factura. Despertó poco antes del medio día por un zumbido incesante.  Vio que su herida estaba cubierta de “queresas” (gusanos depositados por moscas) y a como pudo se limpió.

Paso el resto del día en el lugar y antes que oscureciera se acercó a unas casas aisladas de campesinos.  Trató de dormir, pero sentía fiebre y en una especie de duerme vela le pasaba por la cabeza cada detalle de los hechos: las últimas palabras de Leandro, el ascenso, los tiros, la retirada; Merly herida; las ráfagas enemigas, los gritos.

Cuando amaneció se acercó a la casa y casi ordenó a la propietaria que le hirviera agua;  no había condiciones para hacer trabajo político con la base.  El dolor de la herida era cada vez más punzante.

La mujer asustada al ver a un guerrillero herido y en una actitud que parecía hostil, procedió de inmediato a cumplir con el pedido.  La bala entró por el muslo, en la parte interna y alta de la pierna, cerca de los testículos, con orifico de salida, atrás, en la parte baja de la nalga. Había mal olor, pero no había tocado hueso. 

Pezzarosi estaba consciente que el Tétanos podía causarle la muerte, que también había riesgo de Gangrena y que podría perder la pierna.  Tomó el agua hirviendo y la dejó caer sobre la herida, por ambos orificios.  Metió parte de su camisa en su boca, para que sus gritos no lo delataran e hizo el esfuerzo mental más grande de toda su vida, para evitar desmayarse.

Temía que la señora, al verlo sin conocimiento, llamara al ejército para entregarlo. Sudó frío y caliente.

Pidió que le vendieran un pantalón, pero no fue posible.  Se fue.

Los días y las noches que siguieron fueron muy difíciles.  No estaba perdido; conocía perfectamente el área, pero en las condiciones en que se encontraba corría muchos riesgos.  Cada vez le costaba más caminar y el ejército rastreaba el área.

Esperó tres días.  Los soldados ya no estaban; las mochilas tampoco, seguramente habían sido descubiertas durante el rastreo enemigo.  Se desplazó al lugar del ataque.  Vio las huellas de los cuerpos  arrastrados  de nuestros compañeros y encontró unas colas que usaba Merly para recogerse el cabello.

Desde ese lugar, al campamento donde nos encontrábamos se hacían normalmente, de noche, tres horas de caminata.  Pezzarosi hizo tres días de regreso; su pierna casi no respondía.

No recuerdo el momento exacto de su retorno, pero cuando supe que estaba de vuelta fui corriendo a verlo;  le hacían una primera curación, parecía salvaje, pero era necesario, metían las pinzas con gasas, desde el orifico de entrada al orifico de salida, había que limpiar la herida pestilente de los restos de pólvora y pus.  Sitín salió a un pueblo cercano y compró una dosis de antitetánica que se le administró de inmediato.

En una siguiente curación, Rafa, el médico, tuvo que usar la baqueta de un fusil, para limpiar mejor la herida.  El sufrimiento era grande.

Unos días después fue enviado a la ciudad para su recuperación. 

Algún compañero decía en son de broma, tiempo después de la firma de la paz, que Pezzarosi era el único guerrillero que conocía que le habían “quebrado el culo” y estaba vivo.

Habíamos perdido al Capitán y a Merly, pero recuperamos al Teniente Pezzarosi.  Ahora debíamos esperar al nuevo jefe del frente: el Comandante Abel.

La moral minada

XXVIII


En el año 82 leí en Nicaragua “La montaña es algo más que una inmensa estepa verde”, del comandante Omar Cabezas y me llamó mucho la atención la forma en que narra la muerte de Tello, uno de los jefes guerrilleros que lo entrenó. Para él había sido muy difícil entender cómo aquel combatiente de vanguardia que lo había formado, no sólo militarmente sino que le había inyectado en las venas el sueño por alcanzar al “hombre nuevo”, hubiera caído de una forma tan absurda. 

En mi juventud  y romanticismo de ese entonces también me fue muy difícil comprenderlo.

Tiempo después los mismos compañeros y compañeras me enseñaron que todos éramos seres humanos, sujetos a errores, con cualidades y defectos, con virtudes y egoísmos. Que al hombre nuevo no lo encontraríamos en la cima de la gran montaña, después de tres horas de camino.   Aprendí que el líder no era un sinónimo del proyecto político.

Sin embargo, con la muerte de Leandro sentí algo muy parecido a lo que le tocó vivir al Comandante Omar Cabezas;   Me sentí vulnerable, sólo y con la moral a ras del suelo.

Los oficiales regresaron al día siguiente. 

Veía sus caras tristes, ensimismados, en sus puestos, con pocos ánimos de platicar.  El sargento Sitín era el más accesible y aunque pocas veces se le veía serio; esta vez era diferente. 

Me contó lo que habían pasado juntos en las últimas semanas.  La forma en que el Capitán había dirigido las operaciones, lo aguerrido que había sido.  Recordaba como en el Petén lo habían herido en dos o tres ocasiones, por su temperamento, por su temeridad.

Sitín veía la vida y la muerte de una manera muy fría.  -¡puta Chejo!  ¡a Leandro ya le hedía la vida!, decía, al valorar la forma en que se había salvado en múltiples ocasiones. 

Tal vez podía considerarse una irreverencia ante la reciente pérdida del jefe, pero era el análisis frío de un joven que se había hecho hombre portando un arma.

Ahora lo que importaba era averiguar qué había pasado con el Teniente Pezzarosi.  Sabíamos, por las noticias y los mensajes del ejército obtenidos en el radio rastreo, que no había caído ni había sido capturado.

Si la moral de los oficiales estaba debilitada, la de los combatientes estaba muy mal y esa era la peor condición de una fuerza militar. En ese momento no hubiéramos soportado un ataque enemigo.  El comandante en jefe sabía lo peligroso de esta circunstancia y decidió enviar a un nuevo jefe. 

Pero al menos estaríamos un mes así, en el limbo.

viernes, 17 de febrero de 2012

La emboscada


XXVII

Sabéis, me hubiera gustado/ llegar hasta el final/ de todos estos ajetreos/ con vosotros,/en medio de júbilo/ tan alto. Lo imagino/ y no quisiera marcharme./Pero lo sé, oscuramente/ me lo dice la sangre/ con su tímida voz,/que muy pronto/ quedare viudo del mundo”./   
Otto René Castillo

Todo fue tan rápido.  Tan intempestivo.  Estaban por llegar al borde del cerro cuando se dejaron escuchar las ráfagas. El capitán Leandro saltó hacía un lado, buscando salir de la línea de fuego.  Era el salto de un jaguar herido de muerte.

Atrás,  Merly y Pezarossi, heridos ambos, corrieron hacia abajo.  -¡Peza, me dieron!, gritó.  Iba herida en el vientre.  ¡Corramos!, le contestó el teniente, jalándola de un brazo, sin darse cuenta que un tiro había cruzado una de sus piernas, en la parte alta del muslo.

Llegaron al pie del cerro y se alejaron unos cien metros más de donde habían pasado la noche.  Merly se detuvo.   –Yo no puedo más.  ¡Andate Peza, sólo dejame mi fusil!. Pezarossi así lo hizo.  De quedarse con ella morirían los dos.  Empezó a sentir que la sangra caliente le corría por la pierna hasta la bota.

La tropa enemiga se detuvo unos minutos frente al cuerpo inerte de Leandro. El oficial kaibil se solazaba ante su victoria.  Luego ordenó que persiguieran a los otros.  Bajaron con precaución, para no ser objeto de un contraataque.  Merly se parapetó y afinó puntería.

Pezarossi se alejó unos 200 metros más, donde buscó cómo esconder su mochila y la de Merly; iba herido y con carga no llegaría muy lejos, además debía evadir al enemigo y buscar la manera de detener la sangre.

Fue ahí donde escuchó los disparos del arma de Merly y las ráfagas de galil. Siguió corriendo. Hasta alejarse lo más que pudo y esconderse.


Pancho, Silvio y Sitín estaban en sus posiciones, desde donde escucharon los disparos y de inmediato se percataron que el ataque había sido contra Leandro.  Encendieron sus radios.  No podían regresar pues estaban a más de 30 minutos de camino. El capitán no se reportó; tampoco Pezarossi ni Merly. Creyeron que los tres habían caído.  Pronto la zona estaría cubierta de militares e incluso periodistas.

En el campamento no escuchamos los disparos, estábamos lejos y con muchos cerros de por medio. Encendimos la radio. En la emisión noticiosa de las 7 de la mañana dieron la noticia, la que menos queríamos oír, la que más dolor me causó en 12 años de militancia.

Fueron publicados sus seudónimos y sus nombres legales. 

Leandro y Merly habían caído heroicamente; los sufriríamos y lloraríamos por mucho tiempo.   La muerte de cualquier compañero nos acongojaba y dolía en lo más profundo de nuestros corazones;   pero Leandro había sido un hermano, además de un jefe carismático.

Pezarossi no había caído, pero debía estar herido o tal vez habría muerto en el camino. Esperamos que apareciera al final de la tarde o al día siguiente; pero nada.   
Los días pasaban y perdíamos la esperanza de volverlo a ver con vida.

jueves, 16 de febrero de 2012

Minutos que se hacen eternos

XXVI

Insistimos en la comunicación pero no recibimos respuesta.  Si hasta ese momento el cansancio, el silencio y la oscuridad de la noche minaban mi capacidad física, recibir y descifrar ese mensaje fue más que un balde de agua fría. Los nervios se me crisparon; sentía que mis ojos saltarían de sus cuencas, o que los dientes, apretados unos contra otros, cederían a la fuerza y se romperían.

Esperamos; confiados en la capacidad del capitán Leandro, de los tenientes, Silvio, Pancho y el sargento Sitín.  No podíamos hacer nada más que esperar el amanecer y que las cosas salieran lo mejor posible.

Los oficiales guerrilleros se levantaron alrededor de las 4 de la mañana y mandaron a despertar al resto de sus combatientes; todos recogieron sus equipos y se dispusieron a iniciar la marcha a sus respectivas posiciones.  Leandro y su pequeña unidad eran los que más cerca les tocaba, en la cima de ese cerro. Pezzarosi y Merly ya estaban de pie.

El capitán encendió un pequeño fuego y se dispuso a calentar agua.  Sitin, quizá quien más confianza le tenía le recriminó:  -vos mano ¿Qué putas? ¡Ya es tarde, váyanse ya!.  Leandro se encontraba de cuclillas frente al fuego; levantó la vista y sonrió.  –sólo tomamos café y nos vamos.  Se puso de pié y se despidió de ellos.  –bueno muchá, ya quedamos; a las en punto abren sus radios.

Merly y Pezzarosi prepararon sus mochilas; Leandro hizo lo propio. A las 4.50 iniciaron el ascenso.  Leandro pidió a Merly su mochila.  Era un caballero y no permitiría que una compañera cargara demasiado.  Además sólo eran unos 500 metros. Por si fuera poco tomó la vanguardia. Iba él a la cabeza,  Merly le seguía a unos 5 metros y luego Pezzarosi.

¿Qué pasó por su mente en aquellos últimos minutos de su vida?.  Tal vez lo mismo que pensaba cada mañana al levantarse. El riesgo de perder la vida era constante, pero si bien la operación era riesgosa el peligró no podía estar ahí, en ese momento; debía presentarse más tarde, durante el contacto.  Sin darse cuenta violó una regla de oro en la guerrilla: romper con los hábitos y el acomodamiento.  ¿Cuántas veces había enseñado a sus combatientes que siempre había que ser suspicaz para salvar la vida?  No se podía actuar por comodidad o por costumbre.

 El viento frío de la mañana le soplaba en la cara. El ruido del pequeño arroyo y el vacío de la hondonada no permitían identificar nada extraño.

El oficial kaibil debía tener otros planes; era fácil deducir que buscaba tomar posiciones y que había dispuesto entrar por ese lugar para no levantar sospechas, pero fue grande su sorpresa cuando al pasar por la cima escuchó pasos sobre la hojarasca, procedentes de la parte baja del cerro. Detuvo a su tropa y ordenó dos líneas de combatientes.   

Entre más nutrido y cruzado era el fuego más altas las probabilidades de aniquilamiento.

lunes, 13 de febrero de 2012

Frustración e impotencia


XXV

¿Realmente se pueden tener presentimientos?; en la guerrilla valorábamos constantemente las posibilidades; el llamado “cálculo de probabilidades”; además, éramos seres humanos, personas con sentimientos, sujetas a errores. Oficiales como Leandro, combatientes de primera línea y jefe de frente, no podían darse el lujo de tener depresiones; tal vez algún “bajón” pasajero...

En los días previos Leandro parecía pasar por alguno de aquellos agujeros existenciales; se le veía apartado, pensativo.  Siendo el jefe no podíamos achacarlo a una crisis emocional; debía tener tantas preocupaciones como conductor, que todo lo demás era relegado a un segundo plano y podía pasar inadvertido.

Hubo un pasaje interesante. Visitó la casa de unos colaboradores y pidió que le prepararan tamalitos de elote, lo que provocó risa a la compañera Carmen.  – Pero Leandro, usted sabe que todavía no es época de elote. ¡falta para la cosecha de segunda!.   Pero la respuesta del capitán fue oscura y preocupante:  –Pueden ser los últimos.

Doña Carmen consiguió los elotes, quien sabe dónde y le preparó el antojo al jefe.

La fuerza se concentró en un cerro cercano al punto de encuentro con el finquero, donde la visibilidad era amplia; durante el día y la tarde no se obtuvo información de ningún movimiento extraño.  Todo parecía normal en el destacamento militar de la aldea Nancinta, ubicado a unos tres kilómetros de la finca.  Las comunicaciones hasta ese momento funcionaron perfectamente.

Al oscurecer, Leandro decidió que todos bajaran el cerro y acamparan a orillas de un arroyo que pasaba por el lugar. Ésa pudo ser la peor decisión de su vida.  Perdimos comunicación.

¿Cuál fue su valoración en aquel momento?.  Quizá pensó que si hasta las últimas horas de la tarde no se había reportado movimiento de tropa enemiga, éste podría darse hasta el día siguiente, en las primeras horas, previo al contacto.  En la finca no había soldados, el riesgo hasta ese momento podía considerarse mínimo.  Al amanecer subirían a la cima del cerro y nuevamente las comunicaciones estarían al cien por ciento.

En radio rastreo sólo había una persona en ese momento y debía cumplir a cabalidad con la orden: 24 horas al acecho de la información del enemigo. Silencio la mayor parte del tiempo; reportes a la hora en punto;  alguna broma intrascendente de los radio operadores.   

Fue a eso de las 3 de la mañana cuando inició la operación:   “Infórmole, a las 0300 horas una unidad de tropa especializada kaibil, compuesta por 25 elementos, al mando del capitán “gris 03” se dirige hacia coordenadas  (  )  (  ),  finca Las Marías, procedente del destacamento Nancinta,  a efecto de dar cumplimiento  “linterna 32”.

Descifrar el mensaje llevaría unos 30 minutos. La consulta con los mapas era más rápida. El asombro fue inmediato. Los soldados pasarían por la cima del cerro donde estaba el puesto de mando de Leandro. En ese momento toda la fuerza guerrillera estaba concentrada allí.  La operación pudo haber cambiado radicalmente de haber funcionado la comunicación.  Fue hasta ese momento que nos dimos cuenta que habíamos perdido contacto. 

Un sentimiento de impotencia y frustración llenó todo mi ser.  

El impuesto de guerra en el frente sur


XXIV

En aquellos días el Capitán Leandro recibió la orden de recaudar el denominado impuesto de guerra.  Era una de las formas de sobrevivencia de la guerrilla, los grandes finqueros y terratenientes de la región debían aportar una cantidad cada cierto tiempo y aunque parezca difícil de creer, muchos de ellos la entregaban de corazón, con la idea de que estaban contribuyendo a una buena causa.  Otros claro, renegaban de hacerlo y unos más, los menos, tomaban medidas de hecho e incluso daban parte al ejército.  Eran los recalcitrantes, los conservadores radicales, quienes creían que de esa manera lograrían la destrucción de la guerrilla.

Eran los grandes ricos, la burguesía agroexportadora, aquellos que además de enriquecerse a costa del sudor y la sangre de los pobres, contaban con grandes extensiones de tierra ociosa que no cedían, ni siquiera arrendaban a los pequeños campesinos, para no verse privados de “lo suyo”.

El propietario de la finca Las Benditas dio parte al ejército; informó que un grupo de guerrilleros habían llegado a solicitar el aporte económico y que en unos días avisarían cuando y donde llegarían a recogerlo.  El capitán kaibil instruyó al finquero sobre la manera de comportarse con “los subversivos”, la idea era “darles largas”, que no tuvieran la mínima desconfianza.  Debía decirles que platicaran para ponerse de acuerdo, que era necesario tomar unos días para reunir la cantidad.

Así lo hizo.  El oficial kaibil informó al respecto al Estado Mayor y solicitó el envío de una unidad especializada, tropa elite, para hacer frente al problema.

Las negociaciones continuaron; la actitud confrontativa inicial del finquero había cambiado.  La información recabada en el radio rastreo daba cuenta del movimiento de tropa, pero no de las reuniones con el finquero.  Aunque había que reforzar las medidas de seguridad y el riesgo era alto, el operativo todavía se podía mantener.

Se acordó día, lugar y hora para el encuentro.  Los oficiales guerrilleros habían estudiado el área, los cerros, las planadas, las quebradas, las rutas de escape; se disponía de suficiente tropa y armamento para enfrentar una posible contingencia; operativamente todo estaba bajo control.

Un día antes se trasladó Lendro al lugar; iba acompañado de la sargento Merly, oficial de servicios médicos en ese momento y del teniente Pezzarosi.  Se prepararon los planes de comunicación operativa, interescuadras;  el radio rastreo quedaría abierto, las 24 horas y la coordinación vía radio, entre Leandro y el puesto de información, no debía suspenderse.

Iniciaron la marcha y nos despedimos como siempre;  en la guerrilla cada despedida podía ser la última, era parte de nuestra rutina, de nuestra vida y esta vez no fue la excepción.

Fue una despedida más, con el anhelo de volvernos a encontrar.