miércoles, 19 de septiembre de 2012

La palomita expuesta



En la guerrilla no se comía bien. En las mejores épocas contábamos para un mes, con una media libra de leche, media de avena entera, un poco de azúcar, para consumo individual;  algo de frijoles y arroz colectivos, al igual que las tortillas o tamales. y aunque había temporadas más críticas, para nosotros esto era más que suficiente. Estábamos conscientes que una gran mayoría del pueblo se alimentaba con menos.  Eso nos fortalecía y nos ayudaba a seguir adelante.

Sin embargo, para hacer frente a las actividades cotidianas, en las condiciones en las que nos encontrábamos, así como a los continuos desvelos, se requería de una dieta más nutritiva y no la había. Esta situación afectaba más a quienes nos quedábamos en campamento, pues los que salían visitaban a las bases o encontraban a personas en el camino que les obsequiaban comida: huevos duros, gallina cocida, algunas verduras y hasta frijoles volteados, quesos y crema.

A esa falta de alimentos atribuí lo que me pasó un día, en el campamento. Me levanté corriendo de mi puesto para ir a orinar a un lugar cercano.  Recién comenzaba el proceso mingitorio cuando perdí el conocimiento y caí de espaldas sobre el terreno empedrado del lugar.  Al despertar estaba en mi puesto, rodeado por casi todo el campamento.

Hasta ahí todo normal, en la medida de lo posible; un incidente con poca relevancia, de no ser porque en los compañeros había una sonrisa de oreja a oreja, la que al verme despertar y corroborar que estaba bien, se convirtió en carcajada.

Sucedió que el subteniente Arturo al escuchar mi estrepitosa caída corrió de inmediato a ayudarme y notó que el desmayo me había sorprendido con el miembro a la intemperie, con todo el cuidado del caso se vio en la necesidad de resguardarme de la pena pública y procedió a guardar al delicado y expuesto pajarito.

En la preocupación del momento por mi inesperado desmayo, surgió la broma cruelmente oportunista del guerrillero, que no daba espacio a la tragedia: la vida, mientras hubiera, había que vivirla felices. ¡”Arturo me había metido la paloma!”.  Recuerdo al teniente Pancho riendo a carcajadas, a Pezarossi doblado de la risa. ¡Puta Chejo, ¿Arturo te metió la paloma cuando te desmayaste, no?  Y volvían a reír como nunca.

Hace poco los visité en la finca, 18 años después de aquel desmayo y encontré a Pancho, reparando algo en la puerta de su casa.  El condenado lo primero que dijo fue: ¿Te metió la palomita Arturo cuando te desmayaste, no Chejo? Y volvió a reír y a contagiar a los demás.

martes, 18 de septiembre de 2012

El colmoyote imprudente



El teniente Pezarossi estuvo inicialmente en el frente “Feliciano Argueta Rojo” y aunque fue combatiente en una primera etapa, rápidamente pasó a ser radista, especialmente por sus habilidades técnicas.  Eso lo llevó a que algunas veces se quedara sólo en el campamento.  El resto de compañeros salían a operar y se comunicaban con el oficial al mando a través de walkie talkie y éste a su vez trasladaba información hacia el puesto de mando, donde se encontraba Pezarossi para que la enviara al comandante en jefe.

En una ocasión se quedó sólo con la compañera de servicios médicos durante más de un mes.  Esa condición no implicaba que se diera un relajamiento entre ambos, mucho menos algún tipo de abuso o aprovechamiento de parte de Pezarossi.  Por el contrario, era un momento oportuno para fortalecer la solidaridad y el compañerismo.

Luego de algunos días solos Pezarossi comenzó a notar alguna preocupación en la compañera; parecía asustada o enferma.  El teniente le preguntaba qué tenía, en qué podía ayudarla.  Pero ella cambiaba la conversación.

Finalmente un día la escuchó llorar en su puesto y se acercó corriendo para auxiliarla. Ella le contó que un colmoyote se había metido en sus partes íntimas y aunque trataba de sacarlo no podía sola.  El animalejo ya había crecido y comía dentro de la delicada piel, provocándole intensos dolores.

Pezarossi la ayudó, con toda la caballerosidad y respeto que enaltecían al guerrillero; cubrió el área con cinta adhesiva para provocarle asfixia al colmoyote y al día siguiente lo extrajo.

¿Las cosas cambiaron entre ellos después?  Sí, hubo mucho más respeto, solidaridad y un mayor hermanamiento.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Pasajes inolvidables




 Un zancudo en la cresta

Luego de largas horas de caminata en la selva petenera, los diez minutos de descanso eran muy valorados y esperados, cada vez con más ahínco. Muchos buscaban con afán un lugar donde sentarse, cortaban algunas hojas o sacaban de su mochila un pedazo de nylon y lo tendían en el monte, para evitar que se les subieran “coloradillas” o cualquier otra clase de bicho.

En una ocasión, Camilo colocó su pesada mochila como respaldo y se tendió exhausto. Sudaba copiosamente.  Rodriga, de pié junto a él lo alertó con su naturalidad ingenuidad: -¡Camilo, tenés un zancudo en la cresta!  El compañero, instintivamente golpeó con la palma de su mano la parte superior de su frente.

 De inmediato, el resto de combatientes y oficiales que se encontraban alrededor, soltaron una carcajada.



El compa “Tavarich”

Tavarich era un compañero de ascendencia Kaqchikel, originario de Chimaltenango, quizá el que más años tenía en el equipo de seguridad del comandante en jefe; generalmente callado y sonriente; siempre estaba en lo suyo.

Casi todos los días los comisarios políticos de cada escuadra guerrillera se reunían con los combatientes, para darles charlas, discutir o estudiar algún documento, pero cuando el comandante en jefe estaba en el frente había que aprovechar su presencia y escuchar sus análisis y orientaciones, en la mayoría de ocasiones después de las seis de la tarde.

Una de esas veces todos escuchábamos detenidamente al comandante, que disertaba sobre las condiciones del movimiento popular, los avances de la unidad con las organizaciones hermanas y las acciones intervencionistas de los Estados Unidos contra la joven Revolución Sandinista. Nadie interrumpía. Los compañeros que regresaban de cocina o de posta esperaban el momento oportuno: ¡solicito permiso para incorporarme!, ¡incorpórese compañero, compañera!, y volvía la atención y el ceremonioso respeto.  Los análisis del comandante en jefe en esas oportunidades eran alimento político-ideológico.

Todo iba bien hasta que se dejó escuchar un sonoro tortazo y el grito: ¡Tavarich!.  El comandante dejó de hablar y alumbró con su linterna hacia el lugar donde se generaba el incidente. La compañera Sandra, visiblemente molesta tenía los brazos cruzados y la mirada hacia un lado. Tavarich, junto a ella, sobándose la mejía sólo atinó a decir: ¡es que se me cayó la linterna, comandante  y la estaba buscando!.

La charla política continuó su curso y Tavarich tuvo que hacer una noche de posta imaginaria.