lunes, 15 de julio de 2013

La posta

La seguridad de un campamento guerrillero estaba garantizada por los métodos de vigilancia, los cuales variaban de acuerdo a la cantidad de combatientes, la zona en que se encontraba y la información que se tuviera del enemigo.

De cualquier forma la seguridad nunca podía relajarse.  Era la vida. Durante el día se colocaba posta y avanzadilla; generalmente se asignaba a combatientes con experiencia.  Además salían exploraciones. De noche participábamos casi todos, a excepción de algunos jefes, o compañeros que estuvieran en actividades estratégicas.

La posta nocturna empezaba a las 6 de la tarde. Entre las 6 y las 10 de la noche eran las mejores horas; de las 11 de la noche a la 1 de la madrugada era cansado y desesperante, pero a partir de las 2 de la mañana, hasta el amanecer, era lo peor.

La posta se colocaba en los lugares que representaban más riesgo; los más “pateados” o “trillados”, en campamentos grandes o donde pudiera tener más facilidad al enemigo para entrar.  

Cada posta era de una hora.  Una eterna y larga hora.

Pero la posta era algo más que la garantía de la seguridad y la vida de la guerrilla. Era formativa. El combatiente aprendía a que en aquel lapso de tiempo era el protector y vigilante de la vida de los demás, de quienes descansaban en sus puestos al resguardo de un sistema de protección colectiva, que debía funcionar.

Recuerdo mis primeras postas en Petén.  Me llevaron al lugar y me dijeron: —Chejo, por acá enfrente pueden entrarte “los cuques”; debes estar atento a cualquier ruido extraño y si oís pasos gritás: ¡seña!.  Te deben contestar correctamente, de lo contrario “volás verga”.

El reloj que se utilizaba en la posta era el que usaba el oficial encargado de la seguridad. No podía ser otro.

Pero como decía, la posta era formativa.  Las primeras horas no eran problema, pero después de media noche costaba mucho más despertar al siguiente turno. El compañero que entregaba debía esperar que quien recibía estuviera vestido, de pié, además de darle en la mano el reloj y la lista de turnos.  Eso era suficiente para agarrar camino hacia el puesto y descansar.

Pero no siempre se cumplía con este procedimiento.

Eran 60 minutos de desgaste y desesperación que ponían a prueba la calidad humana, la disciplina y entrega revolucionaria.

El que recibía tomaba camino al área de posta. Los ruidos comunes de la selva copaban el ambiente.  Lo primero que hacía era ver el reloj.  En ocasiones, luego de escuchar y sentir la inmensidad de la selva, de comprobar la profundidad de sus tinieblas, volvía a ver el reloj. La aguja minutera parecía no haber avanzado nada.

Era necesario ponerse a pensar, primero en qué hacer si el ejército entraba por ese punto. ¡Dos, tres tiros y salir corriendo!.  Los combatientes en sus puestos saltarían de inmediato y harían su trabajo. Pero también se pensaba en la lucha, en las tareas y sacrificios que debíamos afrontar para alcanzar nuestro objetivo. Lo mucho que nos faltaba estudiar para ser tomados en cuenta en un futuro gobierno revolucionario.  Pensábamos también en los amores. En lo difícil que era consolidar una pareja. Parte del corazón del guerrillero se volvía frío y existencialista. Aprendíamos a vivir el momento. Sabíamos que lo que hoy era, mañana ya no.

Volvíamos a ver el reloj y apenas habían avanzado 20 minutos.

Algunos compañeros eran vencidos por el cansancio o el sueño. Sucedía en ocasiones que el que entregaba la posta solo esperaba que quien recibía diera muestras de estar despierto y sin esperar que se levantara metía bajo su pabellón el reloj y la lista.  Este era un error de quien entregaba; una irresponsable actitud en la premura de tenderse en la hamaca.  También pasaba que en la posta algunos compañeros adelantaran el reloj, diez, veinte minutos, para dormir un poco más; pero siempre se averiguaba quien había sido el culpable y debía ser sancionado.

Se aplicaban correctivos, como no entregar la posta en el puesto de quien recibía, sino esperar que se levantara y llevarlo directamente al punto de vigilancia.  Se cambiaron los relojes de agujas por los digitales y en condiciones de mayor riesgo un oficial se levantaba a distintas horas de la noche para garantizar que la posta estuviera alerta.



Nunca olvido al Teniente “Manuelito” cuando, con aquel andar sigiloso, apareció a mis espaldas. —¿todo tranquilo, Chejo?.   — Si Teniente, todo sin novedad.
Teniente "Manuelito"