domingo, 15 de noviembre de 2015

La emboscada del pato

“Se cagan en la entrada o se cagan en la salida”

Por aquellos días la fuerza principal estaba bajo el mando del capitán Méndez; los tenientes Manuelito, Egidio y Rudy eran los jefes de pelotón. Preparaban una emboscada en la carretera, pero algo sucedió y fue detectado el campamento guerrillero. Existía la posibilidad de que el enemigo hubiera obtenido información de inteligencia, pero también era difícil mantener el mayor sigilo con una cantidad alta de combatientes.

Una u otra eran posibilidades. Lo cierto era que el ejército conocía las coordenadas del lugar donde se encontraba la fuerza guerrillera y para allá iba. Era común que cuando caían a un campamento, los guerrilleros se vieran sorprendidos y luego de hacerles frente durante algunos minutos, se retiraran del lugar “ordenadamente”.

Esta vez sería diferente. La fuerza estaba mejor preparada. Algunos internacionalistas habían ingresado a impartir instrucción de tropas especiales y había surgido un grupo combatientes, que además de tener una capacidad innata lograron asimilar al máximo la escuela.

Algunos de ellos tuvieron la oportunidad de salir de Guatemala y conocer experiencias militares de otros países. A su regreso se convirtieron en instructores, aplicaron cambios, mejoraron estrategias y contribuyeron a superar errores.

El entrenamiento sin embargo fue más arduo e intenso, hasta lograr un nivel de eficiencia que se traducía en la actitud y responsabilidad de cada combatiente.

El teniente Manuel tomaba un baño en el arroyo junto a uno de los instructores, cuando escucharon los primeros tiros. Encendieron sus walkie talkies y escucharon al capitán Méndez: – ¡pelotones!, ¡formen línea de combate!

Cada jefe de pelotón desplazó a sus combatientes de acuerdo a la dirección en la que iba el ejército; a la izquierda se ubicó el pelotón de Manuel, al centro el de Egidio y a la derecha el de Rudy.

Los primeros tiros habían sonado en la avanzadilla. Los compañeros que se encontraban en esa posición creyeron que quienes ingresaban eran los compañeros que habían salido temprano a traer maíz; los soldados hicieron varios disparos y lograron que los guerrilleros corrieran rumbo al campamento.

El ejército gritaba y disparaba, como era su costumbre. Egidio empezaba a perder el control y pidió refuerzos. – Belice 1, Belice 1, Escuintla. – Adelante Escuintla. – Belice 1, Aquí vienen, aquí vienen. Necesito que me mande a la escuelita que tiene a la izquierda. – Negativo, Escuintla. No es el momento oportuno. ¡Mantengan posiciones!

Los combates en la selva tenían una característica: debido a lo cerrado de la montaña casi siempre eran a corta distancia. Cuando el primer soldado estuvo a tiro, uno de los oficiales guerrilleros afinó puntería y con una certera bala en el pecho lo abatió. Desde las distintas posiciones se escuchó: – ¡Fueeegoooo!, con un nivel de intensidad tal que no esperaban, al grado que huyeron, ante el temor de ser aniquilados.

En la retirada del ejército se oía que gritaban: – ¡cayó Panda!, ¡cayó Panda!  Por lo que al campamento le quedó de nombre “El Panda”.

Después del combate hubo reunión de oficiales. Méndez era de la opinión que la emboscada había fracasado, pero el compañero instructor sugirió que no. Que al contrario, la situación podía ser más fácil.

– “Ellos van a entrar otra vez, porque tienen que sacar al soldado que dejaron abandonado y los agarramos, en la entrada o en la salida, pero de que los agarramos, los agarramos”.

Ese día por la tarde se trasladó la fuerza al área de la emboscada, en unos potreros junto a la carretera. Todos permanecieron en silencio y camuflados toda la noche en sus posiciones. Muy temprano sobrevoló un A37 el lugar, incluso descendió en dos o tres ocasiones sobre el lugar donde se encontraban los combatientes. Méndez estaba nervioso y preguntaba a sus oficiales – ¿será que nos vieron?, ¿será que nos vieron?

Más tarde se escuchó que llegaba el ejército sobre la carretera, que estaba a una mediana altura del lugar donde estaban los pozos de tirador. Del otro lado había sido colocada una mina, para provocar que cayeran al lado de la emboscada. Dos soldados iban al frente, muy relajados, con el fusil cargado sobre el hombro, como si fuera un pesado leño. Los compañeros escucharon su conversación –Puta vos, yo tengo pena en estos terrenos. – No te preocupés cuaz, ya vamos a llegar a Sayaché –Además aquí vamos por los potreros, no es montaña; esos pizados nunca atac...

En eso iban cuando los sorprendió la detonación de la mina y el viento fuerte de la onda expansiva los hizo lanzarse a la cuneta, del otro lado de la carretera, precisamente donde estaba un grupo de compañeros. De inmediato los tiros de la emboscada; uno de los soldados cae muerto; el otro, herido y aturdido, se lo lleva rodando hacia abajo hasta quedar paralizado a escasos metros del cerco.

Desde otra posición la M-60 se escuchaba por arriba de la fusilería, en un fuego cruzado que barría las posiciones enemigas. Luego de más de veinte minutos de fuego nutrido, los focos de resistencia del ejército eran mínimos.

La compañera Olga estaba del otro lado del cerco, a la espera de recibir la orden para lanzarse a recuperar; junto a ella el sargento Estuardo. Por radio el oficial pidió que la M-60 concentre fuego en ese punto y el sargento Canecho lo hace.

En ese momento el oficial da la orden a la compañera Olga y al sargento Estuardo para que recuperen las armas que tienen a unos cuantos metros. Ella se coloca de cuclillas frente al cerco. Se quita rápidamente el cinturón y el arnés. Voltea a ver al oficial, le entrega su fusil y le dice: – ¡por favor, si no regreso llevate mi equipo! Cruza al otro lado, de espaldas, solamente con un cuchillo en la mano. Estuardo hace lo mismo. A rastras llegan al punto donde está el soldado herido. No opone ninguna resistencia. Solo emite un sonido apagado, que no llega siquiera a ser quejido, cuando Olga coloca la rodilla sobre su vientre, y le quita el cinturón y el arnés. Lo deja con vida. Estuardo se encarga de recuperar el equipo del soldado muerto. En menos de cinco minutos están de vuelta, con dos armas, municiones, botas y equipos.

viernes, 6 de noviembre de 2015

La emboscada de La Palma

En abril de 1983, la columna “Luis Augusto Turcios Lima”, se encontraba bajo el mando del Comandante Mena. Había presión por tener éxitos de mayor contundencia frente al enemigo, que incluyeran principalmente la recuperación de armamento. El comandante en jefe había demostrado, unos meses atrás, que era factible realizar emboscadas de aniquilamiento y recuperación, con el menor número de bajas posibles, si se planificaba adecuadamente y se disponía de la fuerza militar con orden y disciplina.

Sin embargo las cosas no se daban como se esperaba. El último intento frustrado tenía pocos días. Fue en las cercanías de la aldea Los Chorros, donde los combatientes tuvieron que abrir sus pozos de tirador del tamaño de un tatú. Todos escarbaron y agotados tomaron posiciones; la espera podía ser muy larga o relativamente corta. Nuca se sabía con exactitud, pero muy pocas veces alguien detonaba la mina antes de tiempo y arruinaba la operación.

Unos días después se presentó una nueva oportunidad. Un pelotón del ejército estaba entre las aldeas La Palma y Palestina, y había que llamar su atención; para ello el teniente Polo salió a colocar una manta en los alrededores.

En la acción también participaría el pelotón Abel Mijangos, al mando del teniente Gary, encargado de caer al asalto y recuperar.

La idea era que los soldados se dirigieran de Palestina hacia La Palma, pero la unidad enemiga ya estaba en La Palma y fue de ahí que salieron hacia Palestina, lo que modificó en parte la operación.

Polo y su grupo, luego de la acción llamativa, debían regresar e incorporarse a la emboscada en el área de contención, pero los soldados llegaron antes. Algunos combatientes todavía preparaban su pozo de tirador, entre ellos el sargento Chico y cuando se sintieron rodeados ya no pudieron pasar la voz.

Chico escuchó que hablaban. En los soldados también había confusión momentánea. Creyeron que era otra de sus unidades y que todo era una broma. – ¡Ya los vimos! –gritaron. – ¡Salgan de ahí! – Uno de ellos intentó subirse a un bordo para ver quién estaba del otro lado del trocopaz, pero antes de lograrlo fue detonada la mina. De inmediato empezaron a llover tiros por doquier.  El sargento Chico recibió una ráfaga en el pecho.

En la emboscada se encontraba el compañero Albano, un oficial internacionalista, de origen peruano. Al escuchar los disparos tomó posición de inmediato detrás de un grueso tronco; exactamente al otro lado un soldado ofrecía resistencia. Se enfrentaron en un juego de tira y tira por unos segundos. El sargento Maximiliano vio que Albano se encontraba un una situación desventajosa y se lanzó a apoyarlo.  Llegó en el momento exacto en el que el soldado levantó la cabeza y con mucha rapidez le colocó el cañón en la nuca: un disparo seco apagó su vida.

La operación se había planificado como una emboscada de aniquilamiento y a pesar de que se había perdido el factor sorpresa, la fuerza guerrillera estaba desplegada para aniquilar y recuperar.

El teniente Orellana, quien era el oficial a cargo, vio cuando Justo se lanzó a recuperar. Era su misión y la debía cumplir, aún a costa de su vida. Dos soldados permanecían parapetados y lo acribillaron.

Orellana vio caer a Justo y ordenó a Sarceño, Fredy y Tucán que sacaran su cuerpo; en el intento uno tras otro resultaron heridos, hasta que el foco de resistencia enemiga fue neutralizado con un granadazo. De aquel punto los combatientes lograron sacar a Justo, varios fusiles y granadas de mortero.

Los compañeros dejaron con vida a varios soldados que entregaron sus armas; horas después, cuando llegaron los refuerzos, mataron a todos los sobrevivientes.

En la entrada a la emboscada un teniente del ejército tomó una decisión fatal.  Era un oficial que ya había sobrevivido a tres emboscadas anteriores, pero este no era su día. Se lanzó como loco en una actitud suicida: caminaba y disparaba al mismo tiempo de un lado a otro. De mediana distancia, el sargento Canecho afinó su FAL, lo colocó en posición de tiro a tiro y disparó. El capitán cayó, todavía con vida, cerca del lugar donde se encontraba el compa Sitón.

Sitón gritó al oficial: – ¡tirá el fusil y te perdono la vida! Y lo hizo, pero cuando Sitón se acercó para recuperarlo, el capitán estiró la mano para volver a tomar su arma. No lo logró, soltó una carcajada y murió.

En la emboscada de La Palma fueron recuperados once fusiles y varias granadas de mortero. Murieron tres compañeros: Chico, Justo y el Max; tres más salieron heridos.

sábado, 18 de julio de 2015

A 20 años de nuestros últimos caídos




El Capitán Leandro, durante una reunión en México
Antes de viajar al Frente “Santos Salazar”, a mediados del 93, Juan José llamó a su hermana:  –Mire mija– le dijo. – Voy a una misión allá por Jutiapa, pero ya es lo último. Quiero que se preparen, porque cuando regrese vamos a hacer fiesta con los nenes. Su hijo cumpliría por esos días su primer año; unos meses menor que la hija de Celia. Ella había aceptado criarlo, ante las dificultades de padre y madre, entregados a la lucha revolucionaria.

Esta fue la última conversación que Celia tuvo con su hermano; su hermanito, como ella le decía; era el más pequeño de siete: tres mujeres y cuatro hombres.

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Las negociaciones de paz estaban avanzadas y en poco tiempo se concretaría el cese al fuego. La esperanza de llegar con vida al fin del conflicto armado era alta; pero los riesgos de perder la vida siempre estaban latentes.

El capitán “Leandro” llegó al frente por allá de septiembre de 1993; rápidamente tomó control del área de operaciones y con apoyo del resto de oficiales y las orientaciones de la comandancia, diseñó una campaña militar; el objetivo era lograr en la mesa de negociaciones, una posición de fuerza a favor.

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–De chiquito Juanito era muy enfermizo, seguido le daba bronquitis y había que estarle dando sus medicinas– narra Celia, quien fortaleció su relación con él a partir de la necesidad de atenderlo. Fue por eso tan duro para su mamá y para ella que aquel día, a sus catorce años, cuando salió a cortar Xate con un familiar, en los alrededores de la aldea La Gloria, ya no regresara.

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Leandro, en algún lugar de Petén.
Leandro se incorporó muy patojo a la guerrilla en 1981 y pasó a formar parte de la unidad “Antonio Guamuch”, donde estuvo aproximadamente un año; era un joven muy activo y entregado, que además de adaptarse rápidamente a las difíciles condiciones de la montaña, mostró cualidades como combatiente.


En 1982 se integró al pelotón “Abel Mijangos” al mando del Teniente Sandokán y fue nombrado jefe de la tercera escuadra.

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–Volvimos a ver a Juanito cuando tenía como 15 o 16 años, pero ya había cambiado mucho “tenía revolución metida en la cabeza”–. Vino a soldar una pistola. –Quiero unas botas– Le dijo a Celia. –¿Cuáles?– preguntó ella.  –Unas de esas que hace Padilla– un conocido zapatero del lugar.

–Voy a ahorrar y te las compro– contestó ella– Valían 18 quetzales. –Cuando vengás otra vez te las tengo– dijo.

Leandro en México 1989
Y regresó. Volvió a encontrarse con su hermana que lo esperaba con aquél regalo.  Los ojos de Juanito brillaron de felicidad y la abrazó con tanta fuerza que casi la hace caer. –¡Hermanita, te quiero mucho!; ¡algún día te las pagaré! –No me debés nada; solo te pido que nunca olvidés que tenés familia.

Él se fue nuevamente; esta vez por largos años. Citó a su viejita en dos o tres ocasiones, a orillas de la montaña y ella fue a verlo, con los riesgos que eso implicaba. Regresaba con el corazón destrozado.

La mamá de Juan José murió de Diabetes cuando el ejército mató al tercero de sus hijos. Al primero se lo llevaron en un retén de la autodefensa civil; nunca apareció. El segundo fue baleado cuando iba a su parcela. El tercero se lo llevó el ejército. Su familia supo que lo mataron en la zona militar 23. Encontraron su cuerpo torturado en Santa Elena.

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Lenadro, con pañuelo azul, en una reunión de oficiales.
Leandro vio morir en la montaña a sus nuevos hermanos: Sandokán, Maximiliano, Arturo y tantos más. Y eso lo llevó a luchar con muchas más fuerzas. Había que alcanzar el objetivo final, para que la sangre de los caídos no fuera en vano.

Bajo el mando del teniente Gary recibió el grado de sargento. Tiempo después, con la entrada de tres internacionalistas, dos chilenos y un peruano, recibió entrenamiento de tropas especiales, en las montañas de la Sierra Lacandona.

En aquellos años formó parte de los pelotones “Juan Bardales” y “Lucio Ramírez”, donde integró el mando.

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Unos seis o siete meses después de la muerte de su madre, Juan José llegó al comedor de su hermana, junto a otros dos compañeros.  Tenía barba y un bigote muy poblado.
Leandro, al centro, junto a Jorge y Tato.

Cuando Celia llegó vio a los tres desconocidos sentados en una banca:  –¡Buenos días señora!– dijeron, casi al unísono. –Buenos días señores– contestó ella y añadió: –¿A quién buscaban? –La verdad la buscamos a usted– dijo Juan José. –Somos amigos de su mamá. –No– contestó Celia. –Tú no eres amigo de mi mamá. Tú eres mi hermano.

Nuevamente se unieron en un abrazo profundo y estuvo con ella por varios días. El esposo de Celia también le pidió que se quedara: –Ya no se vaya cuñado, quédese. Juan José sonrió. –Ya falta poco, las negociaciones de paz están avanzadas– agregó.

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En 1991 Leandro recibió la orden de incursionar en las montañas de Fray Bartolomé de las Casas, en Alta Verapaz. Él y diez guerrilleros más fundaron el Frente “Panzós Heroico”.

A finales de 1992 una columna del Frente “Feliciano Argueta Rojo” se sumó al “Panzós Heroico” y tuvo bajo su mando entre 80 y 100 combatientes.

Publicación Prensa Libre 15 de julio de 1995.
Fue a mediados de 1993 cuando recibió la orden de trasladarse al Frente “Santos Salazar”, en el sur del país. Y no recriminó. El sabía que si la Comandancia le pedía estar ahí era porque había confianza en sus capacidades y era una necesidad.


Juan José Lemus Ortega, el Capitán “Leandro” murió en la mañana de aquel 14 de julio de 1995 junto a Merly, a pocos meses que se declarara el cese al fuego definitivo.

viernes, 10 de abril de 2015

Un golpe estratégico

cuando estemos capacitados para atacar, debemos parecer imposibilitados para hacerlo; cuando estamos usando nuestras fuerzas debemos parecer inactivos; cuando estamos cerca, debemos hacer creer al enemigo que estamos lejos; cuando estamos lejos, debemos hacerle creer que estamos cerca”. El arte de la guerra. Sun Tzu.



El enemigo había ubicado la posición de la fuerza guerrillera por la señal del equipo de radiocomunicación y, desde los primeros días de aquel septiembre de 1984 impulsó una operación de ablandamiento y destrucción de la insurgencia. La primera fase consistía en el bombardeo constante, con obús 105 milímetros.

Una de esas noches cayó un proyectil a pocos metros de una cocina guerrillera; por suerte los compañeros de turno habían concluido la tarea y regresado al campamento. No hubo ningún daño que lamentar.

Pero luego de varios días de bombardeo, el ejército estaba logrando en parte lo que se proponía: la fuerza guerrillera ya no dormía, por temor a perder la vida. Fue entonces que el mando entró al juego de estrategia y decidió mantener la señal de radio en el mismo sitio mientras el grueso de combatientes se movilizaban para preparar un contra ataque.

Unos días después el bombardeo se intensificó a cada media hora. Aquella pequeña unidad que se había quedado en el lugar, enviando y recibiendo mensajes falsos por la radio actuaba con disciplina militar y una profunda convicción revolucionaria.

Se acercaba el 15 de septiembre, día de la supuesta independencia de la corona española, fecha que para el Teniente Coronel, recién nombrado Comandante del Segundo Batallón de Infantería de la zona militar 23, tenía un significado muy importante, más aún si en aquel contexto festivo se informaba de un importante golpe a la guerrilla. Sería un hecho con trascendencia, no solo nacional sino internacional.

Pero ese plan estaba a punto de cambiar. El mando de las FAR dispuso colocar una emboscada entre las aldeas Los Chorros y Bethel, pues contaba con información que el puesto operativo de campaña estaba en la aldea Retaltecos, cercana a Bethel.

Había una observación, una contención y la fuerza principal, en la emboscada de aniquilamiento.

Sin embargo el cansancio hizo mella en el compañero de la observación, lo que permitió que pasaran los dos camiones por el lugar de la emboscada, sin que nada sucediera. Cólera e impotencia privaron en aquel momento en la mayoría de combatientes, pero los jefes guerrilleros, Martín y Orellana, decidieron esperar.

Media hora después los dos camiones venían de regreso y, sin que lo sospecharan en lo más mínimo, Martín y Orellana darían un golpe estratégico al ejército.

Nadie lo esperaba. Luego de diez días de constante bombardeo en la zona de operaciones de la guerrilla, su moral debía estar por los suelos. El siguiente paso sería que la insurgencia huyera hacía el área fronteriza, donde sería copada por tropas que ya habían sido cuidadosamente distribuidas…

En medio de la carretera había sido colocado un cono antitanque. El teniente “Pelache” era el encargado de detonar la carga y, al paso del primer vehículo soltó el chispazo. La montaña retumbó con aquel apagado estallido que se alarga en la selva con su fuerza destructora.  En milésimas de segundo el camión se elevó aproximadamente seis metros y cayó en la cuneta de la carretera, a unos 50 metros del lugar.

El segundo camión retrocedió, luego del minazo, para no entrar a la emboscada, pero pasó frente a la emboscada de contención donde fue recibido por los guerrilleros, con nutrido fuego de fusilería.  Aquel momento fue apoteósico e inolvidable para los combatientes, que vieron huir a la tropa kaibil, que se conducía en ese vehículo, sin oponer la más mínima resistencia.

El vehículo militar se detuvo a unos 250 metros, desde donde los elementos de tropa procedieron a lanzar granadas, con mortero 60 mm, pero no hicieron ningún esfuerzo por regresar a apoyar a sus compañeros.

Con el primer camión había que tomar precauciones y esperar los pasos programados. Pero la emoción del momento provocó que Santios, un compañero de la escuadra del Teniente Arturo, que no debía ir al asalto, se acercara al camión. Arturo le gritó que no lo hiciera, que le correspondía quedarse en su lugar. Pero no escuchó y cuando estaba parado sobre el camión, uno de los soldados sobrevivientes lo hirió de muerte.

Este grave error alteró la operación, porque después de la mina le tocaba al sargento Angelito lanzar un cohete.  No lo pudo hacer, pues al caer el compañero Santios se ordenó sacar su cuerpo.  Angelito, con impotencia, pedía autorización al teniente “Pelache”, para hacer el tiro, pero éste no lo permitió — ¡hay compañeros ahí! — gritaba.

El error de Santios ocasionó, no solo su propia muerte, sino también la de Ovidio y Rosalío. Tres valiosos compañeros habían caído.

El cuerpo del Teniente Coronel había quedado en media calle. Se le recuperó un fusil, un uniforme de gala, para la celebración del 15 de Septiembre y varios mapas de Petén, con toda la operación marcada con simbología militar.

Por aparte se recuperaron otros tres fusiles, los cuales, debido a la explosión, quedaron inservibles.

Unos días después el mando supo que en su primer paso por la emboscada los camiones iban vacíos, pues habían entrado a recoger al Teniente Coronel, a varios subalternos y soldados de élite que lo acompañaban, todos de las fuerzas especiales Kaibil.

El alto mando del ejército había concluido que las FAR tuvieron suficiente información de inteligencia para ejecutar aquella acción. Un elemento determinante para ello fue que la guerrilla “dejara pasar” a los dos camiones cuando iban vacíos y atacara media hora después, cuando el Teniente Coronel y sus subalternos iban en ellos. No sabían que un error había contribuido a la victoria.

La muerte del alto oficial y la recuperación de mapas estratégicos significaron el fin de la operación del ejército.

martes, 3 de marzo de 2015

La continuidad de la lucha

“Porque si uno cae,
uno cuyo amor
es más grande
que las catedrales juntas
de todos los planetas,
si uno cae,
es porque alguien
tenía que caer,
para que no cayera
la esperanza.”
Otto René Castillo


En la mente fría de un combatiente se tenía claro que la vida podía ser fugaz y que lo más importante era contribuir, en la colectividad, a incidir en los cambios que requería la construcción de un país diferente, pero en el corazón del hombre y la mujer había amor profundo y la pérdida de cualquier compañero o compañera dolía en el alma, más aún, si quien caía era el jefe, aquel que había mostrado con el ejemplo que el verdadero revolucionario debía ser formado día a día.

En el pelotón “Abel Mijangos” la moral se encontraba en crisis con la muerte de Sandokán, pero en sus principales jefes de escuadra la actitud era diferente. El dolor era igualmente grande, a lo que se sumaba cólera y deseos de encontrarse con el ejército, pero las enseñanzas del Teniente daban frutos y se llegaba a la conclusión de que la mejor forma de emularlo era seguir su ejemplo.

La fuerza tuvo que replegarse hacia el área de Los Josefinos, donde se encontraba la Columna “Luis Augusto Turcios Lima”, al mando del comandante Ruiz.

El segundo de Sandokán siempre fue Maximiliano, pero no podía de forma automática quedar en su lugar; era necesario nombrar a un nuevo jefe.

El comandante Ruíz llamó a reunión general. Impartió toda una cátedra de la lucha armada y del proceso revolucionario; recordó distintos momentos de la historia de las Fuerzas Armadas Rebeldes, desde su surgimiento y rememoró la calidad humana y revolucionaria de decenas de líderes guerrilleros, muertos por las balas enemigas.

Finalmente concluyó: “el compañero Sandokán ha muerto, ahora debemos nombrar a alguien en su lugar”.

Pero aquel grupo de guerrilleros muy jóvenes la mayoría, pidieron que no se les impusiera un jefe y solicitaron ser ellos mismos quienes lo eligieran.

En la guerrilla no era lo que se acostumbraba. Su funcionamiento era estrictamente militar, no se podían horizontalizar decisiones de esa naturaleza. Sin embargo, Ruiz vio en aquellos jóvenes una actitud inquebrantable. Además conocía de los méritos del Pelotón “Abel Mijangos”, ganados a pulso en una serie de acciones brillantemente conducidas por Sandokán. Aceptó la solicitud y les dio un tiempo breve para presentar sus propuestas.

Surgieron tres candidaturas. La primera fue la de Camilo “siete poses”; fue una auto-postulación. Él creía que tenía los méritos para conducir a esa fuerza. La segunda caía de su peso: Maximiliano, jefe de la primera escuadra y segundo de Sandokán, aunque en lo personal no quería asumir esa responsabilidad.

La tercera propuesta fue la de Gary; quizás en ese momento el más viejo del pelotón, aunque aún no llegara a los 30 años. Había sido catequista y organizador; tenía un alto nivel político y como militar era de vanguardia.

Se sometió a votación y resultó elegido Gary. Aceptó a regañadientes. Sabía que era un grupo de combatientes muy jóvenes fregones que le podían perder el respeto en cualquier momento. Pero todos le decían que no, que harían caso y sabrían comportarse. ¡Está bien!, les dijo, anunciándoles de antemano que tomaría el control con toda la disciplina del caso.

Cuando se informó al comandante Ruiz, nuevamente mandó a formar y en un acto militar anunció que Gary sería el nuevo jefe del pelotón y en ese mismo momento lo ascendió a Teniente.

Del Pelotón “Abel Mijangos” surgieron posteriormente otros oficiales: Arturo, René, Maximiliano, Belarmino, Walter, Jonny, Jaime, Rudy y muchos más, que en algún momento fueron formados por el inolvidable Teniente Sandokán.

viernes, 27 de febrero de 2015

El Teniente Sandokán parte 3

“De la montaña vendrán, mil campesinos con justa razón…”

La operación en Sayaxché tenía al menos dos importantes objetivos. El primero, hacer presencia en una cabecera municipal y lograr la movilización del ejército a la selva, donde sería más factible colocar emboscadas; el segundo, recuperar armas y vituallas, y en consecuencia elevar la moral de las y los combatientes.

El pelotón Abel Mijangos solo tenía en ese momento tres fusiles G3, de los que había recuperado el capitán Androcles Hernández en la emboscada de Yaltutú y dos M16; los demás eran rifles e incluso escopetas hechizas, a algunas se les desprendía el cañón con cada tiro y era necesario arreglarlas. Había una escopeta histórica, una 410 belga, que tenía un tubo largo de aluminio; era tan vieja que se le había colocado una gota de plomo, como punto mira y el percutor era un clavo que se jalaba con un hilo de pescar.

En la toma del destacamento de la Guardia de Hacienda, en Sayaxché, la 410 la llevaba el sargento Walter, que entró junto a Sandokán, al frente. La actitud del jefe impregnaba fuerza y valentía en el resto de la tropa.

La operación fue exitosa; no hubo bajas y se recuperaron al menos 17 carabinas M1, pistolas 38 y uniformes.

El ejército reaccionó e inició la persecución; pero cuando estaba cerca del grupo guerrillero se detuvo, al considerar que estaban en una posición de debilidad. La población rumoreaba que era una columna de más de 300 guerrilleros; que el jefe era un hombre alto y barbado, que seguramente era europeo y que además iban cubanos, argentinos y chilenos. Nada más alejado de la verdad.

A finales del 81 Sandokán y su tropa se tomaron un descanso, en los alrededores de la aldea Nueva Libertad; su terruño querido. En otras comunidades empezaban las masacres del ejército. El Teniente decidió planificar una emboscada en las cercanías de los destacamentos de El Subín y Sayaxhcé.

Ese día se tuvo información que el ejército se estaba movilizando en dos camiones que cargaban maíz, con el fin de no llamar la atención y evitar ser atacados. Sandokán colocó a un pequeño grupo de combatientes en el cruce del Subín, con la orden de dejarse ver y enviar un mensaje al ejército en el que se indicaba que ahí los estaban esperando. El enemigo intentaría aniquilar a ese pequeño grupo insurgente y para ello irían en los dos camiones civiles.

Sin embargo la emboscada había sido colocada a unos 300 metros de la aldea donde se encontraban los soldados; cuando ingresaron al área de la acción fue detonada una mina 30, que volcó completamente a uno de los camiones y de inmediato inició el fuego de la fusilería. Era la guerra, el olor a pólvora y a muerte.

El teniente ordenó la retirada para no poner en riesgo a su gente. A pesar que había armas y cuerpos regados por todos lados, los soldados del otro camión hacían resistencia. Habían sufrido un número considerable de bajas, mientras que en la tropa guerrillera se reportaba un compañero con una herida superficial.

Sadokán mantenía al pelotón en las cercanías de El Subín, Sayaxché, Bethel y el Naranjo; pero cada vez era más peligroso permanecer en el área. El ejército capturó a un desertor, que fue forzado a entregar todo lo que conocía: buzones y campamentos.

Ese día Sandokán escuchaba el parte de una patrulla que había salido a revisar algunos buzones que aún quedaban. Terminó de recibir la información y llamaron a comer; había arroz y frijoles, un gran platillo en ese momento.

Comían todos tranquilos cuando se escuchó un tiro y luego una detonación más fuerte. Ya nos cayeron estos cabrones, dijo el Teniente, en el mismo momento en que mandó a formar filas.

Sandokán se llevó a tres compañeros hacia el punto de la posta; su objetivo era rescata al compañero que se encontraba en aquel lugar.

Gary y otros combatientes permanecían en sus posiciones de fuego. En un claro que tenía enfrente apareció un soldado al que aniquiló de inmediato. Otro, que iba atrás gritó ¡cayó uno!, ¡cayó uno!, pero también cayó, por las balas guerrilleras.

En esa posición se mantuvieron Gary y Belarmino.  A los pocos minutos apareció el compañero Fidel, también conocido como “el Chante”.  Agitado y nervioso les dijo: ¡mucha, retírense!, ¡hirieron a Sandokán! Todo cambió en aquel momento. La prioridad era salvar la vida del jefe.

Roberto, el Chante y Gary sacaron a Sandokán, mientras que Belarmino, el Wilo y Adrián se quedaron conteniendo al enemigo.  Posteriormente se dirigieron al lugar acordado, como a una hora de camino. La herida que tenía el Teniente era grave. Había ingresado por el hombro, pero de una bala de Galil se podía esperar cualquier cosa. Es un tiro diseñado para cambiar de trayectoria al tocar con una superficie dura.

La situación era delicada y había que ir a buscar urgentemente medicamentos para curar al jefe. Maximiliano, el segundo de Sandokán, pidió voluntarios para aquella tarea. Jaime “la Yegüita” fue el primero y Gary de inmediato dijo que él también iba.

Debían entrar a la aldea Las Cruces, con ropa civil, sólo portando pistolas y granadas, y pasar en medio de los comandos. No pudieron entrar esa noche. El ejército tenía copadas las entradas.

Muy temprano pudieron meterse, disfrazados entre un grupo de campesinos. Gary fue a la farmacia de un conocido e inventó que un familiar suyo se había herido un en la montaña y no podía moverse. Iniciaron el regreso nuevamente y cuando se acercaban al campamento, donde habían dejado a Sandokán escucharon otro combate…

Unas 12 horas después de haber acampado en aquel lugar y que Jaime y Gary salieron en busca de medicina se le apagaba la vida a Sandokán. Rudy llegó donde estaban Wilo, el Chante, Aroldo y Belarmino y les dijo: Compas, Sandokán quiere hablarles.

Era el momento más triste que vivieron muchos de ellos. Fue entonces que les dijo: Compas, yo ya me voy a ir, pero quiero que sepan que estoy orgulloso de ustedes, por favor, sigan adelante, la lucha no debe detenerse.

Aquellos duros guerrilleros se quebraron con esas palabras. Sabían que tenían a un gran hombre enfrente, que se estaba muriendo y que aún así les quería inyectar valor y confianza en la lucha y en el proyecto revolucionario. Algunos de ellos no pudieron hablar; un nudo en sus gargantas les impedía decir cualquier cosa.
Sandokán eligió su nombre del protagonista 
de una serie de noveles de aventuras 
escritas por el italiano Emilio Salgari.

A eso de las 5.30 de la mañana uno de los compañeros del servicio médico les llevó la noticia: Sandokán acababa de morir.

Salieron todos con el deseo de encontrarse con el ejército y morir combatiendo. Pero la mejor decisión que encontraron fue retirarse de ahí y buscar el mejor sitio para depositar el cuerpo del teniente. Fue en un lugar entre el Subín y las Cruces, donde enterraron sus restos.

miércoles, 25 de febrero de 2015

El Teniente Sandokán parte 2

De la montaña vendrá un campesino con justa razón….

Ocho meses después, Sandokán y el resto de compañeros que pasaron el curso de oficiales regresaron al frente y encontraron que el Teniente Vidal había caído en combate. Fue doloroso para todos, pero había que emular su lucha y continuar. La decisión de asumir el mando recayó en él.

Sandokán lo tomó con el temple que lo caracterizaba y aún más, con el deseo de combatir contra el ejército como el mejor, y más temprano que tarde alcanzar la victoria final.

De complexión fuerte, 1.80 de estatura, con barba, pelo largo y boina, no parecía lo joven que realmente era; en la comunidad se había ganado el mote de “mano de piedra”, en alusión a Roberto “Mano de Piedra” Durán, el famoso boxeador panameño.

Pero la humildad y calidad humana las demostraba en el trato a sus subordinados, así como a los colaboradores y pobladores con los que tenía contacto; predicaba con el ejemplo: iba por su leña, pedía su turno de posta y ocupaba la primera línea de fuego para enseñar a las compañeras y compañeros que se podía dar más; que había en cada quien muchas más capacidades.

Conforme pasaba el tiempo se ganaba más el respeto de su gente y de la misma población, a la que llegaban comentarios sobre un valeroso guerrillero que además enseñaba a sus combatientes a resguardar la integridad de la población, a proteger los bienes de los campesinos y a pagar lo que en algún momento consumían: frutas, elotes, miel, frijol y maíz.

Su forma de actuar con el pueblo era consecuente lo que pensaba y creía. Su segundo al mando era el sargento Maximiliano, a los que seguían Rudy, Jaime “Yegüita”, Gary, Orantes y el Wilo.

El teniente Sandokán diseñó una campaña de operaciones, entre las que se propuso dar saltos de calidad, a pesar de no contar con buen armamento. La primera acción fuerte fue el ataque al destacamento ubicado en la aldea Las Cruces, en los primeros días de septiembre de 1981.

Turcios y Johny fueron enviados a explorar el destacamento, aunque ninguno de los dos sabía realmente lo que estaba haciendo. Ingresaron a la zona con el mayor cuidado posible y a su regreso el Teniente los puso a dibujar lo que habían visto.  Era mejor a nada.

Sin embargo, el verdadero problema fue cuando entraron de noche a buscar el lugar y no encontraban nada. Antes habían dejado sus mochilas escondidas en un potrero.

Cuando al fin se acercaron a los alrededores del destacamento dispuso a los combatientes en dos contenciones y al menos 15 se dirigieron con él  a ejecutar el ataque; en total eran unos 25 guerrilleros, armados con rifles, revólveres y escopetas.  El combate duró más de tres horas, pero el poder de fuego del enemigo era superior y fue necesario retirarse.

Cuando llegaron al punto donde habían dejado las mochilas, o mejor dicho las “costalías”, a eso de las 6 de la mañana, ya no había ninguna: las vacas habían acabado con todo; pedazos de hamacas y uniformes estaban esparcidos en los alrededores.


A pesar de todo la moral no disminuyó. Poco tiempo después, luego de la evaluación y análisis de los errores, se dispuso la siguiente acción, esta vez el objetivo era el puesto de la Guardia de Hacienda, destacado en la cabecera de Sayaxché, al sur de Las Cruces, entre el Subín y las Pozas.

domingo, 22 de febrero de 2015

El Teniente Sandokán parte 1

“Compa… yo ya me voy a ir... quiero que sepan que estoy orgulloso de ustedes... no se detengan…, la lucha debe continuar…”.

Con esas palabras se le iba la vida, en febrero de 1982, a un joven oficial de 24 años: el teniente Sandokán, jefe del pelotón “Abel Mijangos” en el Regional Norte “Capítán Androcles Hernández”. Luego de concluir una campaña de operaciones que él mismo planificó y ejecutó, el campamento guerrillero donde se encontraba fue descubierto por las fuerzas castrenses. Como había sido toda su vida militar, de ejemplo y de vanguardia, no se retiró con los primeros tiros, se quedó junto a su tropa, para garantizar que todos vivieran. Una bala enemiga llevaba su nombre.

En 1967 otros jóvenes oficiales de las FAR incursionaron en Petén con el objetivo de construir un bastión guerrillero; aquella aldea, que los compañeros denominaron en aquel momento como “Plaguitas”, por la interminable plaga de mosquitos que tenía, era La Nueva Libertad, comunidad en la que nueve años antes nació Sandokán.

Sandokán llevaba en la sangre, no solo el color, que lo identificaba con la lucha, sino la herencia de sus ancestros y el legado de aquellos oficiales de la vanguardia de las FAR, que también regaron con con sangre aquella zona petenera, Androcles Hernández, Lucio Ramírez, Herbert, Raúl Orantes, Abel Mijangos, Antonio Guamuch…

Quizá por la mente de Sandokán pasó en algún momento de su niñez el deseo de ser como muchos campesinos; tener una pequeña parcela, aportar a su familia y a su comunidad y seguramente construir su propio hogar… pero otro sería su futuro.

El contexto político social cambió su vida; el movimiento revolucionario ampliaba sus áreas de operaciones. En aldeas y caseríos crecían las células organizativas y el ejército reaccionaba con violencia; asesinaba a los potenciales líderes y  a sus familias, además de reclutar de forma masiva a los adolescentes, para incorporarlos a sus filas.

Muy pronto, el joven soñador debió salir de su natal aldea La Nueva Libertad e irse a la montaña con los compañeros, donde tomó el nombre de Sandokán. Con el correr del tiempo, relativamente poco, obtuvo el grado militar de Teniente.

Sandokán integró el primer grupo de combatientes que recibió un curso de oficiales, en el que mostró disciplina, capacidad e integridad revolucionaria.

No todo era perfección, por supuesto. Cuentan que en aquellos días de estricta disciplina, en la escuela de oficiales, a algún travieso guerrillero se le ocurrió escribir en uno de los baños: “aquí se caga hasta el más valiente”; una frase que literalmente contenía una verdad absoluta, pero que en el fondo llevaba un doble sentido.


Al darse cuenta del hecho, los oficiales instructores reunieron de inmediato a todos los guerrilleros que recibían el curso y que estaban ahí en calidad de reclutas. Pidieron que de inmediato dijeran quién había hecho el famoso escrito, para que fuera sancionado con la rigidez del caso, de lo contrario todos recibirían la misma sanción, pero nadie dijo nada. Algunos, que no veían en aquello más que una broma, aceptaron la sanción como propia, otros, los menos, deseaban descubrir quién había sido el gracioso, para darle un escarmiento. Nunca lo supieron.

miércoles, 28 de enero de 2015

El Subteniente Rudy

Cuando escribí sobre los Martínez señalé sobre lo numerosa que era esta familia (y aún lo es), al igual que la de los Figueroa y otras. Eran tanto los integrantes de estos grupos familiares, la mayoría luchadores revolucionarios, que más de uno he debido olvidar, pero luego de rememorar con los mismos actores, he recordado. Cabe entonces recapitular y, en honor a su aporte en la gesta revolucionaria, retomar sus nombres y rendirles en este espacio, un pequeño homenaje.

El subteniente Rudy era el penúltimo de los Martínez, pero contradictoriamente uno de los primeros que se incorporó al movimiento revolucionario. Él y su hermano menor establecieron contacto con la guerrilla, entre 1975 y 1976; su primer responsable fue “Delfino”, con quien conformaron grupos de milicianos. Delfino logró organizar unas 17 células en los alrededores de Melchor de Mencos, la aldea Las Viñas y parte de Santa Ana. Cada célula estaba integrada por seis personas.

En 1978 los nombres de varios integrantes de la familia Martínez aparecieron en un listado de la denominada “Mano blanca”, uno de varios escuadrones de la muerte que surgieron en el país en aquellos años. La organización decidió que los compañeros y compañeras que ya se habían “quemado”, se trasladaran a otra zona. Fue así que se dispuso que los Martínez se reubicaran en el otro extremo del departamento, ahora en las cercanías de la frontera con México.

Para 1981 la consolidación de la fuerza guerrillera en Petén se convirtió en una tarea estratégica; la comandancia logró integrar la columna guerrillera “Luis Augusto Turcios Lima” con fusiles M-16 y uno de sus mejores jefes, sin embargo hubo factores que minaron la moral de la tropa y algunos de ellos desertaron.

Por aquellos días se conformó el pelotón Abel Mijangos, al mando del Teniente Sandokán y algunos de los combatientes con alto nivel revolucionario prefirieron cambiar de mando, entre ellos Rudy, que a pesar de las condiciones y vejámenes a los que se enfrentó, nunca perdió la proyección, la moral, la perspectiva revolucionaria.

En una ocasión, en el año 82, el Teniente Sandokán los envió a sacar miel al apiario de un compañero, cercano a la aldea Josefinos. El objetivo del Teniente era guardar la miel en ánforas y dejarla embuzonada; sabía que este preciado néctar no se descomponía y era necesario tener provisiones para el futuro.

Belarmino se quedó de posta; prefería detectar un probable ataque enemigo que enfrentarse a las abejas, mientras que el resto de compañeros se fueron a castrar. En eso estaban cuando el ejército ingresó al área entre la posta y el apiario que se encontraba en un descampado, a unos cien metros de la montaña. En los alrededores había zarza, de un tipo conocido como cola de iguana que tenía tres líneas de espinas con gancho, que no sólo podía hacer trisas la ropa, sino que arrancaba literalmente la piel.

Desde la posta Belarmino vio pasar un pantalón camuflado debajo de las cajas, que tenían al menos un metro de altura; sabía que la mayoría de compañeros tenían en esos momentos uniformes de color caqui, que habían sido donados por un compañero que trabajaba en combate a la Malaria, pero no se animó a disparar.  A como pudo rodó hacia donde se encontraba el compa René, que tenía la mala costumbre de hablar a gritos.  Belarmino le hacía señas, asustado, para viera si había un militar a su lado.

Como era de esperarse René gritó: ¡qué jue'putas pasa! y el soldado se tiró a tierra. Fue entonces que empezó el traqueteo. Unos y otros disparaban mientras se desplazaban entre la maleza.

Los compañeros reculaban hacia el zarzal. Era la única salida, en tanto Belarmino mantenía su posición. Con su carabina M2 trataba de apuntar hacia la posición enemiga. Ellos, en cambio, le concentraron fuego.

Rudy y Arturo regresaron a buscarlo y le gritaron que se retirara, pero el fuego enemigo casi rozaba su cabeza; Rudy se acercó casi a la par de Belarmino, para cubrirlo y lograr que saliera de ahí. Del otro lado del zarzal ya nadie les dio seguimiento.

Rudy, además de ser un gran combatiente, era autodidacta; aprendió mucho de los libros que con dificultades llevaba en su mochila; llegó a tener una visión política superior a la de muchos otros oficiales y asumió el rol de comisario político. Portaba además un radio de transistores en el que escuchaba todos los días, de forma disciplinada, las distintas emisiones del radionoticiero “Guatemala Flash”.

El subteniente Rudy, de baja estatura, pero de muy alta calidad y moral revolucionarias, se ganó un lugar en la guerrilla, pero principalmente el respeto y aprecio de las compañeras y compañeros con quienes combatió.