miércoles, 21 de septiembre de 2016

Los caídos

En un septiembre como éste fue capturado aquel joven cuando buscaba restablecer contacto con sus compañeros en un punto de emergencia; casi todos los integrantes de su unidad habían caído. Era la última posibilidad de reencontrarlos… y no lo logró.  Un comando de elementos de la G-2, dispuestos estratégicamente en el lugar de encuentro impedía la más mínima posibilidad de fuga.

Su madre y su tía lo buscaron por todas partes; acudieron a la oficina de la G-2 en el Palacio Nacional, donde fueron recibidas de la manera más cordial:  —Su hijo va aparecer, no se preocupe; “ha de estar con esa gente”. Pero cuéntenos: ¿tiene novia?, ¿cómo se llama?, ¿dónde vive?, ¿dónde estudia?, ¿y sus amigos más cercanos…?  Tampoco recibieron respuesta a esas preguntas.

Las dos mujeres, desconsoladas, se acercaron a un primo militar. Un oficial de alto rango en la Fuerza Aérea. En algo podría ayudarlas, pensaron.  Pero su respuesta también fue fría, sin sentimientos, sin humanidad:  —Mirá, si estaba metido en babosadas no puedo hacer nada. “En el ejército la consigna es guerrillero visto, guerrillero muerto”.

Esa fue la última vez que lo visitaron. Unos meses después su hijo murió mientras atacaba a una columna guerrillera en Chimaltenango. El A-37 descendía vertiginosamente por el desfiladero, soltaba su carga mortal y se elevaba nuevamente, apenas a tiempo para superar la cima de la montaña.  Tres, cuatro veces repitió la operación. En la última, las balas guerrilleras lograron averiarlo y perdió fuerza. No logró la altura necesaria y se estrelló violentamente.

El ejército se apresuró a informar que había sido un accidente mientras realizaban maniobras de entrenamiento. No podían aceptar públicamente que las fuerzas guerrilleras lo habían derribado y fue enterrado sin honores. Eran los tiempos de la guerra.

En una carta, dirigida al entonces Jefe de Estado, general Óscar Humberto Mejía Víctores, aquella madre afligida, con el corazón en la mano, escribió:

“…Como madre angustiada por la violencia que vive el país y con la seguridad de que usted, como Jefe de Estado y sus voceros oficiales han asegurado al pueblo de Guatemala y al mundo entero que en este país se respetan los derechos humanos, principalmente el derecho a la vida, que es el más sagrado que posee el ser humano…”

“A usted, señor general, respetuosamente pido:

1. Que dé sus órdenes a donde corresponda para que se investigue a quién o quiénes pertenecen las placas denunciadas.
2. Que se respete la integridad física de mi hijo.
3. Que, aún creyendo que mi hijo es inocente de cualquier señalamiento, se consigne a los tribunales de justicia como en derecho corresponde, en caso de haber cometido delito alguno.

Mi hijo, señor general, no está desaparecido.
Mi hijo, señor general, no está secuestrado.
Mi hijo, señor general, lo tiene el ejército.”


Un 5 de enero recibió un telegrama firmado por el jefe de la G-2, para que se presentara a una entrevista. La señora llegó pero sólo fue objeto de un nuevo interrogatorio. Muchos años después, en 1999, cuando se hizo público el “Diario Militar” pudo constatar que un día antes de recibir aquel telegrama habían matado a su hijo; en la ficha se lee: “04-01-84: Se lo llevó Pancho”.