lunes, 17 de julio de 2017

La colaboradora

La guerrilla guatemalteca tuvo un número relativamente pequeño de combatientes. Algunos medios de comunicación toman como base informes de inteligencia militar para decir que fueron 15 mil elementos armados, en los años más cruentos del conflicto armado interno. El ejército por su parte llegó a tener en esos mismos años 45 mil efectivos.

Había soldados que comentaban que un guerrillero equivalía a 20 de ellos. Esto no era una creencia o una leyenda trasladada de boca en boca, oficiales e instructores se los mencionaban a cada rato, con base en el análisis de la forma de operar de la guerrilla: el factor sorpresa, la concentración y dispersión de fuerzas, el conocimiento del terreno, pero principalmente una base social en constante crecimiento.

Y es que una cosa era el número de elementos armados y distribuidos en los distintos frentes de guerra, en selvas, montañas, llanuras y ciudades, y otra el aparataje que hacía funcionar a la guerrilla, como los equipos de logística, inteligencia y comunicaciones, de carácter militar, pero también, y con una función más estratégica,  los políticos, los organizadores, formadores de simpatizantes y militantes, en aldeas, caseríos, barrios y ciudades.  En otros países realizaban su labor los diplomáticos, militantes y colaboradores, con tareas específicas. Muchos de ellos, sin ser de izquierda habían tenido que salir al exilio antes de ser asesinados en el país, por tener pensamientos diferentes a la clase gobernante o rechazar tajantemente que la divergencia se pagara con la muerte.

Si en algo tenía razón el ejército era que la guerrilla nunca hubiera podido posicionarse y crecer, sin una importante y valiosa base social. Colaboradores y colaboradoras estaban diseminados en todo el territorio nacional y daban su aporte a la causa, con comida, refugio e información.

Esta es la historia de una colaboradora, en la ciudad de Guatemala, como muchas otras, pero también como muy pocas: por su entrega incondicional, por su carácter, por su valentía y coraje; por su disciplina.  A tal punto que en algún momento sus responsables creyeron que sería una valiosa guerrillera.  Pero no. Su función era esa y había que aprovecharla ahí, al máximo.

Tuvo una infancia difícil, pero feliz, en el occidente guatemalteco junto a dos hermanas más y un hermano.  Eran hijos de una madre soltera que luchó toda su vida por ellos, para que tuvieran lo indispensable y salieran adelante.  Aún recuerda una navidad cuando recibieron de regalo un dulce, amarrado en pequeñas bolsitas; el regalo de su hermano era una moneda de muy poco valor, metida en una cajita de fósforos.  Era un niño que miraba a sus amigos recibir obsequios de mayor calidad y quería algo igual.  Abrió el regalo y colérico lo lanzó hacia el monte.

Ella, muy joven partió hacia Quetzaltenango donde hizo sus estudios de magisterio en un internado y en cuanto consiguió trabajo se empeñó en ayudar a su madre y a sus hermanos. Se enamoró de un muchacho y juntos decidieron trasladarse a la capital, en busca de un mejor trabajo. Con una hija casi de brazos, quedó viuda y pasó más de un año en condiciones difíciles.

Fue en un colegio de la zona 1 donde conoció a Rolando Morán y a César Montes quienes desde entonces se dieron cuenta que era una mujer que emanaba respeto y confianza.  Para entonces ya estaba casada con un abogado y vivía cómodamente en una casa del centro, muy cerca de todo, y aunque logró estabilidad económica, su identidad de clase, sus orígenes, nunca los olvidaría.

Rolando y César le hablaron claro. Ella se entregaba de lleno con sus amistades, pero además le nacía del alma: ofreció apoyar en lo que pudiera. Fue así como se convirtió en una de las más importantes colaboradoras de las FAR en aquellos tiempos.

Muy pronto conoció al Comandante Turcios, quien pasaba muy seguido por su casa. Ocultó armas, dinero, llevó mensajes, cartas y documentos a distintos lugares del país, pero también al extranjero. Nunca la descubrieron; incluso en los momentos más difíciles, con soldados subiéndose al bus. No mostraba el más mínimo nerviosismo: sonreía y bromeaba con ellos.

El domingo 2 de octubre de 1966, Turcios Lima pasó por la casa de la colaboradora. Ella lo invitó a quedarse más tiempo, pero el comandante debía cumplir una tarea más. La vida no le alcanzaría: murió en un aparente accidente de tránsito una hora más tarde.

En los años 70’s, luego de los acontecimientos en la Sierra de las Minas continúo dando su aporte a la causa revolucionaria. La visitaban Pablo, María y otros mandos de las FAR y ella mantenía su fidelidad de siempre: iba, venía, traía, llevaba, aunque la situación de seguridad era cada vez más complicada.  Aumentaba la represión en los departamentos y en la capital iniciaba una época de violencia selectiva.

Por si fuera poco para el sufrido pueblo de Guatemala, el 4 de febrero de 1976 un terremoto sacudió gran parte de su territorio; más de 23 mil personas perdieron la vida y otras 77 mil quedaron heridas; al menos un millón 200 mil personas quedaron sin hogar.

Las condiciones sociales, políticas y económicas  favorecían el discurso de izquierda y el pueblo lo sabía. El riesgo de que se profundizar la lucha armada era inminente. Fue entonces que se implementó una campaña que levantaría el perfil del decadente general Kjell Eugenio Laugerud García: “Guatemala está en pié”, que llevó a la solidaridad de las y los guatemaltecos para levantar al país. Además, el aporte de naciones amigas y la visión estratégica de los Estados Unidos permitieron que en menos de un año se percibiera una Guatemala con nuevos bríos.

En 1977 se incrementó la represión en la capital, para acabar con las voces críticas: Robin García, en la Universidad de San Carlos; Leonel Caballeros en Diversificado; Mario López Larrave, Decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la USAC.  Los años siguientes trajeron más sangre y dolor a la familia guatemalteca: Oliverio Castañeda, Antonio Ciani, Manuel Colom Argueta; Alberto Fuentes Morh y tantas y tantos más.

La colaboradora se mantenía firme en sus principios y algunas veces tuvo que tomar medidas de seguridad, su actitud y visión estratégica le favorecían.  En la época de campaña política del general Ángel Aníbal Guevara, quien estaba previsto que fuera presidente de Guatemala al concluir su período Romeo Lucas García, se acercó a un grupo de esposas de militares, que mantenían reuniones sociales de apoyo al candidato. Obtenía en ese ambiente información privilegiada que trasladaba a la guerrilla.

Pronto vendrían los años más difíciles del conflicto armado, con la llegada de Efraín Ríos Montt al poder; las masacres en los departamentos y la represión en la capital. La guerrilla recibió golpes fuertes en la urbe; cayeron valiosos cuadros político-militares y otros tuvieron que salir del país.

Poco a poco la colaboradora dejó de aportar, no por deseo propio, por cierto: la buscaron menos. Ella jamás perdió la verticalidad de sus ideas.

Los años, como es natural, la fueron consumiendo y en 1997, aún con aquellos ojos picarescos y su sonrisa campechana se acercó a saludar a uno de los comandantes de la URNG que recién había regresado al país; uno de los compas de seguridad le impidió el paso.  Entonces gritó: —¡Fulanito!, soy yo, ¡¿me recuerda?!  Pero un “Disculpe, no la conozco”, recibió como respuesta.

Ella se fue, un tanto desconsolada y justificó la reacción del comandante: — Ya está viejo y era de los que menos llegaban conmigo.

Ahora, en 2017, cuando está por cumplir sus 85 años,  la colaboradora ha cambiado mucho.  Su memoria la empezó a abandonar desde hace algunos años, pero aún recuerda con nostalgia sus años dorados.


Siempre que la veo y tenemos oportunidad de hablar de antaño me dice: — ¡Cómo me gustaría saludar a manzana! El era de los que más la visitaban. 

sábado, 17 de junio de 2017

Los inicios de las FAR en Petén

"Androcles abriendo caminos,
creando amaneceres a tientas,
sembrando fuerzas, conciencias,
Feliciano abarcando el mundo,
lleno el porvenir, al descampado,
cayendo y levantándose,
con el grito de siempre en la memoria"
Esaú Ruíz

Corría el año 1967. El ambiente interno en las Fuerzas Armadas Rebeldes era tenso y complicado a raíz de la muerte del Comandante Luis Augusto Turcios Lima, en octubre de 1966 y el fracaso militar de la  guerrilla en la Sierra de las Minas con la pérdida de valiosos cuadros. La visión política era diferente: se había demostrado que las FAR era una fuerza en crecimiento, compuesta por militantes que entregarían hasta la última gota de sudor y sangre para alcanzar sus objetivos. Se cometieron errores, era cierto, pero había que enmendarlos, aunque impulsar nuevas iniciativas implicara incurrir en nuevos desaciertos. Por el momento era necesario replegarse.

En la mentalidad del revolucionario de aquella época destacaba el ejemplo del pueblo vietnamita, que empantanaba día a día al ejército estadounidense, a pesar de que éste contaba con armamento y equipo muy superior. Los vietnamitas ponían en práctica una estrategia de guerra de guerrillas, en un terreno selvático: su territorio, que conocían como la palma de la mano y dirigidos por estrategas militares.

Algunos revolucionarios guatemaltecos creían en aquel momento que el mejor terreno para iniciar algo parecido en el país era la Zona Reina de Quiché, compuesta por montaña, selva y población indígena, harta de las condiciones de miseria que habían vivido desde siempre, aspectos que permitirían un reclutamiento masivo.

Pablo ordenó iniciar un proceso de incursión. De a poco, para que el enemigo no se percatara del plan estratégico. La idea era que una unidad militar, integrada por guerrilleros experimentados se trasladara a Petén, para luego iniciar la exploración por las márgenes del Usumacinta, el río La Pasión y el río Salinas, que más arriba toma el nombre de río Negro, ya en territorio de Quiché.

Había que explorar toda esa ruta y construir vías logísticas que permitieran la sobrevivencia y mantenimiento de la fuerza guerrillera.

Pero después de varios meses el avance era nulo. La vanguardia encontró resistencia en la población de la cooperativa Pipiles, a donde habían llegado. Nadie les creía que su intención fuera convertirse en cooperativistas, mucho menos se animaban a prestarles una lancha, que les habría facilitado la exploración hacia Quiché.

Rigo, hermano de Pablo y uno de sus hombres de confianza para aquella operación, regresó en dos ocasiones para informarle sobre las adversidades con las que se habían encontrado, pero también los aspectos positivos que se estaban dando en territorio petenero. Desde unos años antes muchos campesinos del sur y el oriente del país se habían trasladado al Petén, como colonos movilizados a esa zona por el mismo gobierno. Y aunque el supuesto objetivo era dar tierra a población necesitada, la verdadera intención de políticos y militares era que se abriera brecha en selva virgen, para beneficiarse de sus riquezas.

El grupo de avanzada descubrió que en otras localidades estaban instalados, desde hacía algún tiempo, familiares de algunos compañeros.

Pablo decidió viajar personalmente a Petén, para corroborar la versión de su gente. Compraron el equipo necesario: mosquitero, botas, cuchillos, brújula, encendedor, linterna, machete, lima, anzuelos y nylon para pescar, además de camisas de manga larga. También adquirieron un motor marino que sería llevado por un campesino con una historia creíble, para no levantar sospechas.

Los tres iban juntos en el mismo vuelo de Aviateca, pero Pablo y Rigo iban atrás, alejados del campesino para evitar riesgo. Ambos guerrilleros llevaban sus pistolas en la cintura. La seguridad en las terminales aéreas no era tan estricta en aquella época, aunque sí había en sus alrededores un importante número de elementos policiales, tanto uniformados como de civil.

Antes de descender del C-46 Pablo vio desde la ventanilla que en las gradas estaba el hermano del "Gallo Giro". El Giro era un traidor responsable de la muerte de varios compañeros, que se había vuelto "famoso" al ser presentado públicamente por el ministro de la Defensa ante los medios de comunicación. El hermano del Giro también había estado alzado, pero desertó unos meses antes. Pablo le avisó a Rigo y éste se pasó hacia adelante para protegerlo e instintivamente montaron sus armas. El piloto, que aún no había bajado percibió que algo grave estaba por suceder y salió corriendo para advertir a los elementos de seguridad.

Los oficiales guerrilleros lograron a empujones bajar la escalinata y se atravesaron la pista hacia un costado colindante con el río La Pasión, para luego dirigirse hacia atrás, donde comenzaba la selva. Los policías corrían tras de ellos, ordenándoles detenerse, pero Pablo y Rigo alcanzaron la espesura y se perdieron. Literalmente perdidos y sin equipo de sobrevivencia, pues el equipaje había quedado en el avión.

Aquellos hombres estuvieron deambulando en la selva durante tres días. Rigo recordaba que la comunidad de los compañeros estaba a unos 15 kilómetros de ese lugar, río arriba, Pero no siempre podían movilizarse por las márgenes, donde había áreas pantanosas llenas de jimba y güiscoyol, plantas con espinas que impedían el paso al más valiente. Debían caminar selva adentro y era entonces que volvían a extraviarse. Luego de horas de camino se daban cuenta que estaban caminando sobre sus pasos.

Fue hasta el tercer día que encontraron una especie de vivero, caminaron muy despacio y vieron a un campesino, al que decidieron hablarle. Le dijeron que habían salido de cacería y se habían perdido, pero no parecía creerles.  El campesino los vio en un estado lamentable y les regaló agua y comida. Los dejó que descansaran un rato y luego les dijo: — Miren, ténganme confianza, ustedes son los que se fueron del avión.  Pablo y Rigo trataron de negar tal aseveración, pero el campesino insistía e insistía.  Fue hasta que dijo: — Los compas los andan buscando por el río. Han pasado en un cayuco con motor varias veces, tratando de ver si los encuentran.

Aquellas palabras convencieron a los experimentados guerrilleros, que decidieron identificarse: —  Sí, somos los del avión. Por favor ayúdenos a encontrarlos. Después de tomar todas las medidas de seguridad, el campesino los reunió con los compañeros.

Luego de los abrazos y la alegría de volverse a ver supieron que el compañero que venía en el avión con ellos pudo salir sin novedad y recoger con su ticket el motor marino; el mismo motor que colocaron al cayuco para buscarlos por el río y que estaba destinado para la exploración hacia la Zona Reina, que aún estaba entre sus planes.

Petén todavía estaba lejos de convertirse en un bastión guerrillero.

lunes, 17 de abril de 2017

¡Si pudiera… regresarte a la vida!

Pero como eso no es posible 
solo nos queda emular tu práctica revolucionaria 
¡ALIOTO VIVE!

Era 1994 y el proceso de diálogo y negociación avanzaba vertiginosamente; el 29 de marzo de ese año se firmaba el Acuerdo Global de Derechos Humanos, que permitiría la presencia en Guatemala de la Misión Internacional de Naciones Unidas (MINUGUA), un acuerdo de suma trascendencia en el país, para alcanzar la paz.  El 17 de junio se suscribe el acuerdo para el Reasentamiento de las Poblaciones Desarraigadas por el Enfrentamiento Armado, y apenas unos días después, el 23 de junio, se logra el acuerdo sobre el Establecimiento de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de las violaciones a los derechos humanos y los hechos de violencia que han causado sufrimiento a la población guatemalteca.

Se daban pasos importantes que coadyuvarían a sentar las bases para el definitivo cese al fuego, sin embargo la guerra aún no terminaba y era necesario, tanto para la guerrilla como para el ejército, mantener la correlación de fuerzas a su favor.

El Frente Sur “Santos Salazar”, de las FAR, emergía como el “Ave Fénix”, luego que fuera desarticulada la plana mayor en marzo de ese mismo año. El comandante Martín y dos de sus principales oficiales habían sido capturados.

El Comandante Pablo ordena el traslado inmediato del Capitán Leandro, además de reforzar el frente con cuadros medios de comunicaciones, inteligencia y servicios médicos. La guerra continuaba en todo el país. No cabían muestras de debilidad que permitieran al enemigo fortalecer su posición.

En noviembre de 1994 la situación social en la capital guatemalteca se torna violenta. Nuevamente la demanda social por el precio del transporte urbano de 65 centavos a un quetzal con 25 centavos, llevaba a miles de personas a las calles por casi quince días.  Como siempre, el estudiantado combativo de la Universidad de San Carlos de Guatemala, USAC, se colocaba a la vanguardia de las demandas populares.

Cientos de universitarios organizados en la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) sabían que este era otro frente de lucha y que tampoco había que ceder un ápice a las imposiciones de las fuerzas represivas, en contra de los legítimos derechos de la población.

Entre aquellos jóvenes sobresalientes se encontraba Mario Alioto López Sánchez, con apenas 21 años. De estatura media, complexión robusta, cabello quebrado, bigote y una barba aún poco poblada en el rostro. Un año antes había ingresado a la Facultad de Derecho de la Tricentenaria Universidad de San Carlos de Guatemala; muy pronto destacó por sus ideas y actitud participativa. Fue nombrado jefe de orden del sub Honorable Comité de Huelga de Dolores de 1993. Posteriormente se incorporó a un grupo de teatro de la facultad, con la intención de llevar mensajes de cambio y organización a las áreas marginales de la ciudad capital.

En horas de la tarde del 11 de noviembre inicia el enfrentamiento con las Fuerzas de Reacción Inmediata (FRI) de la Policía Nacional y elementos del ejército, acostumbrados a matar a población indefensa.  Además de los gases lacrimógenos,  batones y otros artefactos utilizados para reprimir, portaban fusiles que accionaron contra el estudiantado indefenso. Por si fuera poco, violentaron la autonomía universitaria. Era claro que el objetivo era desarticular cualquier tipo de levantamiento social, que influyera en la lucha, a nivel nacional.

Varios compañeros cayeron heridos, entre ellos Mario Alioto, quien además fue golpeado salvajemente en la cabeza y el cuerpo. Los rescatistas lo sacaron del lugar cuando ya había perdido demasiada sangre.

Mario Alioto López Sánchez murió aquella noche, pero no su espíritu y coraje.  Dejaba con él un legado de acciones y pensamientos a emular.

El día del funeral fue acompañado por miles de guatemaltecas y guatemaltecos, que entre sollozos coreaban consignas: ¡Si Alioto no está aquí, Alioto dónde está!, ¡Alioto está en las calles exigiendo libertad!, ¡Alioto López! , ¡Presente!

Un documental elaborado por CIEP y CAMI captó a una anciana que gritaba a los estudiantes: ¡Nuestros mártires no se lloran, se IMITAN señores universitarios!, ¡Dios los bendiga por defender al pueblo Y SER VALIENTES!

La Universidad de San Carlos perdió así a un líder nato, a un joven visionario que tenía mucho por aportar a la academia y a su país.

En noviembre de 2011, 17 años después, el gobierno de Álvaro Colom, en nombre del Estado, pidió perdón a la familia de Mario Alioto López Sánchez. El ministro de Gobernación, Carlos Menocal dijo que la Policía Nacional cometió “un cobarde asesinato”, además de reconocer el daño a la nación, así como el sufrimiento y secuelas que representó para su madre, su esposa y su pequeño hijo, de 27 días de nacido.



Si pudiera

Si pudiera con mi pensamiento cambiar muchas cosas
Cambiaría el mundo
Cambiaría el hambre por pan
La tristeza por alegría
Cambiaría los desechos tóxicos por manantiales de agua viva

Si pudiera con mi pensamiento influir en la humanidad
Cambiaría las balas por sonrisas,

Si pudiera, 
Cambiaría los golpes por estrechones de manos
Cambiaría las minas por piñatas para los niños
Cambiaría a los hipócritas por sinceros

Pero esta es mi utopía,
Me conformaría con que el mundo viviera en paz 
y todos viviéramos como humanos y como hermanos
Si pudiera desaparecer las clases sociales lo haría
Si pudiera con mi pensamiento cambiar cosas 
cambiaría el odio por el amor
El dolor por la felicidad,
Pero es imposible, parece que el problema es la humanidad

Si pudiera cambiar al mundo 
tan solo lo resumiría en cambiar el pensamiento humano
Tan solo dejaría intacta la naturaleza y al noble de corazón

Si pudiera alguien hacer esto 
todos viviríamos como hermanos y como humanos
Mario Alioto López Sánchez

jueves, 5 de enero de 2017

Un “buzón” en la posguerra

Corría el primer año de la paz. Era marzo de 1997 y en Petén el calor era sofocante. Desde hacía varios días que el compa “Chepe” traía vuelto loco a “Lico”, insistiéndole en que fueran a recuperar un viejo  “buzón” que había quedado enterrado en cercanías del Macabilero, en el municipio de La Libertad.

Según “Chepe”, solo él y un comandante de quien no quiso revelar su nombre, conocían el lugar donde habían quedado guardados varios miles de quetzales, que si bien no los volverían ricos, serían de buena ayuda en el proceso de reincorporación a la vida civil.

Fue así que finalmente decidieron tomar camino, en una jornada de casi dos días ida y vuelta. Debían pasar como campesinos de la zona, en algunos tramos y cruzar a rumbo otros donde podrían ser vistos por posibles grupos delincuenciales. Habían proliferado desde la salida de la guerrilla de las montañas.

El recorrido nocturno fue el más emocionante. Para ambos parecía como en los días del conflicto: una noche de cacería, el traslado de un campamento a otro o la operación militar que requería del total silencio y la sorpresa, para garantizar el éxito.

A eso de las 5.30 de la tarde se dejó escuchar la corriente del Macabilero. Empezaba a oscurecer, por lo que decidieron buscar un lugar que prestara condiciones para la pesca. Acamparon en el mejor sitio posible. Las aguas del arroyo parecían hervir de la cantidad de peces que contenían. Fue tanta la felicidad, que “Lico” dejó escapar un grito. — ¡callate pisado, se nos van a ir! — dijo Chepe de inmediato, con aquella característica sonrisa de oreja a oreja que hacía ver sus ojos más pequeños.

Pero si bien el grito emocionado de “Lico” ahuyentó a los peces, no pasaron diez minutos para que éstos regresaran y casi brincaran a sus mochilas.  Fue suficiente una hora de pesca para que cada uno llevara unos cuarenta pescados, los que prepararon y “chojiniaron” para que no se descompusieran en el camino de regreso. Habían apartado cuatro mojarras rojas, grandes, para su cena.  Comieron suficiente, recordaron anécdotas de la guerra, cuando esa área era selva inhóspita y durmieron como niños. El plan era levantarse muy temprano, tomar una bebida caliente y movilizarse hacia donde se encontraba el buzón. Según “Chepe” faltarían dos horas “bien pateadas” para llegar al punto.

Así lo hicieron.  La topografía del terreno había cambiado; había mucha menos vegetación, árboles caídos, derrumbes.  Fue ahí que “Lico” reconfirmó las cualidades de “Chepe”: — ¡Es aquí! — dijo, parado sobre un viejo tronco de Ujushte.  Luego de grandes esfuerzos y malabares movieron el árbol y empezaron a escarbar. Al cabo de unos 50 minutos encontraron el depósito y lo sacaron con sumo cuidado, como una preciosa joya; incluso juntos fueron quitando la tapa.

Pero su frustración fue mayúscula al descubrir que el contenido sólo lo integraban un arnés, dos uniformes  podridos y una mochila igual de afectada por el tempo.  “Chepe” se tiró desconsolado junto al hoyo.  No dijo nada. Ambos estaban bañados en sudor, lo que impidió a “Lico” ver las lágrimas en el rostro de su compañero.

De inmediato iniciaron el retorno. Querían llegar a su aldea antes que anocheciera. Iban sumidos en sus pensamientos e intentaban encontrar el lado positivo de aquella triste experiencia, cuando oyeron ruidos frente a ellos.  Se detuvieron, con el mismo reflejo de antaño, casi tirándose a tierra, pero sin un arma para defenderse.  De pronto apareció el primer soldado.  Era una patrulla de 20 elementos.  “Lico” atinó a decirles, con una sonrisa que apenas se dibujaba en su rostro. — ¡Puta, amigos, que susto nos dieron!  El soldado de la vanguardia sonrió, al ver a aquellos dos campesinos, que seguramente venían de pescar en el Macabilero.  El fuerte olor a pescado los delataba.  — ¡Vayan con cuidado! — les dijo.

Sí. Era realmente pescado el que llevaban y no los quetzales soñados. Por su cabeza no pasaba siquiera cuál habría sido su reacción frente a los militares, de llevar el preciado botín. Pero aquella experiencia sí tenía una enseñanza: como ex combatientes reincorporados a la vida civil debían ganarse cada centavo con el sudor de su frente. Podían hacerlo, sabían pescar y esa sólo era una de muchas otras cualidades. ¡Lo lograrían!