sábado, 29 de diciembre de 2018

La adivina de Tepoztlán

En 1988 vivimos en Tepoztlán, un pueblo mágico del estado de Morelos, al sur de la ciudad de México. Tepoztlán es famoso por su pirámide azteca, ubicada en la parte más alta de un cerro, por sus artesanías, por su mercado y deliciosa comida típica mexicana, por su gente, calurosa y solidaria. En 1989 nació mi hijo, en ese bello lugar.

Era una casa rentada por la organización, con una visión estratégica, pues ahí teníamos montado un centro de comunicaciones de las FAR, además de que por su ubicación y características era excelente para reuniones de la comandancia general.

Durante el tiempo que estuvimos allí me tocaba viajar a diario a la ciudad de México, como parte de la pantalla: éramos una pareja joven y, como era común, la mujer se quedaba en casa y el hombre salía a trabajar. Debía viajar en bus hora y media a la Ciudad de México, de la terminal de Tepoztlán hacia la terminal sur, en Taxqueña, desde donde me desplazaba en metro a los contactos o tareas requeridas.

Leí varios libros durante los tiempos muertos en el bus o en algún parque o lugar que prestara condiciones de seguridad.
La capitana María, a quien siempre llamamos Capitán María, pues para entonces la identidad de género en el lenguaje no había evolucionado tanto como ahora, llegaba seguido a vernos; era como una madre para nosotros o como una hermana mayor, además mi compañera estaba embarazada y había tenido una amenaza de aborto y María estaba pendiente de cualquier detalle.

En esos días llegó la “Flaca”, encargada de comunicaciones de la región central, con quien debíamos elaborar un plan de comunicaciones acorde a las necesidades del momento, ponernos de acuerdo en horarios y claves de emergencia. La “Flaca” jodía hasta por los codos, pero además de ser sincera, alegre y natural, era una revolucionaria integra, dispuesta a enfrentar lo que fuera, aún en las peores condiciones.

En el ir y venir diario a la Ciudad de México, producto del ocio y jodedera, sumados a la mentalidad conspirativa y de seguridad que siempre debíamos tener, se me ocurrió hacerle la siguiente broma a la “Flaca”:

“Iba en el bus, sentado en el pasillo, leyendo como siempre, sin quedar totalmente ajeno a lo que sucedía en mi entorno. Todo parecía normal, a no ser por una señora un poco enigmática, vestida de negro, guantes y una especie de sombrero en la cabeza, que viajaba del lado de la ventanilla, en el asiento donde yo iba.

Leía tranquilo, hasta que unos veinte minutos después la señora me abordó: — ¿Va para el Distrito? Por seguridad evitábamos entablar conversaciones muy largas con desconocidos, por lo que solo recibió un sí cortés como respuesta, que le provocó una sonrisa. Traté de refugiarme en la lectura, pero la desconocida insistió, esta vez logrando mi total atención: — Yo lo conozco. La vi fijamente, como tratando de identificar a alguna conocida y solo atine a decir: — ¿Disculpe?

La desconocida se puso seria y continuó: — Usted tiene 24 años; su esposa 20; está embarazada y viven en Tepoztlán. Me empecé a preocupar; trataba de encontrar alguna razón lógica, pero nunca había visto a la mujer.

— No se preocupe, dijo. Al ver mi rostro pálido y desencajado. — Lo que pasa es que soy adivina. Si antes me había preocupado, con esta conclusión todas mis alarmas internas se activaron. Era obvio que me encontraba ante un problema de seguridad. — Es cierto, dijo. — ¿Y sabe qué?, usted en su otra vida fue gato. 

Entonces solté una carcajada nerviosa. — No se ría, tengo pruebas. Usted nació en el año del dragón, según el horóscopo chino. Además tiene una seña que comprueba lo que le digo. — No le creo, ya lo la habría notado, dije, dándomelas de muy escéptico. — Pero es así. Usted tiene una pequeña cola en la nuca.Como no queriendo la cosa, llevé suavemente mi mano atrás de la cabeza y con cuidado toqué…”

Hasta ese momento el ambiente generado por el riesgo de seguridad y lo raro de la situación era evidente. La “Flaca” fue la primera víctima: — ¿De verdad vos? — Sí, tocá, le dije. Yo usaba una correa especial para que mis lentes no cayeran al piso a la hora de botarlos involuntariamente y para que no se vieran como de viejita le hacía unos nudos corredizos que me ayudaban a mantenerlos fijos, pero entre el pelo me quedaba una forma de colita. La “Flaca” con nerviosismo llevó su mano detrás de mi espalda y al tocar la supuesta cola dije fuerte ¡ahí está! seguido de una carcajada. La “Flaca” al darse cuenta del engaño gritó: “!cerote!”.

María y Susana llegaron otro día a visitarnos. La malévola de la “Flaca” me dijo que les hiciéramos la broma y aunque la Rodri se enojó y nos dijo que a María no la engañáramos así, le argumentamos que era una broma sana y que la víctima sería Susana. Y en verdad, ese era nuestro plan, pero en el momento cúspide de la historia fue María la que se acercó a comprobar y pegó un brinco.

Aunque María no se enojó, me disculpe con mucha preocupación. Aquel momento sigue siendo memorable.


miércoles, 21 de noviembre de 2018

El destacamento de Pipiles

A finales de enero de 1980, los compañeros Lalo, Calín, Israel y Saturnino fueron enviados a explorar el destacamento militar ubicado en la aldea Pipiles, en las márgenes del río La Pasión, municipio de Sayaxché, Petén. Tenían la tarea de observar el lugar, determinar el posible número de efectivos, las postas y horarios, puntos para efectuar el ataque, así como las rutas de acceso y retirada.

Debido a las características de la zona, los guerrilleros se movilizaron por la selva con todo el cuidado y sigilo necesarios, para llevar a buen término aquella empresa. Saturnino iba al mando y era quien más conocía el área: tres años antes había andado por ahí con otra patrulla.

Fueron tres días de caminata hasta llegar a un recodo del río Salinas. Los conocimientos del terreno del compañero Saturnino terminaban en ese punto, pues en su anterior incursión nunca llegó hasta el puesto militar, instalado donde emboca el río Pasión al Salinas.

Los exploradores sabían que estaban muy cerca de su objetivo, pero desconocían hacia dónde, por lo que decidieron sacar el mapa, que debían llevar como parte fundamental de la operación. Sin embargo se encontraron con una enorme sorpresa: habían dejado en el campamento ese importante documento. En ese momento decidieron buscar contacto con campesinos, aún a costa de poner en riesgo la misión.

Saturnino y su patrulla asumieron que la mejor opción era dirigirse rio arriba, pero fue hasta dos días después que se encontraron con campesinos mexicanos, quienes los recibieron con una actitud muy positiva y les trasladaron información valiosa, además de la ubicación exacta del destacamento de Pipiles. Los campesinos llevaron a los combatientes revolucionarios a su comunidad, donde permanecieron durante dos días, tiempo que aprovecharon para apoyarlos en tareas agrícolas. En una actitud recíproca, uno de los campesinos fue a comprar un poco de abasto para que llevaran los visitantes.

Muy de mañana la patrulla guerrillera reinició la marcha en la dirección correcta y después de otros dos días llegaron al lugar.  Cuidadosamente buscaron el mejor punto para la observación, diurna y nocturna, donde debían permanecer durante cinco días, por lo que se dividieron en parejas.

La observación

Los guerrilleros lograron determinar que el destacamento se encontraba de sur a norte y que sus instalaciones estaban hechas de madera, con techo de lámina; medían unos 25 metros de largo por seis de ancho; el frente estaba hacia el río. En la parte frontal estaba el patio, donde todas las mañanas y tardes los soldados hacían formación y recibían instrucciones de un oficial, posiblemente un teniente.  Unos metros hacia el río habían cavado trincheras, con el fin de utilizarlas en un eventual “ataque subversivo”. En la pared del cuartel había dibujada un águila, con un letrero en un círculo que decía “Águilas - Armas Pesadas”. Había además dos garitas: una aproximadamente a 50 metros al norte, que cubría el acceso río abajo, mientras que la otra estaba 30 metros al sur, en resguardo de la entrada río arriba.

Los soldados hacían turnos de seis horas. En una de las postas era común que se incurriera en indisciplina, por lo que los guerrilleros supusieron que era el punto donde menos se esperaba un ataque. Ahí mantenían una grabadora a todo volumen y una de las canciones que más se escuchaba era “Chiquitita”, del grupo ABBA, que estaba de moda. La posta dedicaba bastante tiempo a la pesca. De lejos se lograba ver el brillo de los “bagres”, cuando eran sacados por el pescador. En las noches hacían una gran fogata, aparentemente con la intención de ahuyentar a los mosquitos que abundaban por la región. Cuando la fogata alzaba en llamas la apagaban, para evitar que se iluminara el sector.

La exploración también alcanzaba a oír cuando iniciaban las radiocomunicaciones: “Segovia, Segovia, aquí Matagalpa, cambio”. La respuesta, desde el otro extremo de la radio sólo se escuchaba como un rumor y por más que guerrilleros se esforzaban, no lograban entender la conversación.

Un inminente enfrentamiento

El 30 de enero de 1980, luego de tres días de observación, Saturnino y los demás miembros de la patrulla acordaron regresar al campamento base al día siguiente, al considerar que ya tenían suficiente información para el ataque y que debido a la demora en llegar habían invertido más tiempo perdido, por lo que sus compañeros estarían preocupados.

Ese día, a eso de las 10 horas llegó al destacamento un civil, a bordo de un cayuco y luego salió, acompañado de un soldado. La pequeña embarcación era muy frágil e inestable, lo que puso nervioso al elemento castrense. Sus compañeros reían y gritaban: — ¡Te vas a morir Pérez!, a lo que contestaba — ¡Si caigo al agua salgo nadando!, pero a pesar de su aparente valentía era evidente su inseguridad.

Saturnino no se alarmó por el movimiento del soldado, porque cuando salían tomaban río arriba. Sin embargo, en esta ocasión Pérez y el campesino lo hicieron río abajo, en dirección exacta al punto donde ellos se encontraban. Los guerrilleros sabían que al ser descubiertos el plan principal se vendría abajo, por lo que Saturnino ordenó a Lalo y a Israel retirarse del lugar, mientras que él y Calín permanecieron en el sitio, con la esperanza de que el efectivo castrense no llegara hasta ahí, idea que rápidamente se desvaneció.

El soldado y el civil bajaron del cayuco y tomaron rumbo al improvisado campamento guerrillero.

Saturnino ordenó a Calín tomar posición, detrás de un árbol, mientras él hacía lo mismo y afinaba los órganos de puntería de su G3, al ritmo de los movimientos del soldado enemigo. Los intrusos se aproximaron poco a poco, hasta llegar a unos metros de los insurgentes. En ese momento el campesino los descubrió, pero no dijo nada, comenzó a silbar una melodía y se retiró de la línea de fuego, sin advertir nada a Pérez.

Todo parecía estar bajo control hasta que a Calín le ganó el miedo y salió corriendo. Saturnino no pudo hacer nada ante aquel acto de cobardía, más que resguardar su posición y esperar lo que se viniera. En fracción de segundos el soldado se dio cuenta de lo que ocurría y cuando estaba a punto de disparar al desconocido oyó otro ruido frente a él: Saturnino había hecho un primer intento por accionar su arma, sin bajar el seguro. Fue cuando logró corregir el error, que Pérez se percató que alguien más lo miraba. Ahora ambos estaban frente a frente, con armas de alto poder de fuego, pero fue el guerrillero el que jaló primero del gatillo.

Un disparo certero apagó la vida del militar.  Saturnino corrió hacia el soldado caído, recogió el Galil y cuando intentaba recuperar el cinturón escuchó el sonido seco de un tiro 22, que lo hizo suponer que el campesino había tomado la determinación de atacarlos. Saturnino corrió y a 100 metros alcanzó al joven Lalo. Era él quien había tirado con el viejo rifle que portaba, para evitar que el campesino apoyara al soldado.

Preocupado por la vida del civil, Saturnino reprendió a Lalo, pero éste aclaró que había disparado al aire.

El dilema: la masacre de la Embajada de España y el fusil recuperado

El 31 de enero, ya lejos del lugar, Saturnino se sentía confundido por haber tenido que aniquilar al soldado Pérez, pero mientras reflexionaba,  en la radio se empezó a difundir una noticia de impacto nacional e internacional, la Embajada de España había sido quemada por fuerzas del Estado. Colérico Saturnino cayó en la cuenta de que aquello era una guerra, en la que los revolucionarios buscaban construir un mejor país, en tanto que el ejército criminal y las fuerzas represivas del Estado mataban a población indefensa.

Un día después, el 1 de febrero, llegaron al campamento base y dieron parte al Comandante Tomás, oficial al mando. La preocupación de Saturnino era haber echado a perder la posible operación militar en contra del destacamento de Pipiles.

Horas después Tomás mandó a formación a toda la fuerza, para dar a conocer el regreso de la exploración, informar que los compañeros habían tenido un enfrentamiento fortuito y que si bien esto habría implicado cancelar el ataque al destacamento, dicha decisión ya había sido tomada con anterioridad por la dirección nacional, al constatar que esa era una zona en la que tenían trabajo compañeros de las FAR.


Por aparte y con suma emoción, el comandante Tomás mostró el fusil recuperado. Era el primer Galil en manos del Ejército Guerrillero de los Pobres, después de cinco años de haber llegado a Guatemala estas armas de fabricación israelí.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Las armas en el regional norte “Capitán Andrócles Hernández”

En la selva petenera los combatientes revolucionarios portaron cualquier tipo de arma para defenderse o atacar al enemigo, desde viejas y desvencijadas carabinas m1, rifles 22, escopetas, algunas sub ametralladoras, pistolas o revólveres, con percutores hechizos, reparadas una y otra vez, hasta machetes oxidados, con poco o nada de filo.

Esas viejas y oxidadas armas eran las más peligrosas de manipular, pero las compañeras y compañeros las hacían responder en el momento oportuno, más por voluntad y mística del revolucionario, que por la calidad de fuego. Muchas veces fallaban, es cierto y provocaban, en el mejor de los casos, una huída a tiempo.

Pero el coraje y la entrega de aquellos valerosos guerrilleros no tenían límites. Y aunque casi nunca faltaba un arma para la batalla, podía agotarse la dotación de tiros, humedecerse la pólvora por el clima de la zona o incluso que un tiro se atorara en el cañón y por la celeridad del momento no diera tiempo a baquetearlo.

Podían faltar las armas o acabarse los tiros, pero los combatientes, en esas agrestes selvas siempre llevaban al cinto o en la espalda un machete aunque fuera medianamente afilado.

Un día después de haberse incorporado a la guerrilla y preparado mínimamente como miliciano, fue necesario que René participara en una emboscada y estuviera en el grupo de asalto. Para que cumpliera con esta difícil empresa le asignaron un machete. Uno de sus hermanos llevaba con sigo una vieja escopeta 410, con cañón de aluminio y un clavo como percutor.  Era la que usaban para cacería en su casa. Todo estaba listo para aquella heroica acción… ¡verdaderamente heroica! con las peores armas y machetes mal afilados, pero con una voluntad inquebrantable de triunfar.

La emboscada se logró a medias ¡y qué bueno que fue así!, porque con la detonación de una primera mina el enemigo ya no avanzó hacia el punto de recuperación.  Con una risa nerviosa René recuerda aquel momento, en el que seguramente habría perdido la vida de haber intentado recuperar en aquellas condiciones.

René sobrevivió a esa difícil prueba de fuego, con la hidalguía y serenidad de un joven campesino, convertido en guerrillero, que intentaba incidir en los cambios que requería el país. Pudo morir en aquella empresa, pero no fue así.  Por sus manos pasarían muchas armas años después, automáticas o semiautomáticas, incluso de alto poder de fuego, durante su participación internacionalista,  pero antes recibió “como premio” a su valor, la escopeta 410, que lo acompañó durante algún tiempo.

Pero así como la 410 hubo otras arnas, dignas de recordar, como “la Chabela”, una escopeta de metro y medio, o un rifle 22 que tenía todas sus partes amarradas con alambre. Los compañeros  se emocionan al recordarlo: — “¡Lo bueno que era de 30 tiros…!” “Uno en recámara y 29 en la bolsa”; una subametralladora Thompson conocida como “La Cubeta”, que había que limpiar a diario porque oxidaba a morir.

Un rifle con similares características fue asignado al compañero Pascual, con el agravante de no tener guardamontes, lo que lo llevó a enfrentar una difícil experiencia.

Durante una comisión rutinaria, en una pequeña patrulla, el rifle se le enredó en un bejuco cuando intentaba pasar por una charralera, con tan mala suerte que se escapó un tiro e hirió al compañero de adelante. El corazón le volvió al cuerpo cuando vio que la herida era leve.

A su regreso Pascual recibió dos sanciones, también leves: encargarse de las curaciones del compañero y hacerle un guardamonte al rifle. Pascual recordó que en un viejo campamento, a unas tres horas de camino había quedado un viejo pocillo de aluminio, el que fue a traer, tomando todas las precauciones del caso.  Unos días después el viejo rifle lucía un útil guardamontes.

Como esas hubo otras: una subametralladora 22 de fabricación mexicana, con forma de garlopa de carpintería, a la que apodaron “Cepillo”, una escopeta llamada “La Panchita” y otra, automática, conocida como “La Juanita”; los primeros fusiles Galil recuperados tenían bípode y recibieron el nombre de “los grillos”.

En selvas, montañas o llanuras, en condiciones de lucha irregular, los combatientes guerrilleros utilizaron las armas que tenían a su alcance para resguardar la vida. En las ciudades, en cambio, fue necesario hacer uso de métodos conspirativos y armarse de coraje para pasar desapercibidos frente a las fuerzas represivas y agentes encubiertos.


Tanto unos como otros lucharon por un único objetivo, construir un mejor país.

miércoles, 20 de junio de 2018

La eternidad del ejemplo

“Lo más hermoso
para los que han combatido
su vida entera,
es llegar al final y decir:
creíamos en el hombre y la vida
y la vida y el hombre
jamás nos defraudaron.
Así son ellos ganados para el pueblo.
Así surge la eternidad del ejemplo.”
Otto René Castillo



Trascender de la persona común, incluso del revolucionario o la revolucionaria común a un nivel superior del ser humano, es un logro de pocos. No buscan morir en el intento ni convertirse en héroes o mártires. No pretenden figurar ni ser el punto central de la atención, pero su naturaleza es ser líderes. Son humildes, pero no sumisos, son sensibles, pero acorazados. Su principal objetivo es incidir en los cambios, sin importar el precio que eso conlleve: la vida misma.
Néstor Ortiz Pineda

Néstor Ortiz, conocido en la Universidad de San Carlos de Guatemala como "Gavilán y “Chucho”, fue uno de ellos. Se inscribió en Medicina, a los 19 años, en 1988, en una época en la que si bien el proceso de negociación de la paz entre el gobierno y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) estaba en pleno desarrollo, tanto el ejército como la guerrilla buscaban tener la iniciativa militar y dar golpes de mayor contundencia.

Pero el ejército nunca se limitó al enfrentamiento armado directo y buscó la manera de acabar con la base social del movimiento revolucionario; esto, sin importar a quien se llevara por delante: campesinos, obreros, maestros, amas de casa, estudiantes; incluso arrasó con niños y niñas, a quienes seguramente veía como una potencial semilla guerrillera.

En 1989 se registró una nueva matanza de líderes universitarios. Diez compañeros fueron desaparecidos de forma sistemática, en una operación fríamente planificada por la G2, que buscaba crear terror y desmotivar la actitud beligerante y de incidencia que en ese entonces tenía la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU) y una amplia cantidad de catedráticos de la San Carlos.

Néstor,  en el Honorable Sub Comité
Néstor, con 21 años y por empezar su tercer año de medicina, en 1990, se acercó al Honorable Sub Comité de Huelga de esa Facultad, con el interés de participar en la Huelga de Dolores (un período en el que el estudiantado de la USAC se organiza y realiza distintas actividades de sátira, pero con objetivo político, con el fin de criticar los desaciertos del gobierno de turno. Concluye el Viernes de Dolores, con un Desfile Bufo); fue en ese contexto que recibió el sobrenombre de "Gavilán"; un año después, durante su participación en el Honorable se autonombró "Chucho", apodo que le quedó para siempre.

Seguramente su participación en la actividad política universitaria cimentó su naciente conciencia social. Su avidez por organizarse y organizar, por aportar a los cambios que necesitaba el país, fueron creciendo cada vez más, al punto de recorrer el campus universitario, para buscar grupos organizados y dar un mejor aporte. Desde su llegada a la USAC, en 1988 se incorporó a la Escuela de Música de Proyección Folklórica Latinoamericana (EMPROFOLA), como una de sus actividades extracurriculares, espacio que abandonó en 1990, con la idea de dar prioridad a los aspectos que en aquel momento representaban una mayor incidencia, a nivel político y social. En muy poco tiempo se convirtió en el segundo presidente del Bloque Organizado de Medicina (BOM) y en seis meses ya era uno de sus mejores líderes.

Su necesidad de tener un contacto más inmediato con la población lo llevó a cambiar de carrera en 1992, cuando se inscribió en la Escuela de Historia. Sus aportes como líder universitario fueron creciendo, así como el número de compañeras y compañeros que creían en él, respetaban su opinión y lo seguían.  Una característica de revolucionarios como Néstor es que predican con el ejemplo, son capaces de realizar las tareas más sencillas o las más difíciles, sin ningún reparo; reconocen sus errores y los corrigen.

A mediados de ese año vio la necesidad de dar un paso en la lucha por construir una nueva Guatemala, un mejor país para todas y todos. Fue entonces que decidió participar en la guerrilla y empezó a realizar algunas tareas, las que compartía con su amplia actividad en el movimiento estudiantil y de masas.

Con pequeñas tareas y esporádicos encuentros, Néstor fue ganando la confianza de sus responsables y en un tiempo relativamente corto pasó a integrar los comandos urbanos del Regional Central de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR).

En 1993, a raíz de la captura de un amigo muy cercano a él, pidió su traslado a la montaña.  Ante el riesgo de seguridad que enfrentaba fue enviado al Regional Norte de las FAR, en Petén, donde, a diferencia de muchos combatientes procedentes de la ciudad, se adaptó muy rápidamente a la selva. Tenía buena condición física, además de disciplina y constancia.  Sus conocimientos de medicina le permitieron dar una valiosa contribución en ese campo.  Luego de seis meses debía regresar a la capital guatemalteca, pero ya en él se había producido un cambio. Consideró entonces que su deber, ahora, era ahí.

En aquella época conoció al Capitán Leandro, quien rápidamente se dio cuenta de la calidad y valores de Néstor.  Leandro fue enviado en 1994 a levantar el frente sur “Capitán Santos Salazar” y para inicios de 1995 pidió a la Comandancia que un equipo de compañeros de su confianza llegara a reforzarlo. Uno de ellos era Néstor.

Néstor llegó al frente Sur, donde rápidamente se ganó el respeto y cariño de oficiales y combatientes. Participó en varias acciones, charlas políticas y en la atención a la base social. 

A inicios de mayo dio inicio un plan de operaciones, que pretendía mostrar la presencia guerrillera y su nivel de fuerza. Se llevaron a cabo varias acciones exitosas.  El 19 de junio el Capitán Leandro y una unidad a su mando, en la que iba Néstor, se dirigieron a las cercanías del destacamento de Pasaco, municipio del departamento de Jutiapa.

El objetivo era atacar al ejército, en las primeras horas del día 20, desde una elevación que prestaba las condiciones para hacerlo. La posibilidad de que los soldados intentaran llegar al punto donde se encontraban estaba presente y por eso fueron colocadas varias minas en sus posibles ingresos.  Previamente Leandro había dado las instrucciones respectivas y se acordó el lugar de retirada y el punto de encuentro.

Luego de un nutrido ataque, con fuego de fusilería, ametralladora y lanzacohetes, el enemigo comenzó a maniobrar y se acercó a las posiciones guerrilleras. El objetivo ya se había logrado, y sin saberlo hasta ese momento, el ejército tenía al menos seis bajas.  Leandro ordenó la retirada, pero, como era común en él, se mantuvo en su posición hasta el último momento. Néstor se quedó, al igual que otros dos compañeros, y solo se retiraron hasta que lo hizo el capitán. El enemigo ya estaba muy cerca, por lo que Leandro decidió salir por donde estaban las minas, de manera que los soldados los siguieran y cayeran en ellas. Saltó la mina, igual lo hicieron dos compañeros más, pero Néstor la pisó sin darse cuenta. Con el retumbo todos se detuvieron, incluso los soldados.  Leandro y los otros dos compañeros regresaron a sacarlo, pero sus heridas eran graves y el ejército ya estaba sobre ellos. Néstor pidió que se llevaran sus papeles y que le dijeran a su mamá cuanto la quería. Uno de los compañeros, hincado junto a él, lloraba al verlo y sentir la impotencia de no poder sacarlo. Néstor le dijo: “No te ahuevés… sigan adelante”.

Néstor fue capturado aún con vida y asesinado por el ejército.

Posteriormente sus familiares recuperaron su cuerpo y le dieron sepultura. A su entierro llegaron varios dirigentes universitarios, estudiantes y combatientes del frente urbano, a pesar de haber recibido las órdenes de no asistir, ante la inminente presencia de la G2 en el lugar.

Néstor junto a miembros de su familia
Su madre, que sufría en lo más profundo la pérdida de su hijo, se acercó a algunos compañeros que conocía y sabía clandestinos, a quienes abrazó, con ese mismo amor de madre, pero les pidió que se fueran. No se arriesguen, les dijo, aquí hay orejas “a Néstor no le habría gustado que ustedes corrieran peligro”.

Néstor se fue físicamente, pero permanece. Su presencia está latente en cada compañera y compañero que lo conoció, en aquellos que recorrieron con él la USAC, buscando grupos para organizarse, en los que organizó y concientizó, en los que lo acompañaron en la toma del Congreso y lo vieron sentarse en la mesa directiva; en los que estuvieron con él, frente al mismo Palacio Legislativo, en una cadena humana, pidiendo a la policía no reprimir; en los que compartieron con él largas jornadas de protesta, marchas y enfrentamientos con los antimotines; en los que conocieron de su nivel y liderazgo en la Huelga de Dolores; en la población, que escuchó su mensaje revolucionario.

"Gavilán, “Chucho”, “Luis” o “Manuel”, como fue conocido en la Universidad y la guerrilla, Néstor Manrique Ortiz Pineda, “desapareció y nació para el futuro y la gloria”.

lunes, 29 de enero de 2018

La compañera Ana

“Matasanos practicantes, del emplasto fabricantes,
güizachines del lugar, estudiantes, en sonora carcajada prorrumpid, ja, ja”.
“La Chalana”


He dicho muchas veces que en el movimiento revolucionario guatemalteco hubo mujeres extraordinarias, con capacidades superlativas, visionarias, talentosas, únicas: Ana fue una de ellas. Consecuente con su forma de pensar hasta el final, cuando la muerte la alcanzó aquella tarde de enero con la misma celeridad que vivió cada momento de su vida. Una muerte rápida, como ella quería que fuera, pero que al mismo tiempo le permitió despedirse del ser que más amaba: su compañero.

La conocí en 1982, cuando llegó a Nicaragua a hacerse cargo de la representación de las FAR en aquel país. Sustituía a Argelia, que había sido capturada ese mismo año, cuando intentaba ingresar a Guatemala por la frontera de Tecún Umán. Parecía tener un carácter dominante y si, era fuerte, con un profundo sentido de autoridad, pero también con una gran nobleza de corazón.

Casi de inmediato pasé a formar parte de su equipo de trabajo. Fue ella la que me sugirió inscribirme en la academia de mecanografía libre y me motivó a continuar estudiando siempre que hubiera condiciones para hacerlo.

Una mañana me dijo:  —No podés seguir utilizando tu nombre de pila. Debés ponerte un seudónimo.—  Fue entonces que decidí llamarme “Sergio”, en homenaje a un jefe de la guerrilla urbana que había caído: “Sergio Aníbal Ramírez”. 

Fue Ana quien me llevó a cumplir una de mis primeras tareas revolucionarias: entregar partes de guerra a los medios de comunicación en Nicaragua. Ella conducía el carro y yo bajaba a entregar a medios de comunicación y agencias internacionales, los documentos revolucionarios.

Disciplinada y estricta. Para ella siempre fue importante aprovechar al máximo el tiempo en la causa encomendada. Ella entregaba el cien por ciento y exigía que todos así lo hiciéramos.

Fue de su biblioteca que devoré novelas cubanas de espionaje, como: “Aquí las arenas son más blancas”, “Y si muero mañana”, o rusas: “Así se templó el acero”, “Un hombre de verdad”, “17 Instantes de una primavera”, “Dora Informa” y tanta más, además de integrarme, bajo su conducción, a una célula de militancia, donde estudiábamos la línea política de la organización y otros documentos elaborados por la Comandancia de las FAR y la URNG.

Al año siguiente le fue orientado hacerse cargo de un comando revolucionario encargado de alimentar de información a la que sería Radio Insurgente. Fue entonces que me asignaron mi primer radio de comunicaciones: Un Yaesu, en el que, al principio empecé a monitorear emisoras guatemaltecas, con el fin de obtener noticias del día.  Luego, con varias emisoras encontradas, grabábamos los servicios informativos, los que transcribíamos y resumíamos.  Las síntesis noticiosas las pasábamos por el radio de comunicaciones al equipo de Radio Insurgente en Petén y con el tiempo a todos los frentes de guerra. El servicio se fue enriqueciendo con los cables que recogíamos en los diarios nicaragüenses “Barricada” y “Nuevo Diario”, pero también con otra síntesis noticiosa que hacíamos de los diarios guatemaltecos: Prensa Libre y el Gráfico, que un amigo de la inteligencia nicaragüense, sacaba a diario de los vuelos provenientes de Guatemala. Todos los días íbamos al aeropuerto a recoger los periódicos, regresábamos y procedíamos a elaborar los resúmenes.

Dejé de ver a Ana en 1986 y aunque en los siguientes diez años nos encontramos esporádicamente, nunca tuve duda de su liderazgo, de sus aportes desde la trinchera que le correspondió resguardar, la que convirtió posteriormente en una vocación.

Volví a trabajar con ella a partir de 1996   …hasta su último aliento.