viernes, 20 de enero de 2012

De cobardes y valientes

XXII



Constantemente se incorporaban combatientes nuevos a los frentes guerrilleros, colaboradores que decidían alzarse en armas  por voluntad propia, compañeros políticos o militares que “se quemaban” en su área de operaciones y era necesario trasladarlos a otros territorios para “enfriarlos” o campesinos y campesinas, que ante el riesgo de ser masacrados por el ejército, preferían organizarse.  También hubo muchos jóvenes que huyeron a las montañas para no ser reclutados a la fuerza por el ejército.

En el frente sur “Santos Salazar” hubo casos interesantes y dignos de recordar. 

Dos compañeros campesinos de la base del frente “Tecún Umán”, en Sololá, pidieron incorporarse.  Como no eran completamente conocidos se tomaban medidas de seguridad para garantizar que no se tratara de una infiltración enemiga y evitar que  los identificaran personas de su comunidad.  Para ello eran trasladados a algún frente lejano.

Miguel y Jonás vivían en las cercanías del Volcán Tolimán, en Sololá;  ambos supusieron que estarían cerca de sus casas y posiblemente se imaginaron uniformados de verde olivo, con gorra y fusil,  visitando a sus familias.  Pero no. Fueron enviados al “Santos Salazar”, donde el clima era totalmente diferente al suyo y había mucha menos vegetación.

En aquella época el calor atormentaba de día y de noche.  La comida era escasa y el agua había que buscarla a más de media hora de camino.  Para bañarnos a diario teníamos que ir al nacimiento de agua en grupos de tres o cuatro combatientes y jalábamos el vital líquido con galones.  Por el tiempo, la distancia y la inseguridad debíamos bañarnos en dos o tres minutos.  Era más bien una “manita de gato”.

La vida guerrillera era dura; era necesario acostumbrarse a las limitaciones; a la falta de agua, de comida, de ropa limpia, y durante el día, a sortear los sofocantes rayos de sol en los pocos “matochos”  que nos resguardaban.

Los compas de Sololá empezaron a flaquear.  Jonás más rápido que Miguel.

No se le daba arma a ningún nuevo combatiente hasta que pasara un curso básico de arme y desarme; tácticas guerrilleras y fortalecimiento físico.   Todas las mañanas,  luego de cantar el himno de las FAR, se procedía al “matutino”, ejercicios a los que nos incorporábamos todos;  posteriormente uno de los oficiales atendía a los compañeros y compañeras de reciente incorporación, con tácticas y disciplina.

El combatiente recibía un arma hasta que participaba en alguna acción.

Jonás empezó a llorar.  Literalmente.   Nunca había visto un caso similar.  Muchos teníamos nuestros arranques de tristeza o desesperación, pero generalmente buscábamos el rincón más oscuro de nuestra hamaca o el lugar más aislado del campamento, para soltar una que otra lágrima, pero ¡ante todos y a moco tendido… eso era demasiada crisis!.

¿Argumentos?, cualquiera.  Que mi mujer, que mi hijo pequeño; que mi madre enferma; que extraño un buen plato de frijoles; que no hay tortillas y chile; que no soporto la posta.

Hasta que lograron desesperar a Leandro y se le encomendó a Sitín trasladarlos a Escuintla y ponerlos en el primer bus disponible.

Gajes de la vida guerrillera.  El comandante Pablo contaba una anécdota de un compañero que siempre andaba “malayando” por cualquier cosa.  Cuando sólo había tamal, malaya unas tortillas; cuando había tortillas, malaya un plato de frijoles; cuando había frijoles y tortillas, malaya un café con azúcar; cuando había una buena cena, malaya una buena cama para dormir.  En una ocasión tuvieron la oportunidad de estar juntos en un hotel más o menos de buena calidad, con suficiente comida, bebidas, luz eléctrica, televisor y una cama grande y cómoda para cada uno.   Entonces le preguntó el comandante  ¿hoy si estás satisfecho? Y contestó: ¡malaya una mi compañera!


XXIII


Unos meses después llegaron al “Santos Salazar” dos combatientes del Ejército Guerrillero de los Pobres, EGP;   dos jóvenes procedentes de Quiché, el mayor, Rafael, tendría 20 o 21 años y el menor, Carlitos, 18. Se incorporaron como parte del intercambio que había en aquellos años, a partir de la conformación de la llamada Fuerza Unitaria.

A pesar de su corta edad era fácil distinguir en ellos su experiencia guerrillera.  Era algo parecido al dicho mexicano “en la forma de agarrar el taco se conoce al buen taquero”.  El porte y aspecto militar era básico.  La forma de amarrarse las botas, de apretarse el cinturón y el arnés, y de tomar el fusil, eran inconfundibles.

Además tenían cualidades políticas. Estaban conscientes de las razones que los habían llevado a incorporarse a la guerrilla, así como del objetivo final.  Por si fuera poco, mostraban una gran humildad.  A Rafael le fue asignada una ametralladora M-60, una “chapulina”.  Era muy callado, pero rápidamente nos tomó confianza.  Durante la comida o en horas de la noche nos reuníamos a contar historias. Él disfrutaba narrando las aventuras que le había tocado vivir; combates donde estuvo a punto de perder la vida.  Pronto nos dimos cuenta que no eran fanfarronadas, cuando participo en las primeras acciones.

Carlitos también mostró lo suyo.  No evidenciaba temor a nada y sólo hasta que el oficial ordenaba la retirada lo hacía.

Carlitos resultó herido en una pierna y fue necesario sacarlo a la ciudad para su curación.  Ya no regresó.  Rafael estuvo más de un año con nosotros, hasta que lo mandaron a llamar de su organización.   Inolvidables ambos.