miércoles, 1 de mayo de 2019

Cuipy



“Si amas algo, déjalo libre…”

La flora y la fauna en las selvas y montañas de Guatemala se vieron afectadas durante el conflicto armado interno. Quemas y bombardeos acabaron con cientos de hectáreas en las que habitaban diversidad de especies, muchas de ellas en peligro de extinción. Una cantidad considerable de mamíferos, peces, aves y reptiles también formaron parte de la dieta de sobrevivencia de los grupos armados, y poblaciones en resistencia.

En las organizaciones revolucionarias la cacería se planificaba si habían condiciones de seguridad, pero era totalmente prohibido matar a ningún ser vivo si no era para alimentar a los combatientes, a los enfermos y heridos o a alguna compañera en estado de gestación.

Mono araña en Petén. foto tomada de internet.
En medio de esta situación, despiadada y hasta antinatural, también se daban bellas historias de animales, muchos de los cuales pasaron a integrar las filas revolucionarias, por distintas razones, como la del compa “Chicuco”, aquel mono araña al que los compañeros adoptaron como un miembro más, pero les fue imposible llevarlo consigo cuando el ejército cayó al campamento. Los kaibiles lo encontraron en el árbol donde solía estar, vestido de verde olivo. Lo bajaron y acabaron a machetazos, con toda la brutalidad que había en ellos.

Un Tucán rescatado. Foto Internet.
En 1986, en el campamento “Nadie se escapa” se encontraba el compañero Rony, un combatiente que se recuperaba de una herida y de quien nunca supe si le decían “Rony Tucán”, por su amplia nariz aguileña o porque en ese tiempo se convirtió en papá de un Tucán. Había cuidado a una de estas bellas aves, casi desde que salió del huevo, por lo que lo tomó como su padre; sabía perfectamente que él lo protegía y alimentaba. Era gracioso ver a Rony recorrer el campamento y detrás suyo al Tucán, que lo seguía a pequeños brincos.



Cuipy se sentía "la mamá de los pollitos"
Pero la historia que da título a esta entrada es la de Cuipy, un faisán hembra que nos llevaron a la casa de seguridad donde nos encontrábamos, también como un pequeño polluelo. Su nombre era una onomatopeya del sonido que hacía. Alimentábamos a Cuipy con agua y masa y la cuidábamos con todo el esmero posible. Al igual que el Tucán de Rony se apegó a nosotros y nos veía como familia.

Vivíamos en una ranchería, con muchos árboles, plantas y agua por todas partes. Cuipy parecía estar en su hábitat natural y pudo crecer grande y fuerte. Nunca cortamos sus alas. Cuando supo que podía volar lo hizo y una tarde alzó vuelo. Oímos un fuerte aleteo y solo vimos su sombra. La buscamos esa tarde noche, sin resultados. Intuíamos dónde se encontraba, pero era imposible acceder al lugar.

Creímos que la habíamos perdido y dormimos tristes, pero al amanecer, a eso de las 5 de la mañana, escuchamos nuevamente el aleteo que descendía a nuestro patio. Salimos corriendo. Ahí estaba, junto a los pollos que empezaban a picotear su maíz.

Cuipy hizo de esto una rutina diaria, que pasó a ser su forma de vida. Se iba por las tardes y regresaba en las mañanas, comía, bebía, permanecía en “su casa” durante el día y se iba al entrar la tarde.

Lupita, la niña que Cuipy cuidaba
Ese año nació mi hija y por el calor y los mosquitos colocábamos en una hamaca con mosquitero en el corredor del frente de la casa.  Pronto Cuipy asumió el rol de guardiana de la pequeña. Se mantenía al píe de la hamaca y no permitía que ningún extraño se acercara a ella. Hasta algunos conocidos eran picoteados o perseguidos por Cuipy, que protegía a la bebé, como suya. Algo extraño, quizá un instinto maternal o percibía que era un ser vulnerable.
Cuipy, a punto de alzar vuelo

Algunas tardes volaba más lejos y nos preocupaba que por su naturaleza salvaje decidiera quedarse y no regresar más; no estaba en su verdadero hábitat y podría ser víctima de personas sin escrúpulos que únicamente quisieran hacerle daño. Las había.


Pero el final de Cuipy sería más extraño. Una mañana, antes del medio día, mientras trabajábamos en nuestros equipos de radio, escuchamos fuertes aleteos en el patio. Brincó dos, tres veces y dio varias vueltas, hasta quedar con sus grandes alas abiertas, tendida, corrimos junto a ella y hasta intentamos soplar por su pico para que respirara. Pero no volvió. Sufrimos su muerte. La lloramos y la enterramos atrás de la casa, junto a unos árboles de cacao, donde seguramente continuó dando vida.