La
guerrilla guatemalteca tuvo un número relativamente pequeño de combatientes. Algunos
medios de comunicación toman como base informes de inteligencia militar para
decir que fueron 15 mil elementos armados, en los años más cruentos del conflicto
armado interno. El ejército por su parte llegó a tener en esos mismos años 45
mil efectivos.
Había
soldados que comentaban que un guerrillero equivalía a 20 de ellos. Esto no era
una creencia o una leyenda trasladada de boca en boca, oficiales e instructores
se los mencionaban a cada rato, con base en el análisis de la forma de operar
de la guerrilla: el factor sorpresa, la concentración y dispersión de fuerzas, el
conocimiento del terreno, pero principalmente una base social en constante
crecimiento.
Y es que
una cosa era el número de elementos armados y distribuidos en los distintos
frentes de guerra, en selvas, montañas, llanuras y ciudades, y otra el
aparataje que hacía funcionar a la guerrilla, como los equipos de logística,
inteligencia y comunicaciones, de carácter militar, pero también, y con una
función más estratégica, los políticos,
los organizadores, formadores de simpatizantes y militantes, en aldeas,
caseríos, barrios y ciudades. En otros
países realizaban su labor los diplomáticos, militantes y colaboradores, con
tareas específicas. Muchos de ellos, sin ser de izquierda habían tenido que
salir al exilio antes de ser asesinados en el país, por tener pensamientos
diferentes a la clase gobernante o rechazar tajantemente que la divergencia se
pagara con la muerte.
Si en
algo tenía razón el ejército era que la guerrilla nunca hubiera podido posicionarse
y crecer, sin una importante y valiosa base social. Colaboradores y
colaboradoras estaban diseminados en todo el territorio nacional y daban su
aporte a la causa, con comida, refugio e información.
Esta es
la historia de una colaboradora, en la ciudad de Guatemala, como muchas otras,
pero también como muy pocas: por su entrega incondicional, por su carácter, por
su valentía y coraje; por su disciplina.
A tal punto que en algún momento sus responsables creyeron que sería una
valiosa guerrillera. Pero no. Su función
era esa y había que aprovecharla ahí, al máximo.
Tuvo una
infancia difícil, pero feliz, en el occidente guatemalteco junto a dos hermanas
más y un hermano. Eran hijos de una
madre soltera que luchó toda su vida por ellos, para que tuvieran lo
indispensable y salieran adelante. Aún
recuerda una navidad cuando recibieron de regalo un dulce, amarrado en pequeñas
bolsitas; el regalo de su hermano era una moneda de muy poco valor, metida en
una cajita de fósforos. Era un niño que
miraba a sus amigos recibir obsequios de mayor calidad y quería algo
igual. Abrió el regalo y colérico lo
lanzó hacia el monte.
Ella,
muy joven partió hacia Quetzaltenango donde hizo sus estudios de magisterio en
un internado y en cuanto consiguió trabajo se empeñó en ayudar a su madre y a
sus hermanos. Se enamoró de un muchacho y juntos decidieron trasladarse a la
capital, en busca de un mejor trabajo. Con una hija casi de brazos, quedó viuda
y pasó más de un año en condiciones difíciles.
Fue en
un colegio de la zona 1 donde conoció a Rolando Morán y a César Montes quienes
desde entonces se dieron cuenta que era una mujer que emanaba respeto y
confianza. Para entonces ya estaba
casada con un abogado y vivía cómodamente en una casa del centro, muy cerca de
todo, y aunque logró estabilidad económica, su identidad de clase, sus
orígenes, nunca los olvidaría.
Rolando
y César le hablaron claro. Ella se entregaba de lleno con sus amistades, pero
además le nacía del alma: ofreció apoyar en lo que pudiera. Fue así como se
convirtió en una de las más importantes colaboradoras de las FAR en aquellos
tiempos.
Muy
pronto conoció al Comandante Turcios, quien pasaba muy seguido por su casa.
Ocultó armas, dinero, llevó mensajes, cartas y documentos a distintos lugares
del país, pero también al extranjero. Nunca la descubrieron; incluso en los
momentos más difíciles, con soldados subiéndose al bus. No mostraba el más
mínimo nerviosismo: sonreía y bromeaba con ellos.
El
domingo 2 de octubre de 1966, Turcios Lima pasó por la casa de la colaboradora.
Ella lo invitó a quedarse más tiempo, pero el comandante debía cumplir una
tarea más. La vida no le alcanzaría: murió en un aparente accidente de tránsito
una hora más tarde.
En los
años 70’s, luego de los acontecimientos en la Sierra de las Minas continúo
dando su aporte a la causa revolucionaria. La visitaban Pablo, María y otros
mandos de las FAR y ella mantenía su fidelidad de siempre: iba, venía, traía,
llevaba, aunque la situación de seguridad era cada vez más complicada. Aumentaba la represión en los departamentos y
en la capital iniciaba una época de violencia selectiva.
Por si fuera poco para el sufrido pueblo de Guatemala, el 4 de febrero de 1976 un
terremoto sacudió gran parte de su territorio; más de 23 mil personas perdieron
la vida y otras 77 mil quedaron heridas; al menos un millón 200 mil personas
quedaron sin hogar.
Las
condiciones sociales, políticas y económicas
favorecían el discurso de izquierda y el pueblo lo sabía. El riesgo de
que se profundizar la lucha armada era inminente. Fue entonces que se
implementó una campaña que levantaría el perfil del decadente general Kjell
Eugenio Laugerud García: “Guatemala está en pié”, que llevó a la solidaridad de
las y los guatemaltecos para levantar al país. Además, el aporte de naciones
amigas y la visión estratégica de los Estados Unidos permitieron que en menos
de un año se percibiera una Guatemala con nuevos bríos.
En 1977
se incrementó la represión en la capital, para acabar con las voces críticas:
Robin García, en la Universidad de San Carlos; Leonel Caballeros en
Diversificado; Mario López Larrave, Decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas
y Sociales de la USAC. Los años
siguientes trajeron más sangre y dolor a la familia guatemalteca: Oliverio
Castañeda, Antonio Ciani, Manuel Colom Argueta; Alberto Fuentes Morh y tantas y
tantos más.
La
colaboradora se mantenía firme en sus principios y algunas veces tuvo que tomar
medidas de seguridad, su actitud y visión estratégica le favorecían. En la época de campaña política del general
Ángel Aníbal Guevara, quien estaba previsto que fuera presidente de Guatemala
al concluir su período Romeo Lucas García, se acercó a un grupo de esposas de
militares, que mantenían reuniones sociales de apoyo al candidato. Obtenía en
ese ambiente información privilegiada que trasladaba a la guerrilla.
Pronto
vendrían los años más difíciles del conflicto armado, con la llegada de Efraín
Ríos Montt al poder; las masacres en los departamentos y la represión en la
capital. La guerrilla recibió golpes fuertes en la urbe; cayeron valiosos
cuadros político-militares y otros tuvieron que salir del país.
Poco a
poco la colaboradora dejó de aportar, no por deseo propio, por cierto: la
buscaron menos. Ella jamás perdió la verticalidad de sus ideas.
Los
años, como es natural, la fueron consumiendo y en 1997, aún con aquellos ojos
picarescos y su sonrisa campechana se acercó a saludar a uno de los comandantes
de la URNG que recién había regresado al país; uno de los compas de seguridad le
impidió el paso. Entonces gritó:
—¡Fulanito!, soy yo, ¡¿me recuerda?! Pero un “Disculpe, no la conozco”, recibió
como respuesta.
Ella se
fue, un tanto desconsolada y justificó la reacción del comandante: — Ya está
viejo y era de los que menos llegaban conmigo.
Ahora,
en 2017, cuando está por cumplir sus 85 años,
la colaboradora ha cambiado mucho.
Su memoria la empezó a abandonar desde hace algunos años, pero aún
recuerda con nostalgia sus años dorados.
Siempre
que la veo y tenemos oportunidad de hablar de antaño me dice: — ¡Cómo me
gustaría saludar a manzana! El era de los que más la visitaban.