viernes, 11 de noviembre de 2011

“Los males no llegan solos”

XVI


La caída de Manuel fue un duro golpe para todos;  en cualquier enfrentamiento armado existe el riesgo de morir, de eso estábamos conscientes;  sabíamos los márgenes de error, era un tema recurrente el cálculo de probabilidades.  Convivíamos con la muerte, era nuestra sombra, pero al mismo tiempo uno de nuestros principales temores.  Aunque siempre la lleváramos pegada a los talones, nuestra misión era que no nos alcanzara.

Leandro regresó con toda la fuerza y dejó a Tono con nosotros; no quería cargar sobre sus espaldas con la responsabilidad de la muerte de otro compañero del frente urbano; es más, Tono ya debía regresar a la ciudad, pero había pedido quedarse otros meses;  reclamó, se enojó, lloró.  En su mente prevalecía el deseo de lograr la victoria con el poder de las armas.  Era la única forma de emular a nuestros héroes y mártires, a todos los compañeros y compañeras que derramaron su sangre y murieron creyendo que una nueva Guatemala era posible, y ahora con algo más, una dosis de venganza.

Se quedó Sitín con nosotros;  Rafael, el médico, Pezzarosi, La chaparrita; Héctor, Dunga y Tono. Un pequeño grupo.

Sitín recibió una orden.  Había que ajusticiar a un conocido oreja.  Era mucho el daño que el tipo este había hecho, desde entregar a compañeros y personas progresistas, hasta terminar con la vida de aquellos que le caían mal, o con quienes había contraído deudas de juego o rivalidades amorosas.

Era un personaje funesto, que no pasaba de 30 años.  Sabía que tenía enemigos y que tarde o temprano lo matarían; por eso siempre andaba armado y se cuidaba mucho al movilizarse.   –“Eso si, cuando me maten no me voy a ir solo, aunque sea a uno me llevo conmigo”, decía.  Y lo cumplió.



XVII


Héctor y Dunga eran dos hermanos, originarios de Chimaltenango.  Su papá, no vidente, los había motivado a incorporarse a la guerrilla, lo que hicieron de corazón y conciencia.  El señor era un revolucionario histórico, conocedor del pasado;  Había sido testigo de masacres y secuestros de amigos y familiares, por parte del ejército. 

“Lo que yo no puedo dar, porque no veo, lo pueden dar mis hijos”, decía.

Eran patojos: Dunga 16 años y Héctor 17; recibieron entrenamiento como combatientes, pero no participaban en acciones de alto riesgo, aunque ambos tenían su fusil y sabían que, de encontrarse con el ejército había que resguardar la vida.

Cuando Sitín preparó la misión decidió llevar a Héctor como contención; además iría con ellos un compañero de la base, conocedor del terreno.  Héctor no quería ir,  pero aceptó, era la orden de un jefe y debía cumplirla.  En días anteriores había estado muy entusiasmado; pronto cumpliría 18 años y le darían permiso para ir a su pueblo, visitar a su mamá y a su papá y quedarse unos días para sacar su cédula.

Salieron a eso de las 5 de la tarde.  Sitín sería el encargado de la operación; dispararía con un revólver 38; él y el compañero de la base estarían adelante;  Héctor se quedaría a unos 25 metros, con un fusil y sólo entraría en acción de ser necesario.

Nosotros nos quedamos en una montaña alta, a unos 4 kilómetros;  Esperábamos noticias entre 6 y 7 de la noche. Estábamos a la expectativa y de pronto…. ¡dos, tres disparos, luego una ráfaga! ¡puta!  ¡aquellos tuvieron problemas!

Estaba claro que el fusil sólo entraría en acción de ser necesario y ésta había sido una ráfaga larga.

Dos horas después llegó Sitin con el compa de la base; llevaban cargado a Héctor, con un tiro en el pecho, sin orificio de salida.

El oreja vivía solo, a unos 100 metros de la casa de unos parientes, a los que visitaba por las tardes; en dirección hacia su casa había una zanja, donde se emboscaron Sitín y el compañero;  más atrás Héctor, de pie, en un punto donde difícilmente sería afectado. Lo vieron salir; volteó a ver atrás y a los lados; parecía olfatear.  Caminó despacio, como midiendo cada paso.  Cuando estuvo a tiro Sitín disparó dos veces, pero en el momento en que caía de espaldas todavía sacó su revólver del cincho e hizo un disparo, con tan mala suerte que fue a dar en el pecho de Héctor y éste, al sentirse herido apretó el gatillo del fusil, por inercia.

A como pudieron sacaron cargado a Héctor.

Esa noche abandonamos el pequeño campamento donde estábamos y nos trasladamos a un lugar cercano;  Héctor no hablaba. Rafa, el médico, aplicaba sus conocimientos, para mantenerlo con vida. Dunga confiaba en que su hermano se recuperaría, o al menos eso quería creer.  Insistía en preguntarnos cuánto tiempo pasaría así.

Al amanecer decidimos movernos; había que acercarnos a la carretera para llevar a nuestro herido a un hospital o un lugar de confianza.  Pezzarosi lo llevaba en la espalda y sintió el momento de su muerte.  Se detuvo y nos llamó.  –Muchá, Héctor acaba de morir.  ¡como chingados, porqué decís!  

Pezza había sentido como su cuerpo se había aflojado por completo, luego de un largo suspiro.

Lo enterramos en la falda de la montaña;  todos nos dispusimos a la tarea de cavar y sacar tierra. Más o menos un metro y medio  de profundidad.

Depositamos su cuerpo con suavidad, como si estuviera dormido;  nuestras lágrimas se confundieron con el sudor. 

1 comentario:

  1. Don Luisito por fin regresó, no le perdonaría que un día de descanso no reactivara su blog, pero lo reactivó con historias muy tristes ='( ..... siga escribiendo don Luisito ya da para libro =D me encantan sus relatos.

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