Usted, compañero, que no traicionó a su clase,
ni con torturas, ni con cárceles, ni con puercos billetes,
Usted, astro de ternura, tendrá edad de orgullo, para las multitudes delirantes que saldrán del fondo de la historia a glorificarlo, a usted, al humano y modesto, al sencillo proletario, al de los de siempre, al inquebrantable acero del pueblo.
Otto Rene Castillo
En el llamado “Diario Militar” o “Dossier de la muerte” aparece “Richard”, uno de los pocos sobrevivientes de 183 hombres y mujeres capturados entre 1983 y 1984, considerados un peligro para el país por pensar diferente, por creer que una Guatemala democrática y en paz era posible.
La ficha de de Richard es una de las más amplias; un breve y frío relato sobre su captura y posterior huída.
Richard llegó a Nicaragua en el año 84. Llevaba consigo los traumas recientes, mucho dolor en el alma y cicatrices en el cuerpo. En sus muñecas y tobillos aún quedaban gruesas costras y en el vientre y la espalda quemaduras de cigarrillos y de cables eléctricos, que aún conservaban un color rojizo.
De baja estatura, 1.68 aproximadamente, moreno, con lentes, nariz aguileña y bigote ancho. Callado, no daba apariencia al héroe, al valeroso revolucionario que había en él; aquel que antes de entregar a los compañeros y compañeras que conocía o morir a manos del enemigo, encontró una posibilidad para escapar y lo logró.
Entre el 83 y el 84 hubo una serie de capturas en la ciudad capital, en la llamada “ratonera”, pero fueron la Organización del Pueblo en Armas (ORPA) y las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) las agrupaciones más golpeadas, así como lo que quedaba del llamado Movimiento Revolucionario del Pueblo IXIM, que fue desaparecido en su totalidad.
En ese período también fue capturado Silvio Matricardi Salam. Un dirigente magisterial que había decidido dejarlo todo por la lucha revolucionaria; para entonces jefe del frente sur “Capitán Santos Salazar”.
Richard había sido secretario adjunto de la Central Nacional de Trabajadores (CNT), pero al igual que Silvio, su incorporación total al movimiento armado había sido más que necesaria; era la época del todo o nada.
Los años en que la represión y la contrainsurgencia fueron más intensas, motivaron cruelmente a que muchos jóvenes estudiantes, maestros y obreros se alzaran con la voluntad de vencer o morir; con la esperanza de que al derramar su sangre abonaran aquella patria hermosa.
Como guerrillero era, en aquel momento, uno de los jefes del frente urbano.
Unas semanas antes de su captura habían preparado el ataque a una unidad militar. Todo había sido bien organizado, pero en el último instante alguien lo reconoció como el otrora dirigente sindical; un viejo amigo lo saludó efusivamente en el momento menos indicado, lo que dio al traste el operativo. Este era uno de los riesgos menos esperados, pero sucedió y fue necesario reiniciar la planificación. Ya no se concretó.
El día de su captura se dirigía a cubrir un contacto de emergencia en las cercanías de los campos del Roosevelt; miembros de su célula habían caído, pero era necesario encontrar una vía de escape.
Pasó por el punto de encuentro diez minutos antes de la hora, para determinar si el área estaba limpia. No vio nada extraño. Estacionó su vehículo un par de cuadras más adelante y caminó. A la hora exacta llegó al punto indicado. Había jóvenes que disfrutaban del espacio deportivo.
De la nada aparecieron cuatro individuos, claramente identificables como agentes de seguridad del estado, que se dirigían hacia él. Trató de correr hacia el centro de los campos, donde únicamente se encontró a cinco o seis más. Era la táctica del Yunque y Martillo.
Fue detenido un 11 de marzo y de inmediato inició su martirio.
Las primeras torturas fueron con quemaduras de cigarrillo; pero no encontraron la respuesta que querían: la ansiada entrega de más “subversivos”. Luego de un rato cambiaron el tipo de tortura. Los tipos estaban preparados, eran profesionales, sabían que un dolor infringido durante mucho tiempo puede ser neutralizado mentalmente. Pasaron a choques eléctricos. Colocaban en sus piernas un cable positivo que provocaba una quemadura, pero cuando el cable negativo tocaba su piel su cuerpo brincaba y sentía morir.
Perdió el conocimiento. Lo despertó una sensación de ahogo. Estaba desnudo. Colgaba de una pared, boca abajo. Unos gruesos grilletes sujetaban sus tobillos. Sus manos estaban atadas hacia su espalda mientras dos o tres individuos lo rodeaban; uno de ellos lo golpeaba en sus partes con un palo. Le pidieron romper con los dientes el madero, de lo contrario se lo meterían por atrás. Y lo logró. Risas de burla llenaban el ambiente.
Lo dejaron solo. La sensación de asfixia, por la sangre acumulada en la cabeza, cada vez era más intensa. Era una muerte lenta. La desesperación lo llevó a empujar su cuerpo para tratar de golpear su cabeza contra la pared y morir o perder el conocimiento, pero la adrenalina se lo impedía. Más tarde soltaron los grilletes y dejaron que cayera de cabeza al piso. Volvió a perder el conocimiento.
La noche fue larga; tenía fiebre y pesadillas. Una fuerte patada lo despertó. Al amanecer escuchó una corneta militar llamando a formación, lo que le permitió deducir que se encontraba en un cuartel del ejército.
Richard pensó que no soportaría otro día de suplicios, por lo que empezó a pensar en un plan. Hubo un momento en que lo dejaron sentado en el piso, con las manos atadas hacia adelante. Una capucha negra cubría su rostro. Pidió un cigarrillo a su custodio y éste se lo dio. Se hincó frente a él, colocó el arma en el piso mientras le daba fuego. Richard vio el arma sin seguro y la débil posición del vigilante y pasó por su mente empujarlo y disparar, pero no lo hizo.
Sin embargo, la determinación de encontrar una última salida fue más clara.
Informó entonces que el martes 13 de marzo tenía un contacto en la zona 10, por lo que lo dejaron tranquilo en espera de ese momento.
Antes lo llevaron a otra habitación donde tenían a Silvio Matricardi, con el rostro casi desfigurado por los golpes. Los carearon. A pesar de que se conocían como compañeros militantes de la misma organización y cómplices en operativos guerrilleros, ambos dijeron que nunca se habían visto.
Cuando lo llevaron al supuesto contacto sabía que era su última oportunidad para salvar su vida o para que finalmente lo ametrallaran y muriera. En las cercanías de la Embajada de Bélgica dijo que unas jovencitas que se acercaban eran a las que esperaba. Aprovechó el momento en que corrieron por ellas para abrir la otra puerta corrediza de la camionetilla tipo panel donde lo llevaban para salir corriendo en sentido contrario. En la parte de atrás había un segundo vehículo lleno de hombres armados que lo vieron pasar corriendo.
Las jóvenes ya no fueron detenidas.
Encontró la Embajada y logró saltar una verja de casi dos metros, pero sus perseguidores introdujeron las armas y dispararon, hiriéndolo en las pantorrillas. Cuando casi alcanzaba la puerta principal de la sede diplomática otra ráfaga lo hirió en el vientre. Pero entonces fue rescatado por el propio embajador. Los militares se dieron cuenta del lugar donde se encontraban y se retiraron.
Días después Richard salió rumbo a Canadá, donde fue operado y unos meses después viajó a Nicaragua.