Por Marco Tulio Soto
Y acercándose cautelosamente, con sigilo
inaudito, avanzaba el tigre real. Aquel tigre que se las había jugado siempre,
que había arriesgado su vida frente a la muerte y el destino.
Aquel tigre, que se encontraba en su edad de
celo, había aprendido en su infancia y su juventud, cómo defenderse, cómo
conservar la vida con su instinto natural. Aquel animal de sangre caliente, de
salvajismo innato, de porte y belleza estéticos; de heroísmo y sagacidad
pulcras; de amor a la naturaleza, a la montaña, al medio natural, a los ríos,
los volcanes; al proceso de descomposición de las hojas que caen de los
árboles; al nacimiento de los ríos en la montaña, a los riachuelos que se van
formando con el goteo de las nubes al condensarse el rocío de las hojas y los
arbustos, había sentido la presencia de la víbora barba amarilla.
Esta no era común, de las que imponen su
elegancia, más bien era una malformación de serpiente; parecía mordisqueada,
con las escamas levantadas, pero mantenía intactas sus enormes mandíbulas, sus
colmillos curvos, afilados como agujas hipodérmicas, con glándulas cargadas de
mortal veneno.
Los dos animales eran reyes en sus respectivas
especies. Uno en el de los felinos, el otro en el de los reptiles.
El tigre, que venía hambriento, saltó sobre la
víbora, pero ésta ya lo estaba esperando. El enorme felino se devanó en la
tierra. Se sacudió con toda su fiereza, pero la serpiente no lo soltó: sus
colmillos curvos y la trayectoria de la mordida lo imposibilitaban.
El tigre sintió la inyección de veneno en su
cuerpo. A pesar de su experiencia permanecía ignorante frente al fenómeno de la
muerte. Él vivía constantemente de la muerte, pero enfrentarse a su propia
muerte era otra cosa. Así era la ley de la selva. Nadie podía vivir sin ella. En
su medio casi siempre el más fuerte establecía la autoridad, establecía su
voluntad, pero en esta situación, en estas circunstancias, comenzaba a dudar de
la ley que conocía y que hasta hoy había regido su vida.
El sometimiento de uno a otro podía darse por
la fuerza física, por sagacidad, por inteligencia. Siempre, o casi siempre, los
más débiles aceptaban la voluntad de él sin ofrecer resistencia. A veces sin
siquiera someterlos por la fuerza o la presión: caían por simple cobardía, por
miedo a la confrontación, al enfrentamiento.
El tigre estaba acostumbrado a su dogma, a su
naturaleza. Lo bueno para él era lo bueno para todos y lo mismo sucedía con lo
malo. Esto constituía un formalismo muy útil para su vida.
En ese momento el tigre comenzó a pensar en lo
difícil que había sido vivir hasta entonces, en los peligros, en las tentaciones
vencidas, en la confrontación diaria con sus enemigos; la competencia con otros
animales de su especie. Sentía el impulso de seguir viviendo; era un
sentimiento inexplicable, inconsciente, inherente a cada organismo vivo. Sentía
que era su deber continuar con vida.
Ahora sentía el dolor. Sentía las punzadas.
Tenía clavados los colmillos de la víbora en un brazuelo muy cerca del pecho,
del corazón. Ya había hecho todos los esfuerzos por sacudirse a aquel reptil,
que también manaba sangre fría. La serpiente estaba quebrada del espinazo y
tenía varias vértebras rotas.
Pero el tigre comenzaba a flaquear en su
carácter; en su violencia; en su forma de ser y actuar. Pensaba si quizás otro
tigre ya se habría liberado de la víbora o si sería normal lo que él hacía:
comprimir sus mandíbulas contra aquel cuerpo alargado y resbaladizo.
La barba amarilla era depredadora por
naturaleza. De carácter destructor y sádico. Desde su nacimiento fue así. Su
madre estuvo a punto de deglutirla, de comérsela, de tragársela al nomás salir
del cascarón. Tuvo que huir para salvar la vida. Desde ahí quedó marcada. La
víbora no es un ser social, pero se relaciona con otros de diferentes maneras,
pero principalmente para vivir de ellos, para devorarlos.
La víbora también sentía morirse. Estaba
prácticamente partida. Sentía que las fuerzas le comenzaban a faltar, de tanto
apretar las mandíbulas que había abierto hasta 90 grados. Ya había agotado su
pócima letal y el tigre aún no desfallecía. Ambos morirían, era cuestión de
tiempo.
El tigre comenzó a sentir cada vez más dolor,
aunque por momentos se le nublaba la vista, se desconectaba por segundos.
Comenzaba a lamentar haber querido comerse a aquella víbora. Había tenido tanta
hambre para cometer ese grave error. En definitiva él mataba para comer menudo:
hígado, corazón, riñones. Después enterraba el resto del cuerpo, lo cubría con
hojas para después comer la carroña de la carne descompuesta. Esa era su
verdadera comida.
El tigre tomó conciencia de que ya no podía
soltarse de la víbora, que irremediablemente moriría ahí. No sabía cómo ni por
qué, pero llegó a ese conformismo, a esa conclusión fatal y entonces en un aletargado
morir comenzó a hablar con su victimaria: — ¿Sabes?, yo te miro como tú me ves
a mí. Eso en cuanto a la valoración que hago de ti, de tu ser. No desde el
punto de vista de la alimentación, sino de tu género. La víbora respondió: —
Desde ese punto de vista estamos completamente de acuerdo. Tú debes sentirte
igual que yo, por eso no cedes. Ambos somos impulsados por la crueldad. Hemos
hecho de la muerte nuestra forma de vivir. Muchos deben morir para que nosotros
vivamos. Es un círculo vicioso impuesto por la naturaleza. Somos seres activos
pero no productivos. Nosotros tenemos poder y fuerza para matar a otros, pero
no tenemos poder y fuerza para trabajar, para producir, para crear. Por eso
nuestro poder es malvado.
La víbora continuó: — Yo he sentido como orinas
en diferentes lugares para marcar tu territorio. Así como yo, peleas con los
que te hacen competencia en tus dominios, pero también eres capaz de conciliar
con alguien más fuerte o igual que tú. Eso pasa con el Puma, con el Danto. Al
Puma lo toleras porque come carne fresca y te deja el resto de sus víctimas. A
veces lo atacas solo por el temor a ser atacado y destruido por él. Buscas
someter a los demás sin darles lo que necesitan. Lo haces únicamente para
resolver lo que tú necesitas. Sacrificas a innumerables seres sin sentirte
siquiera culpable.
—Bueno, - dijo el tigre -, nosotros somos seres
predestinados. Tenemos marcada nuestra forma de ser, de actuar. Somos buenos,
malos o nobles, pero hay algunos, mejor dicho, muchos, que se someten al
poderío, a la autoridad de otros por cobardía, porque así, cobardemente,
participan del poder de quien los somete. Se sienten satisfechos con adular y
no les importa la humillación. Se invalidan así mismos convirtiéndose en
instrumentos y lacayos de otros.
—Así es - dijo el reptil, - nosotros somos
auténticos déspotas. Lo bueno para nosotros debe ser lo bueno para los demás.
Nuestra valoración la hacemos sin ambages ni consideraciones. Nosotros somos
nuestros propios jueces: valoramos nuestro bueno y nuestro malo.
Así siguieron hablando por mucho tiempo, no se
pudo establecer cuánto. Así, hablando y muriendo, muriendo y hablando; haciendo
reflexiones, enfrentando así la vida, la poca vida que les quedaba. Enfrentando
así a la muerte, la mucha muerte que se aproximaba.
Ambos se fueron adormeciendo. Se fueron
sedando. Comenzaron a experimentar placer, a sentir bienestar. Se sentían
contentos de pronto, muy cómodos. Siguieron hablando y pensando en hacer cosas
juntos, unidos, inseparables, mordiéndose uno al otro, afianzándose, uno del otro,
pensando uno como el otro; sintiendo uno
igual que el otro. Seguirían viviendo así juntos, muriendo juntos.
Por fin se acercaba la hora de la muerte. La
inevitable muerte de la que había vivido. La que muchas otras veces habían
provocado y ahora estaban esperando. La muerte propia. El inevitable final.
Pero ambos apretaban las mandíbulas, apretaban y apretaban porque sentían que
así se aferraban a la vida.
Y sucedió lo increíble, lo inaudito. En los
estertores de la muerte, temblaban, vibraban, se apretaban cada vez más, no
sólo clavaban hasta la raíz sus colmillos tratando de hacerse daño el uno al
otro, sino haciéndose daño a sí mismos. Comenzaron a sentir prácticamente el
mismo dolor.
Y así, vibrando, temblando, se fueron fundiendo
uno al otro. Hubo momentos en que era difícil identificar al tigre o a la
víbora, hasta que por fin, en un haz de luz salió corriendo un animal, un ser muy
raro, mitad tigre y mitad víbora: una serpiente con pelos, un tigre con
escamas.