viernes, 5 de abril de 2019

El tigre escamado

Por Marco Tulio Soto

Y acercándose cautelosamente, con sigilo inaudito, avanzaba el tigre real. Aquel tigre que se las había jugado siempre, que había arriesgado su vida frente a la muerte y el destino.

Aquel tigre, que se encontraba en su edad de celo, había aprendido en su infancia y su juventud, cómo defenderse, cómo conservar la vida con su instinto natural. Aquel animal de sangre caliente, de salvajismo innato, de porte y belleza estéticos; de heroísmo y sagacidad pulcras; de amor a la naturaleza, a la montaña, al medio natural, a los ríos, los volcanes; al proceso de descomposición de las hojas que caen de los árboles; al nacimiento de los ríos en la montaña, a los riachuelos que se van formando con el goteo de las nubes al condensarse el rocío de las hojas y los arbustos, había sentido la presencia de la víbora barba amarilla.

Esta no era común, de las que imponen su elegancia, más bien era una malformación de serpiente; parecía mordisqueada, con las escamas levantadas, pero mantenía intactas sus enormes mandíbulas, sus colmillos curvos, afilados como agujas hipodérmicas, con glándulas cargadas de mortal veneno.

Los dos animales eran reyes en sus respectivas especies. Uno en el de los felinos, el otro en el de los reptiles.

El tigre, que venía hambriento, saltó sobre la víbora, pero ésta ya lo estaba esperando. El enorme felino se devanó en la tierra. Se sacudió con toda su fiereza, pero la serpiente no lo soltó: sus colmillos curvos y la trayectoria de la mordida lo imposibilitaban.

El tigre sintió la inyección de veneno en su cuerpo. A pesar de su experiencia permanecía ignorante frente al fenómeno de la muerte. Él vivía constantemente de la muerte, pero enfrentarse a su propia muerte era otra cosa. Así era la ley de la selva. Nadie podía vivir sin ella. En su medio casi siempre el más fuerte establecía la autoridad, establecía su voluntad, pero en esta situación, en estas circunstancias, comenzaba a dudar de la ley que conocía y que hasta hoy había regido su vida.

El sometimiento de uno a otro podía darse por la fuerza física, por sagacidad, por inteligencia. Siempre, o casi siempre, los más débiles aceptaban la voluntad de él sin ofrecer resistencia. A veces sin siquiera someterlos por la fuerza o la presión: caían por simple cobardía, por miedo a la confrontación, al enfrentamiento.

El tigre estaba acostumbrado a su dogma, a su naturaleza. Lo bueno para él era lo bueno para todos y lo mismo sucedía con lo malo. Esto constituía un formalismo muy útil para su vida.

En ese momento el tigre comenzó a pensar en lo difícil que había sido vivir hasta entonces, en los peligros, en las tentaciones vencidas, en la confrontación diaria con sus enemigos; la competencia con otros animales de su especie. Sentía el impulso de seguir viviendo; era un sentimiento inexplicable, inconsciente, inherente a cada organismo vivo. Sentía que era su deber continuar con vida.

Ahora sentía el dolor. Sentía las punzadas. Tenía clavados los colmillos de la víbora en un brazuelo muy cerca del pecho, del corazón. Ya había hecho todos los esfuerzos por sacudirse a aquel reptil, que también manaba sangre fría. La serpiente estaba quebrada del espinazo y tenía varias vértebras rotas.

Pero el tigre comenzaba a flaquear en su carácter; en su violencia; en su forma de ser y actuar. Pensaba si quizás otro tigre ya se habría liberado de la víbora o si sería normal lo que él hacía: comprimir sus mandíbulas contra aquel cuerpo alargado y resbaladizo.

La barba amarilla era depredadora por naturaleza. De carácter destructor y sádico. Desde su nacimiento fue así. Su madre estuvo a punto de deglutirla, de comérsela, de tragársela al nomás salir del cascarón. Tuvo que huir para salvar la vida. Desde ahí quedó marcada. La víbora no es un ser social, pero se relaciona con otros de diferentes maneras, pero principalmente para vivir de ellos, para devorarlos.

La víbora también sentía morirse. Estaba prácticamente partida. Sentía que las fuerzas le comenzaban a faltar, de tanto apretar las mandíbulas que había abierto hasta 90 grados. Ya había agotado su pócima letal y el tigre aún no desfallecía. Ambos morirían, era cuestión de tiempo.

El tigre comenzó a sentir cada vez más dolor, aunque por momentos se le nublaba la vista, se desconectaba por segundos. Comenzaba a lamentar haber querido comerse a aquella víbora. Había tenido tanta hambre para cometer ese grave error. En definitiva él mataba para comer menudo: hígado, corazón, riñones. Después enterraba el resto del cuerpo, lo cubría con hojas para después comer la carroña de la carne descompuesta. Esa era su verdadera comida.

El tigre tomó conciencia de que ya no podía soltarse de la víbora, que irremediablemente moriría ahí. No sabía cómo ni por qué, pero llegó a ese conformismo, a esa conclusión fatal y entonces en un aletargado morir comenzó a hablar con su victimaria: — ¿Sabes?, yo te miro como tú me ves a mí. Eso en cuanto a la valoración que hago de ti, de tu ser. No desde el punto de vista de la alimentación, sino de tu género. La víbora respondió: — Desde ese punto de vista estamos completamente de acuerdo. Tú debes sentirte igual que yo, por eso no cedes. Ambos somos impulsados por la crueldad. Hemos hecho de la muerte nuestra forma de vivir. Muchos deben morir para que nosotros vivamos. Es un círculo vicioso impuesto por la naturaleza. Somos seres activos pero no productivos. Nosotros tenemos poder y fuerza para matar a otros, pero no tenemos poder y fuerza para trabajar, para producir, para crear. Por eso nuestro poder es malvado.

La víbora continuó: — Yo he sentido como orinas en diferentes lugares para marcar tu territorio. Así como yo, peleas con los que te hacen competencia en tus dominios, pero también eres capaz de conciliar con alguien más fuerte o igual que tú. Eso pasa con el Puma, con el Danto. Al Puma lo toleras porque come carne fresca y te deja el resto de sus víctimas. A veces lo atacas solo por el temor a ser atacado y destruido por él. Buscas someter a los demás sin darles lo que necesitan. Lo haces únicamente para resolver lo que tú necesitas. Sacrificas a innumerables seres sin sentirte siquiera culpable.

—Bueno, - dijo el tigre -, nosotros somos seres predestinados. Tenemos marcada nuestra forma de ser, de actuar. Somos buenos, malos o nobles, pero hay algunos, mejor dicho, muchos, que se someten al poderío, a la autoridad de otros por cobardía, porque así, cobardemente, participan del poder de quien los somete. Se sienten satisfechos con adular y no les importa la humillación. Se invalidan así mismos convirtiéndose en instrumentos y lacayos de otros.

—Así es - dijo el reptil, - nosotros somos auténticos déspotas. Lo bueno para nosotros debe ser lo bueno para los demás. Nuestra valoración la hacemos sin ambages ni consideraciones. Nosotros somos nuestros propios jueces: valoramos nuestro bueno y nuestro malo.

Así siguieron hablando por mucho tiempo, no se pudo establecer cuánto. Así, hablando y muriendo, muriendo y hablando; haciendo reflexiones, enfrentando así la vida, la poca vida que les quedaba. Enfrentando así a la muerte, la mucha muerte que se aproximaba.

Ambos se fueron adormeciendo. Se fueron sedando. Comenzaron a experimentar placer, a sentir bienestar. Se sentían contentos de pronto, muy cómodos. Siguieron hablando y pensando en hacer cosas juntos, unidos, inseparables, mordiéndose uno al otro, afianzándose, uno del otro,  pensando uno como el otro; sintiendo uno igual que el otro. Seguirían viviendo así juntos, muriendo juntos.

Por fin se acercaba la hora de la muerte. La inevitable muerte de la que había vivido. La que muchas otras veces habían provocado y ahora estaban esperando. La muerte propia. El inevitable final. Pero ambos apretaban las mandíbulas, apretaban y apretaban porque sentían que así se aferraban a la vida.

Y sucedió lo increíble, lo inaudito. En los estertores de la muerte, temblaban, vibraban, se apretaban cada vez más, no sólo clavaban hasta la raíz sus colmillos tratando de hacerse daño el uno al otro, sino haciéndose daño a sí mismos. Comenzaron a sentir prácticamente el mismo dolor.


Y así, vibrando, temblando, se fueron fundiendo uno al otro. Hubo momentos en que era difícil identificar al tigre o a la víbora, hasta que por fin, en un haz de luz salió corriendo un animal, un ser muy raro, mitad tigre y mitad víbora: una serpiente con pelos, un tigre con escamas.

"Con una rosa en la mano..."

Eran los años 80’s y en la vida clandestina escuchábamos a escondidas y con bajo volumen a Pablo, a Silvio, a Mercedes Sosa, a Víctor Jara, a los Guaraguau, pero en nuestra vida “normal”, en la apariencia del hogar, sonaban con más fuerza las canciones de Juan Gabriel; había que mostrarnos “comunes”.

Pero Juan Gabriel nos marcó y nos permeó, definitivamente. Sus canciones románticas se fueron haciendo nuestras y se nos metieron en las venas; se convirtieron en parte de nuestra vida emocional. Recuerdo a Pepe cantando: “… Soy insensible a heridas de amor, jamás exclamo un ay de dolor”, o  “vamos al noa, noa, noa, noa, noa, noa…” A las que les imprimía, además, un baile coqueto, muy de él.

Fue entonces que esa música pasó de ser parte de nuestra pantalla, como un gusto popular a uno personal: Querida, Amor eterno, Siempre en mi mente, Te lo pido por favor, No me vuelvo a enamorar, la farsante… A tal punto que se hicieron parte de nuestra vida real, como militantes revolucionarios, pero también personas comunes que vivían martirizándose el corazón por los amores frustrados o perdidos.

Tenía casi seis meses de no ver a mi compañera. Nos separaban más de mil kilómetros de distancia y el único momento en que la escuchaba era el de la comunicación: cruzábamos indicativos, enviábamos mensajes en tres minutos y concluíamos con un “saludos”, cambio y fuera.  Sabíamos, ella y yo, toda la carga de amor que nos implicaba esa palabra. Pero queríamos decirnos tanto y no podíamos.

Recuerdo aquella ocasión, luego de que perfeccionamos las comunicaciones por telegrafía, comenzamos a explorar equipos computarizados con los que los sonidos en clave Morse se convertían en ruido ininteligible. 

Preparé entonces, como texto en clave morse, una canción de Juan Gabriel, con la que quería decirle a ella todo lo que sentía: “Con una rosa en la mano te digo, lo mucho que yo te amo, cariño, te quiero, y en un rizo de tu pelo, la rosa te dejo…”

Y la envié.  Ese fue el inicio de nuestras comunicaciones digitales.