Eran los años 80’s y en la vida clandestina
escuchábamos a escondidas y con bajo volumen a Pablo, a Silvio, a Mercedes
Sosa, a Víctor Jara, a los Guaraguau, pero en nuestra vida “normal”, en la
apariencia del hogar, sonaban con más fuerza las canciones de Juan Gabriel;
había que mostrarnos “comunes”.
Pero Juan Gabriel nos marcó y nos permeó,
definitivamente. Sus canciones románticas se fueron haciendo nuestras y se nos
metieron en las venas; se convirtieron en parte de nuestra vida emocional.
Recuerdo a Pepe cantando: “… Soy insensible a heridas de amor, jamás exclamo un
ay de dolor”, o “vamos al noa, noa, noa,
noa, noa, noa…” A las que les imprimía, además, un baile coqueto, muy de él.
Fue entonces que esa música pasó de ser parte
de nuestra pantalla, como un gusto popular a uno personal: Querida, Amor
eterno, Siempre en mi mente, Te lo pido por favor, No me vuelvo a enamorar, la
farsante… A tal punto que se hicieron parte de nuestra vida real, como
militantes revolucionarios, pero también personas comunes que vivían
martirizándose el corazón por los amores frustrados o perdidos.
Tenía casi seis meses de no ver a mi compañera.
Nos separaban más de mil kilómetros de distancia y el único momento en que la
escuchaba era el de la comunicación: cruzábamos indicativos, enviábamos
mensajes en tres minutos y concluíamos con un “saludos”, cambio y fuera. Sabíamos, ella y yo, toda la carga de amor
que nos implicaba esa palabra. Pero queríamos decirnos tanto y no podíamos.
Recuerdo aquella ocasión, luego de que
perfeccionamos las comunicaciones por telegrafía, comenzamos a explorar equipos
computarizados con los que los sonidos en clave Morse se convertían en ruido
ininteligible.
Preparé entonces, como texto en clave morse,
una canción de Juan Gabriel, con la que quería decirle a ella todo lo que
sentía: “Con una rosa en la mano te digo, lo mucho que yo te amo, cariño, te
quiero, y en un rizo de tu pelo, la rosa te dejo…”
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