martes, 6 de septiembre de 2011

Tono y la emboscada del pedo


XI


Durante el tiempo que estuve en el frente sur entraron varios compañeros de la región central, todos  dignos de mención; unos con mayor fortaleza física que otros, algunos con mayor nivel intelectual, tratando de hacerse de esa experiencia militar que motivaba su conciencia y el saber que la lucha armada era para entonces la única vía para la toma del poder.  Subir a la montaña uno o dos meses más parecía turismo y luego de regreso.

Hubo quienes entraron con un alto nivel político, pero sin un ápice de fortaleza física, es más, presentaban algunos problemas de salud, como la necesidad administrarse algún medicamento.  Eso sí, en lo más intrincado de su ser y frente a cualquier adversidad estaba la firme determinación de vencer o morir.


Uno de ellos fue Tono, aquel compañero de mediana estatura, moreno, de complexión robusta, ojos grandes y mirada firme, profunda, como queriendo intuir la historia de vida de su interlocutor.

Llegó exactamente durante la jefatura del Capitán Leandro, lo que estoy seguro fue un punto a su favor, pues tuvo una escuela de alto nivel.

Como a todos le costó mucho adaptarse al baño, a la letrina (que en el sur, por las condiciones del terreno, seco y pedregoso, lo que se acostumbraba era abrir un hoyo individual con machete y dejarlo bien tapado luego de la respectiva deposición), la cocina, la posta, pero más que eso, los largos períodos de silencio, la falta de una charla abierta, fluida, sin compartimentaciones.

De hecho fue la parte que en un principio más me molestó de él; esa necesidad de hablar, de conocer, de polemizar.

Cuántas veces se acercó a mi cuando me encontraba en plena captura de información y descifrando mensajes del enemigo y tuve que pedirle que se retirara.  Llegó incluso a preguntarme cómo funcionaban las claves.  Por mi mente no dejó de pasar el riesgo de que fuera un infiltrado y en algún momento se lo comenté a Leandro, pero únicamente soltó una carcajada.  Claro, él sabía más sobre Tono y tenía mucha más experiencia que yo en ese tipo de actitudes y formas de actuar de los compañeros nuevos.


Sin embargo, con el tiempo se fue ganando la simpatía y el cariño, no sólo mío, sino de todos, porque a pesar de que le costaba, nunca decía no a nada y su ánimo siempre estaba abierto, tanto para ir a traer un garrafón de agua a media hora de camino, como a participar en cualquier operación guerrillera, por más difícil que pareciera.




XII


Después del ataque al destacamento de la aldea Nancinta, en Chiquimulilla, Leandro dispersó a la fuerza en pequeñas patrullas, con el objetivo de dar más golpes al ejército desde distintas puntos.

Como era de esperarse, el enemigo montó operaciones de búsqueda y destrucción de nuestras unidades y peinó el área, varios kilómetros a la redonda.

Una de nuestras patrullas fue integrada por Sitin, como jefe de unidad, Cheque, Tono y Dunga.

Conducidos por un jefe de mucha experiencia se dirigieron hacia el destacamento de Nancinta; a eso de las 3 de la madrugada pasaron por un potrero que se encontraba a menos de un kilómetro del objetivo.

Iban con el máximo cuidado, sin luces, levantando y colocando los pies de manera simultánea.  Tono sudaba, le temblaba el alma;  iba detrás de Cheque.  Sitín con los cinco sentidos en alerta; Cheque con su tranquilidad de siempre y Dunga, el patojo, con deseos de enfrentarse a los cuques.

Los cuatro con el fusil en posición de tiro, sin seguro y con el dedo en el gatillo.

Fue en ese momento, cuando el ruido de las últimas chicharras de la noche era lo único que oía, que se dejó sentir un sonoro y estrepitoso pedo.  Todos se detuvieron de inmediato y Sitín volteó a ver colérico, quizá recordando alguna de sus travesuras de antaño.  Vio a la cara a cada uno de sus combatientes, con el ánimo de descubrir quién había sido el responsable de aquella imprudencia que podía costarles la vida.

Sin embargo, en fracción de segundos se dieron cuenta que no había sido ninguno de ellos.  A pocos metros, luego del desahogo intestinal, un oficial sacudió levemente su cobertor y cambió de posición.  Dormía profundamente.

Los jóvenes guerrilleros se percataron que estaban adentro de un campamento militar, compuesto por un pelotón de unos 25 elementos.

Quedaron petrificados al descubrir en la penumbra que en los alrededores toda la soldadesca dormía plácidamente, pero el principal temor en ese momento era la lógica deducción de que al menos tres elementos estaban despiertos y resguardaban el sueño de la tropa.

Sitín, con señas, llamó a la calma e inició la salida del lugar, con el mismo sigilo con el que entraron.

En máximo silencio y cuidando de dar los pasos al mismo tiempo.  Salieron del lugar sin ser descubiertos y eso ya era un triunfo.

Al día siguiente los soldados encontraron huellas de botas que no eran las suyas y una trilla que atravesaba por el centro, pasaba junto a la cabecera del lugar donde había dormido el teniente, jefe del pelotón y se retiraba por el lado norte.

Entre los soldados esto sembró más miedo, pues consideraron que esta había sido una acción temeraria y retadora de la subversión.

Por aparte, Sitín y sus compañeros daban gracias a Dios y al último de los santos, por haber salido con vida de la que llamaron: la emboscada del pedo.

1 comentario:

  1. jajajajajajaja nombre jajaja yo me hubiera matado
    de la risa y de las carcajadas despierto a todos jajajajaja que mate de risa jajaja.

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