IX
Las operaciones dieron inicio en el “Santos Salazar” bajo el mando del capitán Leandro y fue necesario movilizarnos más seguido de un campamento a otro; era peligroso mantener el mando en un solo lugar, no sólo porque también se incrementaba el accionar enemigo, que buscaba destruirnos, sino porque poníamos en peligro a la base social.
Leandro puso en práctica todos sus conocimientos guerrilleros; fueron tomadas aldeas, caseríos y municipios, en distintos momentos, principalmente en días de mercado o de fiesta, cuando más habitantes se encontraban congregados.
Para el ejército era contraproducente esta actividad guerrillera, porque además de ser una forma de llamar su atención, cada día eran más personas las que se identificaban con la lucha revolucionaria y consideraban que el ejército era incapaz de acabar con una fuerza que parecía pequeña.
El Frente en aquel momento no pasaba de 30 hombres y mujeres, en su mayoría con una trayectoria de años, en distintos frentes, principalmente en el regional norte “Capitán Andrócles Hernández”, pero también se había conformado con destacados combatientes del “Tecún Umán” y era práctica constante que subieran compañeros y compañeras del frente urbano, por temporadas de tres, seis meses o un año.
Había algo que me inquietaba. Leandro participaba en casi todas las acciones, tanto en las de menor, como en las de mayor riesgo. Las condiciones del terreno eran complicadas para el combate, no sólo por la topografía agreste y con poca vegetación, sino porque todas las propiedades, incluso la más pequeña, estaban cercadas.
Unos meses antes de la llegada de Leandro, Sitín y su escuadra tuvieron un fuerte enfrentamiento con una unidad del ejército en los pastizales del otro lado de la carretera, con dirección al mar.
En esos momentos era que se ponía de manifiesto la condición física de los combatientes; un enfrentamiento en condiciones realmente desventajosas: bajo el intenso sol y sintiéndose perseguidos por soldados con mayor capacidad de fuego.
Contaba Sitin que aquella había sido una de sus peores experiencias: correr, brincar cercos o cruzarlos rápidamente por abajo y por momentos voltearse para disparar y ver que los soldados gritaban como locos tras ellos, cada vez más cerca.
La boca y la garganta se secaban al extremo del dolor y un fuego intenso quemaba las piernas de los combatientes, pero la lucha por la vida era más grande. Dos compañeras, María y la Chaparrita participaron en esa acción, corrían y cruzaban los cercos como todos.
Pero María fue herida en la espalda y no logró saltar el último cerco. Nada pudieron hacer por rescatarla el fuego enemigo era nutrido y tratar de sacarla habría significado perder a uno o dos combatientes más.
X
Con la intensificación de las acciones guerrilleras en la zona, el enemigo fortaleció el destacamento del municipio de Pasaco, del departamento de Jutiapa, a unos 20 kilómetros de donde nos encontrábamos, pero también instaló nuevos destacamentos, uno en la finca Las Marías y otro en la aldea Nancinta, cercana al río Margaritas y con caminos vecinales hacia distintos puntos. Un lugar estratégico.
Leandro preparó con tiempo un ataque al destacamento de Nancinta; contábamos con información de sus comunicaciones y de la población. Logramos reclutar a jóvenes campesinos, identificados con la lucha revolucionaria, que no estaban alzados, pero que fueron preparados militarmente y se incorporaban en algunas acciones para fortalecer nuestro poder de fuego.
Todo estaba bien preparado, pero falló la detonación de tres minas que habían sido colocadas en la entrada al destacamento y en una de las garitas de vigilancia. Esto fue lamentable, porque se perdió el golpe inicial y el momento oportuno de la operación.
Leandro se había emboscado, junto a otro grupo de combatientes, frente al destacamento, del otro lado de la carretera; el ataque había sido planificado para iniciar a las 4.30 de la mañana, antes de que la tropa enemiga fuera llamada a formación. Pasó la hora de la detonación de las minas; el capitán todavía espero unos minutos, luego dio la orden de abrir fuego.
El enemigo respondió al fuego; se sostuvo el combate durante más de 15 minutos, hasta que ese dio la orden de retirada. Eran tres unidades, debían salir por distintos lugares y una hora más tarde encontrarse en el punto establecido.
Sin embargo una patrulla enemiga se encontraba realizando una operación de control y vigilancia y regresaba procedente del puente hacia el destacamento. Coincidentemente esa era la ruta de escape de Leandro, que junto a tres compañeros más se dirigían rápidamente rumbo al puente, del otro lado del cerco.
Fue al momento de salir hacia la carretera, cuando se encontraron casi frente a frente con los soldados, quienes no dispararon al verlos, pues la falta de visibilidad les impedía reconocer si se trataba de amigos o enemigos. Leandro en cambio si los identificó y con esa agilidad que lo caracterizaba abrió fuego y brincó el cerco de inmediato, gritando al mismo tiempo a sus combatientes, que lo siguieran. Fueron perseguidos durante más de media hora por aquellos pastizales, que se convertían en verdaderas trampas de púas.
Lograron perder a los soldados y llegar al punto de encuentro mucho más tarde de lo acordado. Incluso fueron vistos por hombres y mujeres que únicamente sonreían satisfechos de verlos con vida.
No hubo bajas de ningún bando; un compañero de la base pasó frente al destacamento, rumbo a su trabajadero y corroboró que se habían registrado daños de alguna consideración, pero nada más. Sin embargo, esto era lo visible, lo concreto. En la mente de los soldados y de algunos oficiales se cimentó el temor a una guerrilla que podía atacar de día o de noche bajo el mando de un capitán que empezaba a ser leyenda.
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