En la
guerrilla no se comía bien. En las mejores épocas contábamos para un mes, con
una media libra de leche, media de avena entera, un poco de azúcar, para
consumo individual; algo de frijoles y
arroz colectivos, al igual que las tortillas o tamales. y aunque había temporadas más críticas, para nosotros esto era más que suficiente.
Estábamos conscientes que una gran mayoría del pueblo se alimentaba con
menos. Eso nos fortalecía y nos ayudaba
a seguir adelante.
Sin
embargo, para hacer frente a las actividades cotidianas, en las condiciones en
las que nos encontrábamos, así como a los continuos desvelos, se requería de
una dieta más nutritiva y no la había. Esta situación afectaba más a quienes
nos quedábamos en campamento, pues los que salían visitaban a las bases o
encontraban a personas en el camino que les obsequiaban comida: huevos duros,
gallina cocida, algunas verduras y hasta frijoles volteados, quesos y crema.
A esa falta
de alimentos atribuí lo que me pasó un día, en el campamento. Me levanté
corriendo de mi puesto para ir a orinar a un lugar cercano. Recién comenzaba el proceso mingitorio cuando
perdí el conocimiento y caí de espaldas sobre el terreno empedrado del
lugar. Al despertar estaba en mi puesto,
rodeado por casi todo el campamento.
Hasta ahí
todo normal, en la medida de lo posible; un incidente con poca relevancia, de
no ser porque en los compañeros había una sonrisa de oreja a oreja, la que al
verme despertar y corroborar que estaba bien, se convirtió en carcajada.
Sucedió que
el subteniente Arturo al escuchar mi estrepitosa caída corrió de inmediato a
ayudarme y notó que el desmayo me había sorprendido con el miembro a la
intemperie, con todo el cuidado del caso se vio en la necesidad de resguardarme
de la pena pública y procedió a guardar al delicado y expuesto pajarito.
En la
preocupación del momento por mi inesperado desmayo, surgió la broma cruelmente
oportunista del guerrillero, que no daba espacio a la tragedia: la vida,
mientras hubiera, había que vivirla felices. ¡”Arturo me había metido la
paloma!”. Recuerdo al teniente Pancho
riendo a carcajadas, a Pezarossi doblado de la risa. ¡Puta Chejo, ¿Arturo te
metió la paloma cuando te desmayaste, no?
Y volvían a reír como nunca.
Hace poco
los visité en la finca, 18 años después de aquel desmayo y encontré a Pancho,
reparando algo en la puerta de su casa.
El condenado lo primero que dijo fue: ¿Te metió la palomita Arturo
cuando te desmayaste, no Chejo? Y volvió a reír y a contagiar a los demás.