En un
septiembre como éste fue capturado aquel joven cuando buscaba restablecer
contacto con sus compañeros en un punto de emergencia; casi todos los
integrantes de su unidad habían caído. Era la última posibilidad de
reencontrarlos… y no lo logró. Un
comando de elementos de la G-2, dispuestos estratégicamente en el lugar de
encuentro impedía la más mínima posibilidad de fuga.
Su
madre y su tía lo buscaron por todas partes; acudieron a la oficina de la G-2
en el Palacio Nacional, donde fueron recibidas de la manera más cordial: —Su hijo va aparecer, no se preocupe; “ha de
estar con esa gente”. Pero cuéntenos: ¿tiene novia?, ¿cómo se llama?, ¿dónde
vive?, ¿dónde estudia?, ¿y sus amigos más cercanos…? Tampoco recibieron respuesta a esas preguntas.
Las dos
mujeres, desconsoladas, se acercaron a un primo militar. Un oficial de alto
rango en la Fuerza Aérea. En algo podría ayudarlas, pensaron. Pero su respuesta también fue fría, sin
sentimientos, sin humanidad: —Mirá, si
estaba metido en babosadas no puedo hacer nada. “En el ejército la consigna es
guerrillero visto, guerrillero muerto”.
Esa fue
la última vez que lo visitaron. Unos meses después su hijo murió mientras
atacaba a una columna guerrillera en Chimaltenango. El A-37 descendía vertiginosamente
por el desfiladero, soltaba su carga mortal y se elevaba nuevamente, apenas a
tiempo para superar la cima de la montaña.
Tres, cuatro veces repitió la operación. En la última, las balas
guerrilleras lograron averiarlo y perdió fuerza. No logró la altura necesaria y
se estrelló violentamente.
El
ejército se apresuró a informar que había sido un accidente mientras realizaban
maniobras de entrenamiento. No podían aceptar públicamente que las fuerzas
guerrilleras lo habían derribado y fue enterrado sin honores. Eran
los tiempos de la guerra.
En una
carta, dirigida al entonces Jefe de Estado, general Óscar Humberto Mejía
Víctores, aquella madre afligida, con el corazón en la mano, escribió:
“…Como
madre angustiada por la violencia que vive el país y con la seguridad de que
usted, como Jefe de Estado y sus voceros oficiales han asegurado al pueblo de
Guatemala y al mundo entero que en este país se respetan los derechos humanos,
principalmente el derecho a la vida, que es el más sagrado que posee el ser
humano…”
“A
usted, señor general, respetuosamente pido:
1. Que
dé sus órdenes a donde corresponda para que se investigue a quién o quiénes
pertenecen las placas denunciadas.
2. Que
se respete la integridad física de mi hijo.
3. Que,
aún creyendo que mi hijo es inocente de cualquier señalamiento, se consigne a
los tribunales de justicia como en derecho corresponde, en caso de haber
cometido delito alguno.
Mi
hijo, señor general, no está desaparecido.
Mi
hijo, señor general, no está secuestrado.
Mi
hijo, señor general, lo tiene el ejército.”
Un 5 de enero recibió un telegrama firmado por
el jefe de la G-2, para que se presentara a una entrevista. La señora llegó
pero sólo fue objeto de un nuevo interrogatorio. Muchos años después, en 1999,
cuando se hizo público el “Diario Militar” pudo constatar que un día antes de
recibir aquel telegrama habían matado a su hijo; en la ficha se lee: “04-01-84:
Se lo llevó Pancho”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario