Corría
el primer año de la paz. Era marzo de 1997 y en Petén el calor era sofocante.
Desde hacía varios días que el compa “Chepe” traía vuelto loco a “Lico”,
insistiéndole en que fueran a recuperar un viejo “buzón” que había quedado enterrado en
cercanías del Macabilero, en el municipio de La Libertad.
Según
“Chepe”, solo él y un comandante de quien no quiso revelar su nombre, conocían
el lugar donde habían quedado guardados varios miles de quetzales, que si bien
no los volverían ricos, serían de buena ayuda en el proceso de reincorporación
a la vida civil.
Fue así
que finalmente decidieron tomar camino, en una jornada de casi dos días ida y
vuelta. Debían pasar como campesinos de la zona, en algunos tramos y cruzar a
rumbo otros donde podrían ser vistos por posibles grupos delincuenciales.
Habían proliferado desde la salida de la guerrilla de las montañas.
El recorrido
nocturno fue el más emocionante. Para ambos parecía como en los días del
conflicto: una noche de cacería, el traslado de un campamento a otro o la
operación militar que requería del total silencio y la sorpresa, para
garantizar el éxito.
A eso de
las 5.30 de la tarde se dejó escuchar la corriente del Macabilero. Empezaba a
oscurecer, por lo que decidieron buscar un lugar que prestara condiciones para
la pesca. Acamparon en el mejor sitio posible. Las aguas del arroyo parecían
hervir de la cantidad de peces que contenían. Fue tanta la felicidad, que “Lico”
dejó escapar un grito. — ¡callate pisado, se nos van a ir! — dijo Chepe de
inmediato, con aquella característica sonrisa de oreja a oreja que hacía ver
sus ojos más pequeños.
Pero si
bien el grito emocionado de “Lico” ahuyentó a los peces, no pasaron diez
minutos para que éstos regresaran y casi brincaran a sus mochilas. Fue suficiente una hora de pesca para que cada
uno llevara unos cuarenta pescados, los que prepararon y “chojiniaron” para que
no se descompusieran en el camino de regreso. Habían apartado cuatro mojarras
rojas, grandes, para su cena. Comieron
suficiente, recordaron anécdotas de la guerra, cuando esa área era selva
inhóspita y durmieron como niños. El plan era levantarse muy temprano, tomar
una bebida caliente y movilizarse hacia donde se encontraba el buzón. Según “Chepe”
faltarían dos horas “bien pateadas” para llegar al punto.
Así lo
hicieron. La topografía del terreno
había cambiado; había mucha menos vegetación, árboles caídos, derrumbes. Fue ahí que “Lico” reconfirmó las cualidades
de “Chepe”: — ¡Es aquí! — dijo, parado sobre un viejo tronco de Ujushte. Luego de grandes esfuerzos y malabares
movieron el árbol y empezaron a escarbar. Al cabo de unos 50 minutos
encontraron el depósito y lo sacaron con sumo cuidado, como una preciosa joya; incluso
juntos fueron quitando la tapa.
Pero su
frustración fue mayúscula al descubrir que el contenido sólo lo integraban un
arnés, dos uniformes podridos y una
mochila igual de afectada por el tempo. “Chepe”
se tiró desconsolado junto al hoyo. No
dijo nada. Ambos estaban bañados en sudor, lo que impidió a “Lico” ver las
lágrimas en el rostro de su compañero.
De
inmediato iniciaron el retorno. Querían llegar a su aldea antes que
anocheciera. Iban sumidos en sus pensamientos e intentaban encontrar el lado
positivo de aquella triste experiencia, cuando oyeron ruidos frente a
ellos. Se detuvieron, con el mismo
reflejo de antaño, casi tirándose a tierra, pero sin un arma para defenderse. De pronto apareció el primer soldado. Era una patrulla de 20 elementos. “Lico” atinó a decirles, con una sonrisa que
apenas se dibujaba en su rostro. — ¡Puta, amigos, que susto nos dieron! El soldado de la vanguardia sonrió, al ver a
aquellos dos campesinos, que seguramente venían de pescar en el
Macabilero. El fuerte olor a pescado los
delataba. — ¡Vayan con cuidado! — les
dijo.
Sí. Era realmente pescado el que llevaban y no los quetzales soñados. Por su cabeza no pasaba siquiera cuál habría sido su reacción frente a los militares, de llevar el preciado botín. Pero aquella experiencia sí tenía una enseñanza: como ex combatientes reincorporados a la vida civil debían ganarse cada centavo con el sudor de su frente. Podían hacerlo, sabían pescar y esa sólo era una de muchas otras cualidades. ¡Lo lograrían!
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