En la
selva petenera los combatientes revolucionarios portaron cualquier tipo de arma
para defenderse o atacar al enemigo, desde viejas y desvencijadas carabinas m1,
rifles 22, escopetas, algunas sub ametralladoras, pistolas o revólveres, con
percutores hechizos, reparadas una y otra vez, hasta machetes oxidados, con
poco o nada de filo.
Esas
viejas y oxidadas armas eran las más peligrosas de manipular, pero las compañeras
y compañeros las hacían responder en el momento oportuno, más por voluntad y
mística del revolucionario, que por la calidad de fuego. Muchas veces fallaban,
es cierto y provocaban, en el mejor de los casos, una huída a tiempo.
Pero el
coraje y la entrega de aquellos valerosos guerrilleros no tenían límites. Y
aunque casi nunca faltaba un arma para la batalla, podía agotarse la dotación
de tiros, humedecerse la pólvora por el clima de la zona o incluso que un tiro
se atorara en el cañón y por la celeridad del momento no diera tiempo a
baquetearlo.
Podían
faltar las armas o acabarse los tiros, pero los combatientes, en esas agrestes selvas
siempre llevaban al cinto o en la espalda un machete aunque fuera medianamente
afilado.
Un día
después de haberse incorporado a la guerrilla y preparado mínimamente como miliciano,
fue necesario que René participara en una emboscada y estuviera en el grupo de
asalto. Para que cumpliera con esta difícil empresa le asignaron un machete.
Uno de sus hermanos llevaba con sigo una vieja escopeta 410, con cañón de
aluminio y un clavo como percutor. Era
la que usaban para cacería en su casa. Todo estaba listo para aquella heroica
acción… ¡verdaderamente heroica! con las peores armas y machetes mal afilados,
pero con una voluntad inquebrantable de triunfar.
La
emboscada se logró a medias ¡y qué bueno que fue así!, porque con la detonación
de una primera mina el enemigo ya no avanzó hacia el punto de
recuperación. Con una risa nerviosa René
recuerda aquel momento, en el que seguramente habría perdido la vida de haber
intentado recuperar en aquellas condiciones.
René
sobrevivió a esa difícil prueba de fuego, con la hidalguía y serenidad de un
joven campesino, convertido en guerrillero, que intentaba incidir en los
cambios que requería el país. Pudo morir en aquella empresa, pero no fue
así. Por sus manos pasarían muchas armas
años después, automáticas o semiautomáticas, incluso de alto poder de fuego,
durante su participación internacionalista, pero antes recibió “como premio” a su valor,
la escopeta 410, que lo acompañó durante algún tiempo.
Pero así
como la 410 hubo otras arnas, dignas de recordar, como “la Chabela”, una
escopeta de metro y medio, o un rifle 22 que tenía todas sus partes amarradas
con alambre. Los compañeros se emocionan
al recordarlo: — “¡Lo bueno que era de 30 tiros…!” “Uno en recámara y 29 en la
bolsa”; una subametralladora Thompson conocida como “La Cubeta”, que había que
limpiar a diario porque oxidaba a morir.
Un rifle
con similares características fue asignado al compañero Pascual, con el agravante
de no tener guardamontes, lo que lo llevó a enfrentar una difícil experiencia.
Durante
una comisión rutinaria, en una pequeña patrulla, el rifle se le enredó en un
bejuco cuando intentaba pasar por una charralera, con tan mala suerte que se
escapó un tiro e hirió al compañero de adelante. El corazón le volvió al cuerpo
cuando vio que la herida era leve.
A su
regreso Pascual recibió dos sanciones, también leves: encargarse de las
curaciones del compañero y hacerle un guardamonte al rifle. Pascual recordó que
en un viejo campamento, a unas tres horas de camino había quedado un viejo
pocillo de aluminio, el que fue a traer, tomando todas las precauciones del
caso. Unos días después el viejo rifle
lucía un útil guardamontes.
Como
esas hubo otras: una subametralladora 22 de fabricación mexicana, con forma de
garlopa de carpintería, a la que apodaron “Cepillo”, una escopeta llamada “La
Panchita” y otra, automática, conocida como “La Juanita”; los primeros fusiles
Galil recuperados tenían bípode y recibieron el nombre de “los grillos”.
En
selvas, montañas o llanuras, en condiciones de lucha irregular, los
combatientes guerrilleros utilizaron las armas que tenían a su alcance para
resguardar la vida. En las ciudades, en cambio, fue necesario hacer uso de
métodos conspirativos y armarse de coraje para pasar desapercibidos frente a las
fuerzas represivas y agentes encubiertos.
Tanto
unos como otros lucharon por un único objetivo, construir un mejor país.
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