La llegada del comandante Abel fue más rápida de lo que esperábamos; en menos de dos meses lo tuvimos con nosotros.
Lo conocía de Petén; era un oficial con mucha experiencia. El grado de comandante se lo había ganado a pulso.
En el año 89 ó 90, con la salida del comandante Martín, asumió el mando del equipo de Radio Rastreo, en Petén, al mismo tiempo que tenía a su cargo la jefatura de operaciones del Estado Mayor del regional norte “Capitán Androcles Hernández”.
Cuando recibió la orden de trasladarse al sur, a raíz de la caída del capitán Leandro, no lo pensó dos veces; ser originario de esa zona también era algo que lo motivaba. Pidió que lo acompañaran tres o cuatro compañeros de su confianza. Y así fue.
Abel ordenó movilizaciones más lejanas; eran caminatas de dos o tres días, acampábamos por una o dos semanas y nos volvíamos a mover.
En algún momento consideré que estaba siendo exagerado y que al final sería contraproducente, pues entre más nos movíamos, más huella dejábamos y más gente notaba nuestra presencia; las comunicaciones estratégicas se veían afectadas, porque perdíamos señal, por la cantidad de cerros; debíamos quedarnos en la parte más alta para comunicar y captar las comunicaciones enemigas.
No me molestaba hacerlo. Entendíamos que cada jefe tenía su propio estilo y que posiblemente contaba con otro tipo de información o de órdenes que nosotros desconocíamos, por lo que no nos quejábamos ni contradecíamos sus instrucciones.
Abel había sido un fuerte crítico de la caída de Leandro; decía que un jefe no debía exponerse como lo hizo el capitán; olvidaba que el sur no era Petén y que el peligro estaba a la vuelta de la esquina.
Un día, posiblemente de septiembre del 94, acampamos al pie de un cerro alto, muy cerca de un pequeño arroyo. Abel dispuso a la pequeña fuerza en anillo de seguridad. En el centro se ubicó el mando y los especialistas.
Por la tarde intercepté un mensaje del ejército que informaba sobre una operación militar. Al revisar las coordenadas nos percatamos que la tropa enemiga se encontraba en el cerro; era una elevación considerable, quizá con más de una hora de camino.
Me acerqué al comandante Abel para informarle y el a su vez llamó a Silvio y Pancho; sacamos los mapas y vimos las coordenadas. El cerro que teníamos a nuestras espaldas era uno de los lugares que se disponía a rastrear el enemigo. Recomendé que evacuáramos. En ese momento estábamos en desventaja. Parte de la fuerza se encontraba en otra comisión. Sin embargo su respuesta fue negativa, quizá le molestó que alguien de la ciudad, sin experiencia de combate, “sugiriera” lo que debía o no debía hacer y se empecinó: No, no nos vamos. Si nos caen aquí les volamos plomo, dijo.
Bajo advertencia no hay engaño. Fue una noche tensa. Muy temprano coloqué el equipo de rastreo, en espera de algún mensaje que nos indicara que la tropa enemiga había cambiado de dirección. Pero nada.
Media hora más tarde, frente a mi posición, a unos 50 metros, comenzaron los disparos en la línea de combatientes, donde se encontraba la escuadra al mando del sargento Güicho; iba a comer cuando vio al pinto agazaparse y tomar posición de tiro; la ración de comida voló por un lado y antes que el soldado reaccionara disparó; el resto de combatientes hizo lo mismo desde sus posiciones.
Inicialmente me acuclillé; tenía la mochila abierta, el radio encendido y un cable que colgaba de un árbol me servía de antena. Pancho se acercó de inmediato para apurarme. No había tiempo que perder. Las balas silbaban sobre nuestras cabezas y quebraban pequeñas ramas de los árboles.
Al verlos apurarse y correr hice lo mismo. Metí las claves, cuadernos y el equipo y mal cerré la mochila. Iba atrás de Abel y al cruzar el arroyo cayo mi radio al agua. Lo saqué rápidamente y lo metí adentro de mi camisa. Me enojé conmigo mismo. Era mi principal herramienta de trabajo y la había descuidado.
Cuando llegamos a un lugar seguro saqué las baterías del radio y lo sequé con mucho cuidado. No se había echado a perder.
La unidad del ejército que nos había atacado estaría integrada por 25 elementos; seguramente habían tenido algún herido, porque no nos siguieron. Güicho y su gente se mantuvieron unos diez minutos. Luego se retiraron.
El sargento tenía, como todos, una pequeña mochila de combate, en la espalda, pegada al cinturón. Levaba papeles personales, dos cuadernos y algunos recuerdos. Para que no se mojaran se envolvían cuidadosamente en bolsas gruesas de nylon.
Una bala había entrado por la mochila, rompiendo todo a su paso, lo que hizo que perdiera fuerza, pero se detuvo donde estaba una foto de la sargento Merly.
Don Luisito me imagino la tensiòn de esos momentos, =/
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