viernes, 30 de marzo de 2012

Historias sueltas: El sargento Leo Dan


El sargento Leo Dan. Un compañero Cakchiquel, originario de Chimaltenago; había sido combatiente del frente Tecún Umán y segundo del Teniente Vicente en comunicaciones; por alguna razón fue enviado a Petén en el año 86. 

Nos habíamos encontrado en la casa de seguridad de Toluca, donde me ayudó a despalmar y medio afilar aquel machete rojo que me habían comprado para entrar al frente.  El mismo machete que en una de aquellas primeras elevaciones que subí, de la Sierra Lacandona, me cortó la palma de la mano cuando traté de apoyarme en él.

El nombre del famoso cantante parecía ser un seudónimo único en la guerrilla, por eso se lo había puesto, pero en el 86, cuando se concentró la fuerza en la zona base apareció un segundo Leo Dan.  Se sugería en esas condiciones que uno de los dos cambiara de nombre, pero esta vez no era necesario.  Pronto el combatiente regresaría a su zona de operaciones y el radista se mantendría en el área, junto al Estado Mayor.

A los pocos meses Leo Dan dejó las comunicaciones para integrarse al equipo de Radio Rastreo, bajo el mando del comandante Martín.  Algunos años después, luego que el enemigo intensificara sus operaciones en la zona base se ordenó el traslado del equipo de inteligencia militar a un poblado mexicano, fronterizo con Guatemala.  Iban Erika, Isabel, Diana y Leo Dan.

En México debíamos mantener las medidas de seguridad, manejar pantallas con los vecinos para hacer creer que éramos familia, amigos de los dueños del rancho donde vivíamos y que hacíamos trabajos de campo para justificar nuestra estancia, mientras los demás monitoreaban las frecuencias del ejército y en otro poblado, otros compañeros enviaban los mensajes a los frentes y a la comandancia.

Uno de esos días Leo Dan limpiaba con machete el área que circundaba el rancho; era un patio grande, con árboles de mango de distinto tipo, aguacates, cacao, pimienta y otros.  Leo tomó un pequeño descanso y dejó el machete parado, metido entre la tierra, del otro lado de una pequeña zanja.

Mi hijo para entonces tendría tres años y jugaba por todo el patio.  Saltó la zanja y su pequeña mano se deslizó sobre el filo del machete.  Se cortó entre el meñique y el anular. Lo llevaron de inmediato con una clínica del pueblo donde la doctora desinfectó la herida y lo inyectó.  No se dejó coser.  Me enteré al regresar de la entrega rutinaria de mensajes. 

Había sido un error involuntario haber dejado mal colocada la herramienta.

Tiempo después tuvimos una experiencia más negativa.  Unas semanas antes, en una de mis salidas,  encontré un machete nuevo, envuelto en papel periódico, en el bus donde viajaba. Todos los pasajeros habían bajado; pensé que algún campesino lo había olvidado y lo tomé.  Se lo regalé a Leo, quien en pocos días lo afiló de forma exagerada.

Para un cumpleaños de Erika decidimos celebrar con una comida especial y una botella de ron.  Todo estaba bien, hasta que Leo Dan empezó a perder el control de la realidad; no había tomado mucho, pero lloraba, gritaba consignas y hablaba de situaciones que le habían causado problema en otro momento.  Lo llevé a su cuarto a una pequeña casa que también ocupábamos a unos 100 metros de distancia, más cercana de la calle y de casas vecinas.  En ese momento fueron más intensos sus gritos: ¡Vivan las FAR!, ¡Viva Pablo Monsanto!

Lo tiré con fuerza sobre su cama.  Con una mano traté de taparle la boca y con la otra doblé su brazo, hasta que se calmó y me ofreció quedarse tranquilo y descansar.

Regresé con las compañeras y conté lo ocurrido.  Me pidieron que volviera, para ver como estaba.  Mi hijo dormía en un cuarto a la par.

Leo no estaba en su cuarto.  Al salir lo encontré frente a la puerta; se había cambiado de ropa y en su espalda llevaba una mochila con sus cosas. Le hablé, lo quise tranquilizar, pero estaba raro y solo dijo: ¡hoy si te llevó la gran puta!. Se agachó y recogió del suelo, junto a sus pies, el machetón aquel que un día le había obsequiado.

Corrió tras de mí.  Fueron los 100 metros más largos de mi vida, entre el monte y en lo oscuro se me cayeron los anteojos.  Me detuvo el alambrado que golpeó y cortó mi cara y como pude salté y entré por la puerta de atrás a la casa.  Nadie podía dar crédito de lo que pasaba.  Leo sacaba chispas del machete al golpearlo contra el piso del corredor.

Todo volvió a la normalidad al día siguiente. Ambos nos pedimos disculpas. En la desesperación por callarlo le había metido un dedo en un ojo provocándole un sangrado interno.

Ese era Leo Dan.  Un compañero de un metro sesenta, de cara redonda y cuello corto, que podía ser solidario y el más entregado en su trabajo; pero que tenía sus defectos, principalmente esa pérdida de control, al tomarse un par de tragos.

1 comentario:

  1. don luisito me imagino a usted corriendo por todo el patio jajajaja pero lo bueno que no pasò a mayores.

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