viernes, 9 de marzo de 2012

Silvio

Me enteré que no hay muy  buenas noticias;  que la enfermedad está minando cada día la fortaleza que aún te queda, a pesar de los años y el ajetreo diario, y que la gente que te quiere busca por todos los medios, la manera de tenerte un tiempo más.

Sé que tu corazón de guerrero no se dejará vencer tan fácilmente y que lucharás, aún sea con las uñas hasta el final, sencillamente porque es tu naturaleza de campesino proletario, de obrero agrícola, de incansable luchador por la vida.


XXX


Conocí a Silvio en Petén, en el año 86, cuando aún era el sargento Ángel; Angelito le decían las compañeras por su carismática personalidad y su noble corazón.  Para entonces ya era un guerrillero experimentado.

En 1979 había salido del sur a otro país, para entrenarse militarmente.  A su retorno, en 1980, creía que iba a engrosar las filas del frente sur, ubicado entre Escuintla y Santa Rosa, área de donde era originario; conocía el terreno y consideraba que estaría como “pez en el agua”.  Desconocía que para entonces las condiciones en el sur habían cambiado, que el enemigo nos había dado algunos golpes fuertes y que en ese momento no podría retornar a esa zona.

Nadie se lo dijo y junto a otros compañeros fueron trasladados a las selvas del norte de Guatemala.  Estar en Petén era como estar en otro país.  La selva era extensa, muy extensa, cerrada, agreste, devoradora, caliente y lluviosa; las precipitaciones duraban nueve meses del año.  Por si fuera poco no había armas ni uniformes. Los equipos, compuestos por carpa, hamaca y mosquitero eran escasos y había que cuidarlos al máximo.

Después de la primera época en Petén, cuando Pablo, Rigo, Raúl Orantes, Androcles Hernández y Nicolás, junto a otros combatientes, habían llegado a explorar el sur del departamento, a principios de los años 70, estos eran quizá los peores tiempos.  No era lo mismo que jefes guerrilleros llegaran a conocer el terreno y sufrieran las condiciones adversas del trópico, a que 20 combatientes preparados militarmente en otro país fueran recibidos sin nada, ni siquiera una pistola para defenderse y pasaran hasta seis meses en esas condiciones.

La moral se desboronaba e intentaban desertar; algunos lo lograron.  No era el caso de Ángel. Su condición de obrero agrícola, explotado por los grandes terratenientes de la costa sur, lo llevaba a entender la lucha de clases.  Sabía que era necesario alzarse en armas.  Esa conciencia proletaria y su capacidad de análisis le permitieron mantenerse, mientras otros se iban.

Algunos meses tuvieron que pasar hasta que entró el armamento; fusiles M-16, algunos G-3, uno que otro FAL, carabinas  y pistolas. 

Fue el inicio del cambio. Poco después recuperaron los primeros Galil.


En el 86 aprendí algunas cosas de él.  Me llamaba la atención que nunca se alejaba más de un metro de su fusil.  “Tu arma es como una prolongación de tus brazos, nunca la podés dejar”, decía.  Si bien ésta era una regla entre los guerrilleros, Ángel la cumplía al pie de la letra.  Tanto, que las veces que lo vi bailar en alguna celebración, en la montaña, siempre colgaba de su espalda el fusil, que se movía junto a él, al ritmo de la música.

Moreno, de aproximadamente 1.80 de estatura;  sus ojos pequeños en cuencas grandes le daban una extraña apariencia de estar delgado y aunque seguramente le faltaba nutrirse mejor, como a todos en la guerrilla, su complexión era más bien mediana.  

Le gustaba platicar y aconsejar a los jóvenes combatientes de nuevo ingreso.   Era muy disciplinado, seguramente lo difícil y molesto de estar sancionado, principalmente cuando el castigo era estar desarmado y hacer posta imaginaria, le había calado.

Tuvo que pasar muchos combates para ser ascendido a teniente.  Se había acostumbrado tanto a Petén que no pasaba por su mente la posibilidad de pedir su traslado.  La disciplina militar y conciencia revolucionaria lo llevaban a aceptar las órdenes que se le dieran, sin discutirlas.  Sin embargo había momentos en que su salud se veía minada y requería de atención, la que recibió, en la medida de las posibilidades.

Hubo una temporada en que su columna le jugó una mala pasada.  Estaba en el área de operaciones, cuando de pronto no pudo moverse; por su tamaño y corpulencia no había quien lo cargara y aunque ésta fuera una posibilidad, el dolor era tan fuerte que no permitía que se le acercaran.  Era común que en la guerrilla se padeciera de hernias, porque la mayor parte del tiempo  las cargas eran exageradas; tiempo después superó este problema.   Recuerdo que también alguna muela le causó sufrimiento.

Pasaron años hasta que recibió una noticia que nunca imaginó: debía volver al frente sur “Capitán Santos Salazar”, para levantarlo junto al Comandante Martín y otros oficiales.  Era el año 1990.  En sus adentros le emocionaba regresar a sus orígenes, a su territorio, a su terruño.  Sin embargo, también lo aceptaba como una orden más que debía cumplir.

Cuando entré al sur en 1993 me encontré con viejos camaradas: el sargento Sitín, el teniente Pancho, el compañero Cheque y ahí estaba, nuevamente Ángel, ahora como el teniente Silvio.  Continuó dándome lecciones de vida y sobrevivencia guerrillera.  El terreno en el sur era totalmente diferente al del norte.  En esta zona había que moverse de noche, con muy poca luz, porque de día cualquier campesino podía vernos.  Las casas siempre estaban muy cerca.

Después de la muerte del Capitán Leandro y con la llegada del Comandante Abel nos separamos nuevamente en pequeños grupos.

Caminábamos una tarde con una pequeña unidad al mando de Silvio cuando nos encontramos casi de frente con un grupo de soldados.  Por alguna razón nos movimos de día, en un área montañosa, con tan mala suerte que tuvimos este encuentro.  Sin embargo, con la habilidad y experiencia de Silvio salimos del lugar sin ser detectados.

Dvisamos a la tropa enemiga, a unos 20 metros de distancia. Silvio inmediatamente ordenó tirarnos a tierra, pero con toda la suavidad y cuidado posible; se detuvo y lentamente se acuclilló. Jaló su fusil con la mano derecha hacia atrás y con la izquierda, muy despacio mandó agacharnos.

Se mantuvo con la vista al frente, hacia el lugar donde se encontraban los soldados.  Era una posición felina, al acecho, para comprobar si habíamos sido detectados. Pero no.

Nos retiramos en silencio, detrás de él, rompiendo zarza con el cuerpo hasta alejamos lo suficiente y  esperamos que entrara la noche.


Era el año 95. Las armas estaban por callar.

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