lunes, 23 de abril de 2012

Los otros héroes


La guerrilla guatemalteca estaba integrada por una cantidad de efectivos alzados, un número similar de militantes que realizaban diversas tareas dentro y fuera del país, y una amplia base social, colaboradores y simpatizantes.

Corresponde referirme a esos héroes anónimos y anónimas, que realizaban actividades de apoyo logístico muchas veces sin portar un arma o movilizando decenas de fusiles, parque y explosivos en buzones de vehículos.  Otros, trasladando material impreso, partes de guerra, comunicados unitarios, documentos de estudio, para las células revolucionarias en la capital o los departamentos. Algunos más llevando enfermos, medicinas o resguardando la vida y seguridad de la Comandancia.

Eran otra clase de guerreros.  Aquellos que sabían que el más mínimo desliz los llevaría a la muerte, pero que enfrentaban su momento histórico como los grandes, sin siquiera darse cuenta de ello. Manejaban, eso sí, sus “mantos”, “pantallas” y “leyendas” al cien por ciento, pues de eso dependían sus vidas y las de quienes los acompañaban.

El compañero Miguel era parte de ese aparato de logística, al igual que Santos y Fredy; estuvieron inicialmente subordinados al Colocho, quien se encargó de construir y mantener una importante ruta entre Guatemala y México.

Miguel viajaba continuamente y en distinto tipo de automóviles, por toda Guatemala y parte de la República mexicana, pero su área de operaciones más permanente era la línea fronteriza.   Tenía una ruta comercial y llevaba a las tiendas de la zona pedidos de jugos, galletas, latas y otros productos, según la demanda o requerimientos de sus clientes.  Eran muy conocidos él y su ayudante Santos.

Al final del día, cerca del área que cubría el sargento Rubelio o unos 15 ó 20 kilómetros después, la del sargento Rufino, correspondían los contactos con la guerrilla.  Una primera seña en la carretera daba pie a detener el vehículo, luego debían emitir una nueva seña y esperar una contraseña.  Los guerrilleros salían de sus escondites, o simplemente se levantaban del lugar donde se habían mantenido por horas, a la espera del tren logístico.  Procedían los saludos, los abrazos y las bromas. Otras puertas del camión se abrían.

Aunque ya eran conocidos en los pueblos, como comerciantes, era común que en esa zona fronteriza se establecieran puestos de vigilancia, policial, militar o federal; era entonces cuando se ponía a prueba la sangre fría de Miguel y de Santos.  En ocasiones los elementos de seguridad los dejaban pasar, luego del saludo, la sonrisa o el comentario de los tenderos, sobre quienes eran.  Pero algunas otras debían abrir el camión y dejarlos entrar a revisar la carga.  En distintos momentos enfrentaron situaciones realmente difíciles, como aquella, cuando fue necesario llevar a simple vista, carpas y hamacas, porque no habían cabido en el buzón.

Los federales pidieron ver la carga, pero privó la actitud abierta y serena de Miguel, para que apenas vieran por encima y los dejaran ir. Su experiencia como artista y dramaturgo, profesión que debió abandonar por su militancia revolucionaria, aún le permitía solventar estos momentos.

Quizá la situación más difícil que tuvo que enfrentar Miguel fue en un viaje hacia el Distrito Federal, a donde viajaba en compañía de Santos y Fredy.  Estaban acostumbrados a viajar continuamente hacia la frontera, hacia el DF o hacia distintos estados del sureste mexicano.  Pero en esa ocasión estaban agotados y debían llegar con urgencia.  Se turnaron el volante.

En un momento en que Fredy iba conduciendo un vehículo los embistió. El cansancio le impidió realizar una ágil maniobra. En un vertiginoso movimiento circular recibieron otro golpe del lado donde iba durmiendo Santos.  Murió de inmediato.  Fredy y Miguel resultaron con golpes menores.

Habíamos perdido a un valioso compañero.  Santos había sido combatiente en el Frente Tecún Umán, en Chimaltenango, de donde era originario, pero tenía un extraño problema físico: los brazos se le salían de los hombros y le quedaban colgados.  Esto lo había obligado a dejar la montaña.

Compañeros y compañeras como Miguel, Santos y Fredy, habían cientos y pasaban desapercibidos por puestos de vigilancia enemiga.  Eran los otros héroes, los que ponían en riesgo su vida a diario y debían salir adelante con su intelecto y sabiduría;  su voluntad de Vencer o Morir era determinante, tanto como su corazón y amor a la patria.

lunes, 9 de abril de 2012

La avioneta de las FAR


La capitana María podía ser la persona más radical de la guerrilla; firme, decidida y fría al tomar decisiones, resultado de su formación revolucionaria y del papel histórico que le correspondió impulsar como una de las primeras mujeres que se entregaron en cuerpo y alma a la causa.

Era estratega y visionaria, por eso sus acciones iban encaminadas a contribuir al desarrollo de la guerra revolucionaria y popular.  Ella fue quien se encargó de construir el aparato de comunicaciones y años después quien motivó que esas comunicaciones se acoplaran al avance de la tecnología. También estuvo al frente del aparato de logística;  eran dos campos que necesitaban gente disciplinada y consecuente.

Para ello María se rodeó de compañeras y compañeros que pudieran no sólo secundar sus ideas, sino desarrollarlas.

Uno de ellos fue el “colocho”, un compañero que no sólo creía en las propuestas realistas de la capitana, sino aún más, compartía sus sueños y consideraba que éstos podían concretarse.

Una de esas brillantes ideas fue la posibilidad de realizar desembarques aéreos;  había condiciones operativas en México y contábamos con personal que podía prepararse en el pilotaje.  Designó al “colocho” para que se encargara de toda la coordinación; la avioneta ya había sido adquirida y se encontraba en Chiapas.

El “colocho” era el maestro del encubrimiento. Tan frío como capaz para llevar a feliz término “mantos”, “leyendas” y “pantallas”.

El primer piloto fue un colaborador de origen belga.  El uso que se daría a la avioneta era “turístico”, con visitas a zonas Mayas fronterizas.  Aeronáutica Civil debía conocer el destino y aprobarlo, para finalmente establecer el itinerario autorizado, el que coincidía con el tiempo de vuelo permitido.

Los tomó por sorpresa la urgencia de hacer llegar el primer cargamento.  El accionar militar debía intensificarse en los meses siguientes, como consecuencia de las condiciones político militares de la guerra.  Era necesario mostrar una correlación de fuerzas favorable y obtener un impacto mediático nacional e internacional.

El “colocho” realizó las coordinaciones correspondientes.  La fuerza guerrillera se encargó de limpiar una antigua pista de aterrizaje ubicada en plena selva, pero muy pocos sabían lo que se estaba preparando.

Había que redoblar las medidas de seguridad, la compartimentación de la información era vital.  Una filtración podría provocar, no sólo que el cargamento cayera y junto a él todo el equipo vinculado con el proceso, en México y Guatemala, sino que finalmente no se pudiera cumplir con la intensificación de las operaciones militares en la fecha acordada.

Sólo había tiempo para un viaje de prueba.

Aquel día que se subió a la avioneta con el belga y que sobrevolaron por la agreste selva petenera, el “colocho” sintió que no había límite y que podíamos lograr mucho más, su corazón voló a mucha mayor altura y lo hizo creer que el triunfo sería nuestro, más temprano que tarde.

Pasaron por el lugar acordado en el tiempo preciso e iniciaron el retorno. El “colocho” pidió al belga que dieran una vuelta más, selva adentro; quería seguir apreciando desde aquella altura, la inmensidad de la selva petenera, pero aún más…, quería seguir soñando. No fue posible, había que cumplir con el plan de vuelo.

El aterrizaje en el aeropuerto de Chiapas fue de película.   La avioneta se cargó hacia la derecha y pegó un primer golpe sobre las llantas, para cargarse ahora hacia la izquierda y dar un segundo golpe.  El colocho se agarró de lo que pudo, esperando que éstos no fueran sus últimos momentos.

En el tercer intento la avioneta asentó bien las llantas y se detuvo.  El belga, aunque parecía tranquilo, dijo: ¡puta, ojalá no me hayan visto, porque me quitan la licencia!.

El vuelo con el cargamento se llevó a cabo como estaba previsto, de forma exitosa.

jueves, 5 de abril de 2012

Una comida típica de Semana Santa


De mi estancia en Petén y en casas de seguridad los compañeros y compañeras conocieron mi afición por la cocina; nada extraordinario, sólo me gustaba dar un toque diferente a la comida y cambiar la rutina. Se cumplía el refrán “en un pueblo de ciegos el tuerto es el rey”.

Pero era diferente hacer en una casa de seguridad un par de pizzas para cuatro o cinco personas, tortas mexicanas, pan simple o una quesadilla con un lejano parecido a las de Zacapa, que preparar algo especial para 25 ó 30 compañeros y compañeras, que esperaban comprobar qué tan cierta era la fama que me hacían.

En Petén sólo en una ocasión que me tocó hacer pan de elote en un horno fabricado con un tonel que había sido cuidadosamente colocado en un tapesco y cubierto con piedra y arcilla.

Pero en el sur fue diferente.  Fueron varias las veces en que me pidieron cocinar algo especial.  Una de ellas fue cuando tuvimos antojo de Chow Mein y llevaron dos costales de verduras y cuatro gallinas vivas. Con la ayuda de tres compañeros más sacamos la tarea.

Una tarde lluviosa, en un campamento nuevo nos regalaron una buena cantidad de elotes y me pidieron preparar atol.  Para llegar al área de cocina había que bajar por una ladera, resbaladiza por el agua y el lodo.  No quería hacerlo, me había enojado y creía en el viejo dicho popular que el estado de ánimo podía provocar que se cortara la preciada bebida.

Pero me tranquilicé y entendí que ese era un momento único, que con muchos de los que ahí estaban jamás lo volveríamos a vivir.  Lo preparé, con todo y las dificultades del caso y quedó muy bueno.

Sin embargo, la que más recuerdos me trae es la de aquella Semana Santa en el sur cuando uno de los jefes había salido a la ciudad y se encontró en la Terminal con un “ofertón” de pescado seco.  Llevó al frente dos pequeñas cajas llenas, posiblemente unas 30 libras.

No quise enojarme.  Más bien a mi mente llegó el lejano recuerdo del Viernes Santo familiar y veía a mi madre esmerada en preparar el suculento platillo.  Sabía que muchos compañeros y compañeras tenían vivo ese recuerdo y querían ahora, compartirlo con quienes más querían: jefes y combatientes revolucionarios, muchas veces más que nuestros hermanos.

Necesitábamos suficiente agua para lavar la sal del pescado, huevos, aceite, tomates y cebollas.  Todo había sido contemplado,  menos un elemento importante, el batidor, faltaba el batidor, para hacer crecer el huevo.

El teniente Pancho fabricó uno de madera que sirvió a la perfección.

Esa Semana Santa disfrutamos nuestro pescado envuelto en huevo, como en casa, entre familia y nos sentimos mucho más unidos.

miércoles, 4 de abril de 2012

El internacionalismo proletario


“…y sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario.”

 Ché Guevara

 Como en muchos de los movimientos de liberación nacional de Latinoamérica, a Guatemala llegaron algunos combatientes internacionalistas, algunos de ellos para aprender de la histórica lucha guerrillera de este país y otros para trasladar sus conocimientos.  No era una constante. 

La lucha revolucionaria guatemalteca la iniciaron, condujeron y finalizaron, guatemaltecos y guatemaltecas, pero siempre se valoró el valioso aporte de aquellos, que sin ser originarios de estas tierras lo dieron todo, muchas veces hasta las últimas consecuencias.

Conocí en Petén al menos tres casos dignos de recordar.

Uno de ellos Patricio, un combatiente chileno, que se encargó de preparar a nuestros zapadores, a las tropas especiales; sin embargo se encontró con obreros y campesinos vueltos guerrilleros, muchos de ellos con cualidades natas, que ya habían realizado acciones de penetración y exploración en terrenos enemigos sin ser descubiertos.

Patricio estuvo unos seis meses en Petén, trasladó conocimientos básicos, necesarios para mejorar la calidad de nuestros elementos.  Se fue satisfecho, de saber que gente como “Yegüita” y Belarmino, entre otros, podrían dar continuidad a la preparación militar especializada.

Tomás, el médico hondureño, llegó a conocer la experiencia guatemalteca; se enfrentó a las difíciles condiciones de la selva petenera, a la falta de comida, a la lluvia intensa de esta zona, pero también a la carencia de agua. Sin embargo era un revolucionario que amaba a su país y creía en la revolución centroamericana. Era un intelectual.  Aportó los conocimientos en su campo e incluso hizo un estudio sobre la personalidad de un oficial, que podía generar conflicto, lo que finalmente se comprobó en la práctica.

Regresó a su tierra; le perdimos la pista.

Un caso interesante fue el de tres españoles que llegaron para unirse a la tropa guerrillera. Eran muy altos, uno de ellos, Fernando, mediría casi los 2 metros.

A los tres se les asignaron armas, Gabino y Manolo recibieron viejas carabinas; a Fernando, por ser el más alto se le asignó “la Chabela”, una escopetona de casi metro y medio de largo.

Los primeros días se les veía como soldados ingleses, siempre con el arma al pecho, en posición de “porten armas”, viendo hacia los lados, como esperando que apareciera un soldado enemigo y acabarlo de inmediato.

Rápidamente se cansaron de la pose y empezaron a sufrir por comida. Fue su Talón de Aquiles, además de las caminatas en la selva cerrada.  Posiblemente por su altura, Fernando necesitaba más alimento; era quien más sufría. Con su característico acento español decía: -¡hombre, que si he de morir, prefiero que sea de un tiro y no de hambre! ¡Matadme, matadme!.

A las pocas semanas sus barbas crecieron y se veían sucios y desgarbados; sus pantalones de lona rotos por la zarza.

Los llevaron a traer maíz y la sonrisa de Fernando iluminó nuevamente su cara.  -¡que cazaremos un venao!, decía y sus ojos brillaban de alegría.

Pero el encargado de la patrulla logística tenía la orden de no disparar;  existía la posibilidad de que la tropa enemiga anduviera cerca.

El pobre Fernando, por ser el más grande, recibió la carga más pesada; era el resultado de un “análisis” frío y cuadrado que continuamente ocasionaba problemas, pues no siempre una persona grande tenía condiciones físicas para ello.

De regreso llegaron despotricando: ¡sois unos mulos!, ¡sois unos mulos!, decían, doblados por la carga.

En los últimos días de su estancia perdieron su porte militar.  El arma ya no cruzaba sus pechos.  La tomaban con una mano y la cargaban en sus hombros, como si fuese un madero.

El día que llego el vehículo a recogerlos pasó por la seña sin detenerse y fue necesario tomar por la fuerza a Fernando, pues quiso salir corriendo ¡joder, que se nos va, que se nos va!, gritaba.  Tanta era su ansiedad por salir de aquel martirio.

De otros combatientes internacionalistas pocos nos dimos cuenta. Eran aquellos que se integraron a la fuerza sin chistar y regaron nuestra tierra con su valiosa sangre; El “sapito”, de origen salvadoreño;  “manito”, el político mexicano o “Ponchito”, el educador colombiano, entre otros. 

Para ellos y ellas un tributo al internacionalismo proletario.