De mi estancia en Petén y en casas de seguridad los compañeros y compañeras conocieron mi afición por la cocina; nada extraordinario, sólo me gustaba dar un toque diferente a la comida y cambiar la rutina. Se cumplía el refrán “en un pueblo de ciegos el tuerto es el rey”.
Pero era diferente hacer en una casa de seguridad un par de pizzas para cuatro o cinco personas, tortas mexicanas, pan simple o una quesadilla con un lejano parecido a las de Zacapa, que preparar algo especial para 25 ó 30 compañeros y compañeras, que esperaban comprobar qué tan cierta era la fama que me hacían.
En Petén sólo en una ocasión que me tocó hacer pan de elote en un horno fabricado con un tonel que había sido cuidadosamente colocado en un tapesco y cubierto con piedra y arcilla.
Pero en el sur fue diferente. Fueron varias las veces en que me pidieron cocinar algo especial. Una de ellas fue cuando tuvimos antojo de Chow Mein y llevaron dos costales de verduras y cuatro gallinas vivas. Con la ayuda de tres compañeros más sacamos la tarea.
Una tarde lluviosa, en un campamento nuevo nos regalaron una buena cantidad de elotes y me pidieron preparar atol. Para llegar al área de cocina había que bajar por una ladera, resbaladiza por el agua y el lodo. No quería hacerlo, me había enojado y creía en el viejo dicho popular que el estado de ánimo podía provocar que se cortara la preciada bebida.
Pero me tranquilicé y entendí que ese era un momento único, que con muchos de los que ahí estaban jamás lo volveríamos a vivir. Lo preparé, con todo y las dificultades del caso y quedó muy bueno.
Sin embargo, la que más recuerdos me trae es la de aquella Semana Santa en el sur cuando uno de los jefes había salido a la ciudad y se encontró en la Terminal con un “ofertón” de pescado seco. Llevó al frente dos pequeñas cajas llenas, posiblemente unas 30 libras.
No quise enojarme. Más bien a mi mente llegó el lejano recuerdo del Viernes Santo familiar y veía a mi madre esmerada en preparar el suculento platillo. Sabía que muchos compañeros y compañeras tenían vivo ese recuerdo y querían ahora, compartirlo con quienes más querían: jefes y combatientes revolucionarios, muchas veces más que nuestros hermanos.
Necesitábamos suficiente agua para lavar la sal del pescado, huevos, aceite, tomates y cebollas. Todo había sido contemplado, menos un elemento importante, el batidor, faltaba el batidor, para hacer crecer el huevo.
El teniente Pancho fabricó uno de madera que sirvió a la perfección.
Esa Semana Santa disfrutamos nuestro pescado envuelto en huevo, como en casa, entre familia y nos sentimos mucho más unidos.
Una bonita historia, a la cual le falto mencionar lo que le falto a la comida. Una buena gallo tibia o fria siempre es bienvenida. Saludos
ResponderEliminarLindo recuerdo... casi casi pude sentir el sabor de aquel pescado envuelto en huevo, comiendo bajo los árboles, y un montón de moscas atraídas por el suculento pez. Un fuerte abrazo !!!
ResponderEliminarRaquel Arreaga
Que buenos recuerdos don Luisito a ver cuando nos cocina algo rico acá en la ofi =)
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