Juan Antonio salió
temprano como todos los días rumbo al distrito federal, donde además de cubrir
varios contactos, entregar y recibir mensajes de la comandancia, debía ir a una
de las tradicionales calles de la ciudad de México con nombres de capitales de
países latinoamericanos, dedicadas a la venta de artículos electrónicos. Estábamos necesitando algunos metros de cable
coaxial, plugs, un soldador y otros artículos, para modificar algunas antenas y
construir llaves de telegrafía.
El trajín del día a
día era agotador, salía de la casa a eso de las 6 de la mañana, después de un
desayuno acelerado y poco nutritivo. Aunque comía algo más durante su estancia
en la gran ciudad, eso era indiferente, lo importante era cumplir con las
tareas y sortear los habituales riesgos de seguridad, principalmente en los
contactos. En la tarde, a eso de las 17 horas, iniciaba su retorno, volvía a la
terminal de autobuses, donde compraba su boleto para ir cómodamente sentado
durante otras dos horas y media de viaje.
Aquella mañana continuaría
la lectura de un libro hasta llegar a su destino. Había descansado lo
suficiente y aunque la comida no había sido muy buena, la frescura matutina le
permitía dedicar un tiempo para ilustrarse; es más, lo disfrutaba. No sería lo
mismo por la tarde, luego de caminar durante varias horas y cubrir los
respectivos contactos.
A la hora del almuerzo
compró en alguna tienda un cuarterón de queso y un refresco; un poco más allá,
en una tortillería, un medio kilo sería suficiente. Se sentó en un parque y
dedicó media hora a la comida. Ese
momento sagrado del día.
Cuando subió al bus,
de regreso a casa, llevaba mucho cansancio físico y mental; en menos de una
hora oscurecería. El ambiente era pesado, por lo que prefirió cerrar los ojos;
el libro debía esperar hasta la mañana siguiente.
En aquella oportunidad
se sentó al rincón y antes que el autobús se terminara de llenar se rindió extenuado
ante el agotamiento; no se fijó quien se había sentado junto a él. Había roto varias normas elementales de
seguridad: primero, nunca ocupar el rincón y segundo, siempre estar pendiente
de lo que acontecía alrededor, especialmente a su lado; en otras palabras,
mantener la vigilancia.
Se durmió como muchas
veces lo había hecho. No pasaba nada, siempre era la misma rutina y no había
riesgo que correr. Al menos eso parecía. Al cabo de poco más de una hora de camino y en
la oscuridad del ambiente sintió algo húmedo en sus labios. En aquella condición de duerme vela del
momento su instinto de vigilancia lo alertó ante algo muy parecido a un
beso. Despertó totalmente, abrió los ojos de forma discreta y vio a su lado a
un hombre que parecía estar descansando, con la cabeza hacia el pasillo, en
dirección opuesta a la de él.
Pero había algo que no
cuadraba. Cuando despertó vio que el
tipo también se había movido ligeramente; la posición en que estaba, contraria
a la de él, tampoco le pareció muy normal.
Juan Antonio comenzó a
sudar frío al imaginarse que había sido besado por un hombre o por alguien que
renegaba de serlo. Quiso confirmar su
hipótesis y trató de no evidenciarse.
Hizo como que volvía a dormir, hasta que nuevamente vio que se acercaba
el rostro del desconocido y cuando estaba a punto de besarlo nuevamente lo tomó
del cuello con la mano izquierda y le advirtió, con voz fuerte y amenazadora,
pero sin gritar: ¡lo vuelves hacer
pinche cabrón, y te rompo la cara a madrazos!.
El tipo apenas pudo
susurrar un ¡perdooooon!. A los pocos
minutos se encendieron las luces. El
autobús había terminado el recorrido.
Todos los pasajeros trataban de acelerar el paso, pero uno de ellos con
más ahínco pedía permiso entre las personas, para evitar que su incomprensible
compañero de viaje lo agarrara a golpes en una de las oscuras calles cercanas a
la terminal.
Aunque Juan Antonio
sabía que no podía tomar represalias, por su condición de revolucionario
guatemalteco y clandestino, y por el respeto que le merecían las personas con preferencias
sexuales diferentes, se cegó. Creyó haber visto que el individuo se mofaba de
él mientras aceleraba el paso y esto provocó que la sangre le hirviera en la
cabeza.
A como pudo se abrió camino
entre la gente y agarró al tipo por la espalda, quien al verse en condición de
vulnerabilidad, gritó histérico en busca de auxilio. De inmediato aparecieron tres policías
municipales y detuvieron al furibundo Juan Antonio. El desconocido se defendió acusando a “su
agresor”, de haber querido golpearlo “por nada”. Juan Antonio trataba de defenderse, pero sólo
atinaba a decir: “¡diles pinche cabrón lo que me hiciste!”. No tenía argumentos y su machismo le impedía
dar más detalles; las personas se aglomeraban a su alrededor, con el deseo
morboso de ver correr sangre.
Los agentes, en
cumplimiento de su deber, se llevaron a Juan Antonio a la estación por
escándalo en la vía pública. En la sede
policial coordinó mejor su defensa y dio detalles de lo ocurrido, pero solo
sirvió de burla a los policías, quienes además indicaron que si bien “el
ofendido“ no había presentado ningún cargo en su contra, no estaba el jefe,
quien autorizaría su libertad hasta el lunes.
Era viernes.
Juan Antonio no llegó
a la casa esa noche y se puso en alerta todo el sistema de seguridad previsto
para estos casos. Sus compañeros dejaron
el lugar esa misma noche. El sábado,
luego de suficientes ruegos, los agentes le permitieron hacer una llamada a su
familia, la que aprovechó para avisar que estaba bien, que se le había presentado
un problema menor, que estaba detenido en la estación del pueblo y que el lunes
lo dejarían libre. Eso volvió las aguas a su nivel, aunque con las reservas del
caso.
El lunes, luego de
tres noches frías de calabozo, el oficial al mando permitió su salida: “pero
antes debes dejar bien lavadas las tres patrullas a mi cargo”. Lo hizo, aún con
la cólera de haber pasado de víctima a victimario y haber sido objeto de burla
de aquellos elementos de seguridad.
Aquel incidente dejó
en él muchas enseñanzas. Aprendió a ser más tolerante, a respetar aún más a
cada persona a pesar de sus preferencias sexuales, media vez no se metieran con
él; a mantener la disciplina y seguridad de la mayoría, antes de perder la
cabeza por situaciones personales que podían ser fácilmente superables, pero
sobre todo: no volvió a dormir en los buses, por muy cansado que fuera.
jajajaja no fue usted verdad? jajajaja muy buena don Luisito.
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