jueves, 2 de octubre de 2014

“Nosotros cantamos, nosotros sonamos”



Así son ellos, ganados para el pueblo
Así surge la eternidad del ejemplo…

                                                                       Otto René Castillo


La vida está llena de momentos. Situaciones que se presentan, se quedan para siempre, o simplemente pasan desapercibidas; pero más que momentos, la vida nos ofrece la oportunidad de subirnos al tren de la historia, bajarnos de ese tren, o nunca abordarlo. Tan sencillo y complicado a la vez.

En el momento histórico que tocó vivir a la juventud guatemalteca en los años 80 tomar esa decisión implicaba vida o muerte, pero poco importaba, si era un paso consciente y si al final de cuentas derramar la sangre contribuiría a alcanzar “la victoria final”.

En el año 82 continúe la educación básica en Nicaragua, en el Instituto “Rigoberto López Pérez”, nombre de aquel heroico sandinista que cumplió con la tarea de ajusticiar al tirano, Anastasio Somoza García, aún a costa de su propia vida.

Fue entonces que conocí a un grupo de jóvenes guatemaltecos, casi adolescentes todos, que también estudiaban en ese instituto; se percibía en ellos la llama revolucionaria, el deseo de aportar a los cambios que se gestaban en la Nueva Nicaragua y, con bajo perfil, prepararse para regresar a Guatemala y dar lo mejor de ellos para lograr el triunfo revolucionario en el país.

Camilo, Paty, Fito, Miguel; Nora, Rogelia, el Chino y Maca; fue mi primer encuentro con ellos y durante algún tiempo guardamos distancia, había que mantener la “compartimentación”; desconocíamos si eran “volcanes”, “egipcios”, “farosos”, o tal vez “reyes magos”, que eran los sobrenombres que comúnmente utilizábamos los mismos militantes, para referirnos a alguna de las organizaciones hermanas.

Había en aquella casa de estudios valiosos jóvenes nicaragüenses, dedicados al deporte, a las artes, la música y la dramaturgia, pero más aún, entregados en cuerpo y alma a la defensa de la Revolución.  Ellos irían a donde los mandaran, guardarían las fronteras de la patria, combatirían valerosamente como soldados de los Batallones de Lucha Irregular o abrirían trincheras y defenderían a sus comunidades, como milicianos; muchos más, con lápiz y cuaderno en mano, habían tenido la oportunidad de concluir con éxito la Cruzada Nacional de Alfabetización.

¿Cuántos de esos jóvenes cayeron todavía en distintos frentes de lucha?, cientos, miles.

Fue la tarde de un sábado que el “Flaco” y Ana María me llevaron a conocer a unos amigos guatemaltecos, indisciplina aquella de la que me hicieron gustoso cómplice. Conocí entonces a Tito Medina y reconocí a Miguel y a Fito; fue una velada inolvidable, en la que pudimos escuchar los ensayos de un naciente “Kin Lalat”. Todos rebosantes de alegría y hermandad.

Las medidas de seguridad no nos permitirían volver a tener otro encuentro similar; además, pronto iniciarían giras internacionales y  sus canciones se convertirían en un símbolo de la lucha guatemalteca: “Florecerás Guatemala”; “Pueblo Quiché”; “Amante alzado”.

En el campo y la ciudad sonaba clandestinamente el mensaje de lucha y de protesta de Kin Lalat y muchos jóvenes tomaron conciencia a través de sus canciones; en la montaña fortalecía la moral revolucionaria.

El aporte de este grupo guatemalteco fue fundamental en aquellos años, para que los ojos de la comunidad internacional se posaran sobre este país centroamericano y se detuviera el derramamiento de sangre; los grupos de solidaridad con Guatemala proliferaron.


Kin Lalat hizo historia; Tito sigue haciendo música y construyendo patria.

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