jueves, 16 de febrero de 2012

Minutos que se hacen eternos

XXVI

Insistimos en la comunicación pero no recibimos respuesta.  Si hasta ese momento el cansancio, el silencio y la oscuridad de la noche minaban mi capacidad física, recibir y descifrar ese mensaje fue más que un balde de agua fría. Los nervios se me crisparon; sentía que mis ojos saltarían de sus cuencas, o que los dientes, apretados unos contra otros, cederían a la fuerza y se romperían.

Esperamos; confiados en la capacidad del capitán Leandro, de los tenientes, Silvio, Pancho y el sargento Sitín.  No podíamos hacer nada más que esperar el amanecer y que las cosas salieran lo mejor posible.

Los oficiales guerrilleros se levantaron alrededor de las 4 de la mañana y mandaron a despertar al resto de sus combatientes; todos recogieron sus equipos y se dispusieron a iniciar la marcha a sus respectivas posiciones.  Leandro y su pequeña unidad eran los que más cerca les tocaba, en la cima de ese cerro. Pezzarosi y Merly ya estaban de pie.

El capitán encendió un pequeño fuego y se dispuso a calentar agua.  Sitin, quizá quien más confianza le tenía le recriminó:  -vos mano ¿Qué putas? ¡Ya es tarde, váyanse ya!.  Leandro se encontraba de cuclillas frente al fuego; levantó la vista y sonrió.  –sólo tomamos café y nos vamos.  Se puso de pié y se despidió de ellos.  –bueno muchá, ya quedamos; a las en punto abren sus radios.

Merly y Pezzarosi prepararon sus mochilas; Leandro hizo lo propio. A las 4.50 iniciaron el ascenso.  Leandro pidió a Merly su mochila.  Era un caballero y no permitiría que una compañera cargara demasiado.  Además sólo eran unos 500 metros. Por si fuera poco tomó la vanguardia. Iba él a la cabeza,  Merly le seguía a unos 5 metros y luego Pezzarosi.

¿Qué pasó por su mente en aquellos últimos minutos de su vida?.  Tal vez lo mismo que pensaba cada mañana al levantarse. El riesgo de perder la vida era constante, pero si bien la operación era riesgosa el peligró no podía estar ahí, en ese momento; debía presentarse más tarde, durante el contacto.  Sin darse cuenta violó una regla de oro en la guerrilla: romper con los hábitos y el acomodamiento.  ¿Cuántas veces había enseñado a sus combatientes que siempre había que ser suspicaz para salvar la vida?  No se podía actuar por comodidad o por costumbre.

 El viento frío de la mañana le soplaba en la cara. El ruido del pequeño arroyo y el vacío de la hondonada no permitían identificar nada extraño.

El oficial kaibil debía tener otros planes; era fácil deducir que buscaba tomar posiciones y que había dispuesto entrar por ese lugar para no levantar sospechas, pero fue grande su sorpresa cuando al pasar por la cima escuchó pasos sobre la hojarasca, procedentes de la parte baja del cerro. Detuvo a su tropa y ordenó dos líneas de combatientes.   

Entre más nutrido y cruzado era el fuego más altas las probabilidades de aniquilamiento.

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