Cuando lo conocí, en el “Santos Salazar”, aún era muy
joven; tendría unos 22 ó 23 años, pero ya era un experimentado combatiente. Se desempeñaba como jefe de escuadra. De baja estatura y complexión media. Era colocho, de cara redonda y fácil sonrisa. Con un remedo de barba en el mentón. Tenía esa
extraña característica de hablar con “zetas”.
Para entonces ya tenía huellas de la guerra; una vieja
herida de bala en el antebrazo izquierdo era la más visible; era una de esas cicatrices
oscuras. El plomo había destruido parte del músculo y del hueso, y aunque
parecía tener más delgado ese brazo, no mostraba debilidad; por el contrario,
siempre llevaba consigo su fusil y otra arma más pesada: una ametralladora o un
lanzacohetes.
Algunas veces se vendaba un poco el área de la
cicatriz. Nunca supe si era para darle
más fuerza a su brazo o para no mostrar la vieja herida.
Se había formado desde muy niño en la selva petenera,
donde cuentan que sobrevivió al ataque de un Jaguar. Aún era muy niño cuando el felino penetró al
campamento, en una noche de verano. Los
rugidos pusieron en alerta a todos los combatientes. El enorme animal parecía buscar algo. Pasó por el pabellón blanco de Güicho, que
había hecho una cama en el suelo. Un zarpazo hizo trizas el mosquitero.
El niño logró desplazarse rápidamente hacia atrás, pero
el miedo lo paralizó. Un segundo zarpazo
hizo desaparecer la cama por completo, pero Güicho ya estaba detrás de la gamba
de un árbol. Dos, tres tiros de veintidós,
así como los gritos de los compañeros que se lanzaron con cuchillos y machetes,
hicieron que el Jaguar huyera.
En el 94 era de los principales oficiales en el sur; era
sargento y tenía a su mando una escuadra.
En una ocasión, Güicho y un combatiente fueron hasta la
carretera a una inspección de rutina y al acercarse al lugar fueron recibidos a
tiros. Los compañeros se tiraron a tierra de inmediato y buscaron dónde
parapetarse. Divisaron un vehículo y dos
individuos con apariencia militar, pero vestidos de civil. Los desconocidos
continuaban disparando. Güicho ubicó la
posición de uno de ellos e hizo tres disparos de fusil. Se oyó un grito y el sonido de un cuerpo que cae a tierra con
todo su peso. El otro individuo huyó.
Güicho se acercó.
Recuperó una browning 9 milímetros.
Más adelante estaba un pick up verde oscuro, con placas militares.
Luego se retiraron rápidamente. El riesgo era que el otro
militar trajera refuerzos.
El sargento Güicho casi siempre estaba de comisión; el
conocimiento del terreno, así como su buena relación con la base social y su
resistencia física, eran cualidades de pocos.
El sargento Sitín le salvó la vida en una de esas
salidas. Iban los dos a cumplir una
tarea y cuando buscaban la manera de acortar distancia trataron de cruzar una
vertiente caudalosa. Parecía fácil. Unos diez metros separaban a una de otra
orilla. Sitín pasó primero. Despacio, haciendo mucha resistencia muscular
para no ser llevado por la corriente. Luego
correspondió el turno a Güicho, pero a la mitad del río uno de sus pies resbaló
en una piedra y cayó a una parte más honda. La fuerza del agua lo devoró y ni
siquiera pudo gritar para pedir auxilio; pero Sitín no lo dejaría morir tan
fácilmente. Corrió tan rápido como pudo
río abajo, a tal punto que ganó unos metros al caudal que llevaba a su
compañero y en una parte más angosta pudo sacarlo. Un poco más adelante su
cuerpo se habría estrellado violentamente contra las piedras, ocasionándole una
muerte segura.
Güicho no perdió el conocimiento, pero estaba
pálido. Las risas y burlas de Sitín
hicieron que le volviera el alma al cuerpo.
Ese era Güicho, un
oficial de las FAR; quizá de poca estatura, pero con una enorme voluntad de
lucha.
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