parte dos
“Cada vez se daban cuenta que el problema no
era solamente obtener un pedazo de tierra. Hacían falta caminos, puentes
transporte, un mercado que pagara precios justos y autoridades que se
preocuparan por ellos.” Comandante Rigo
En ese tiempo todavía no era muy grande
la aldea. No estaba urbanizada. Todas
las casas eran de techo de guano y con paredes de rajas de majagüe, amarrado
con bejucos de corral y pimienta.
Para cocinar se construía en cada casa
un poyetón de adobe o tierra, con su
respectivo comal de tapa de tonel, su piedra de moler, su molino metálico, su
batea para hacer masa y varios ganchos que pendían del techo para colgar
algunos comestibles y evitar que las ratas se los comieran; una tinaja
plástica, algunos botes de lata y unos cuantos trastes de cocina y mesas. Al fondo uno o dos catres hecho con horcones
y varitas de Xate, un mosquitero recogido hacia los lados, un candil sobre una
pequeña mesa en la que además se colocaban dos o tres cuadros de santos y a
media casa un pequeño fuego para hacer humo y espantar un poco el zancudero.
A la altura de las vigas de chichique o
luín, un tapanco o tabanco de polos, donde se amontonaba el maíz en mazorcas,
costales, herramientas, junto a otros artículos fuera de uso.
Cada casa contaba con su respectivo par
de “chuchos”, sus gallinas, su gallo; en ese tiempo todavía no tenían marranos,
porque eran muy caros y había que llevarlos de la costa sur o del
Altiplano. Casi nadie tenía armas para
casería, por lo que ser cazador se convertía en una profesión y era un regular negocio, pues la mayoría de
las veces el trato no era con dinero sino en trueque, por otras cosas.
Había pocas mujeres y bastantes
“patojitas” que los jóvenes esperaban como voraces felinos tras su presa; las
veían crecer y más temprano que tarde “las pedían” o se las llevaban sin pedir,
en alguna noche de luna.
Nos tocó afrontar quejas de compañeros a
quienes les habían llevado a sus hijas sin que se respetaran las tradiciones de
la familia. Había que buscar padrinos
para la petición formal. En aquel contexto también fuimos testigos de cómo
viejos se llevaban a algunas niñas con permiso de los padres, a cambio de
trabajo, algún guatal produciendo, gallinas ponedoras, unos cuantos chompipes o
quizá un rancho construido.
Era la ley de la selva, quizá más tosca
que la de las urbes de concreto. Para
nosotros, jóvenes revolucionarios esto era salvajismo, creíamos firmemente que
en cualquier relación debía privar el amor.
Al poco tiempo comenzamos a cumplir
tareas de exploración, patrullas y actividades propias de la organización
guerrillera.
Herber mantenía una magnífica relación
con los compañeros de la aldea. Después
de una charla política se quedó platicando con Sereque. Este compañero tendría unos 40 años, pero
Herber a pesar de su corta edad tenía una tupida barba negra, que le daba aires
de seriedad.
Sereque comenzó a pedirle consejos sobre
cuestiones amorosas. Le contó que estaba
enamorado de la hija del comisionado militar de la aldea, que a ella ya le
había hablado en el río, cuando lavaba ropa y solo esperaba que la organización
le autorizara para hablar con el comisionado.
—Ese hombre no es malo, decía, y justificaba —ya los compas lo están
captando para la revolución.
Herber le ofreció que llevaría su
planteamiento al Capitán Andrócles y que en una próxima ocasión traería la
respuesta. Hablaron por un largo rato y
Herber, ni lento ni perezoso, le dijo que él conocía a su hija, que ya había
hablado con ella, aunque no en el río. Y
de tirón le pidió permiso para visitarla en su casa y le prometió tener un
noviazgo serio.
Sereque le dijo: —Mire compa, mejor que así sea. Además yo encantado de la vida que mi hija se entienda con un compa. Llegue a la casa y en la cocina se pueden estar todo el tiempo que quieran, así si alguien llega no los molestarán.
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