viernes, 26 de abril de 2013

La hija del Sereque (Cotuza) I


parte uno

Dedicado al Comandante Herber

Por: Comandante Rigo 
Sucedió a principios de los 70’s, en una aldea petenera a la que habíamos nombrado “Plaguita”, debido a que en algunos meses del año, particularmente en julio y agosto, se alborotaba un zancudero, que llegaba a ser tan insoportable que volvía locos hasta los perros.

Los pobres “chuchos” se revolcaban tratando de quitarse de encima a aquella plaga millonaria, que al igual que crueles sanguijuelas acababan con su sangre.

Dos años antes llegamos por primera vez a esa aldea de Petén y nos hospedamos en la casa de un compañero de origen salvadoreño.  Uno de esos días se escuchó el ladrar insistente de los perros, por lo que la medida inmediata fue escondernos en unas milpas que estaban en el patio mientras se averiguaba el motivo de la ladradera de los fieles canes.

Junto a otro compañero estuvimos en la milpa como quince minutos, y aunque fue poco tiempo, a nosotros nos parecieron los minutos más largos de nuestra vida.  Los dos, con pistola montada apuntábamos hacia donde escuchábamos voces; con una mano sosteníamos el arma y con la otra matábamos desesperadamente cientos o quizá miles de zancudos que se nos paraban en la cara y se nos metían en la boca y en las orejas, a tal punto que entre los dedos quedaba una masa pegajosa de zancudos y sangre.

Al rato se escucharon algunos gritos del compa de la casa vecina —“chuuuuuucho”, callando a los perros.  El compa salvadoreño nos fue a avisar que no había peligro. Podíamos salir, eran conocidos que habían entrado por el río y no por el camino de la aldea.

Los compañeros, a manera de disculpa decían a cada rato “son los meses”. Hay mucha plaga. Nosotros, en cambio lo sobredimensionábamos y pensábamos si acaso no anunciaba el Apocalipsis.   De ahí surgió el nombre de “Plaguita”.  Se lo pusimos en diminutivo por aquella extraña costumbre chapina de hacer chiquito lo que se quiere y es que a pesar de todo le tomamos mucho cariño a esa aldea.

“Plaguita” era una de esas comunidades asentadas en las márgenes del río La Pasión y estaba integrada por campesinos, productores de granos básicos. Fue una de nuestras primeras incursiones a Petén, como punto de partida para apoyar a los guerrilleros de Las Verapaces y encontramos apoyo y refugio, así como la disposición de una gran cantidad de personas para trabajar por la Revolución.

Las casas de los compañeros en mención se encontraban en un bajo de la aldea, por lo que al crecer el río el agua llegaba hasta los patios y cuando entraba la canícula reventaban por miles o millones todos los huevecillos de zancudos, desesperando al más valiente de los mortales.

Así se vivía en aquél lugar: entre cañales de jimba, corozos, ceibas, caobas, micos, saraguates, cuzos, venados, jabalíes, zancudos, guacamayas, loros, pajuiles, pavas, palomas, pájaros y más zancudos.

Aquella riqueza no era compatible con el analfabetismo, la desnutrición, las muertes por paludismo, parasitismo y diarrea. La población no vivía, más bien sobrevivía en aquellas condiciones. Los contrastes eran violentos. La tierra era virgen, producía por montones, pero los campesinos apenas recibían por un quintal de maíz 35 o 50 centavos de quetzal, mientras que una libra de sal les cotaba 10 centavos. Cada vez se daban cuenta que el problema no era solamente obtener un pedazo de tierra.  Hacían falta caminos, puentes, transporte, un mercado que pagara precios justos y autoridades que se preocuparan por ellos.

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