martes, 24 de mayo de 2016

El secreto del mapache parte 2

Marco Tulio Soto



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Vamos… se acabaron los diez minutos.

Nos paramos. Nos estiramos un poco. Nos echamos la mochila de un tirón a la espalda y reiniciamos la marcha.

“Nuevamente comienza a correr el sudor por la nariz, las cejas se empapan y comienza el ardor en los ojos. Veo el tronco de un árbol que parece un cuello estirado con una cabeza observando a todo el que pasa. Los árboles tienen figuras caprichosas que semejan personas o animales… y si de verdad vieran y si fueran animados, cuántas variedades existen, de todos tamaños, colores, formas, grosores; con raíces salientes algunos parecen cohetes espaciales, pues las raíces semejan  enormes aletas, son raíces salientes, llamadas gambas”.

Hacen señas de la vanguardia hacia un lado… es un venado hermoso. Con cachamenta de ramazón, se mueve despacio pero nerviosamente, posiblemente es la primera vez que ve personas… comentan los compañeros ¡Qué venadazo! Nunca le han tirado de lo contrario ya hubiera huido.

El animal alza la cabeza y respira fuerte, tratando quizás de identificarnos, no somos tigres, no somos pumas, somos un enemigo más poderoso, pero él no lo sabe, no sabe que cada uno llevamos en la mano un arma, no sabe que si en vez de ir hacia la aldea viniéramos de regreso ya estaría muerto; no sabe que no le tiramos para no delatar nuestra presencia, no sabe que no podemos perder tiempo quitándole el cuero y destazándolo, no sabe que sería un error, llevárnoslo para después regresarlo, no sabe que la maldad del hombre es infinita; no sabe que a todos nos pica el dedo por jalar el gatillo de nuestra arma; quizá no sabe que su carne es deliciosa y ahí está venteado y viéndonos no sabe qué hacer, posiblemente nunca ha corrido ante ningún enemigo, posiblemente siempre los ha enfrentado, nunca los pumas y tigres lo han podido emboscar y siempre los ha descubierto a tiempo se ha ido o los ha enfrentado. Ahora no sabe qué hacer, posiblemente nunca se ha corrido ante ningún enemigo, posiblemente siempre los ha enfrentado, nunca los pumas y tigres lo han podido emboscar y siempre los ha descubierto a tiempo se ha ido o los ha enfrentando. Ahora no sabe qué hacer contra ocho figuras erectas que se cruzan las miradas con él, con ocho cerebros que están pensando en una ensarta de carne haciendo psss psss pssss… en el fuego, cuando gotea la carne gorda. Pero él no conoce el fuego, quizá se ha acercado a los guatales a comer un poco de ceniza, quizá ya ha visto la destrucción que el hombre hace de los bosques, pero también le comparte en cierta medida esa destrucción, el se come las hojitas tiernas de la milpa y del frijol que le encanta.

Por fin con paso cadencioso se va alejando; pero por momentos se para, vuelve a ventear, mueve las orejas y se le ve lo blanco del interior de la cola que la lleva paradita como erizada como para mantener la actitud de alerta, se pierde en la espesura y nosotros continuamos la marcha.


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“Nuevamente el un dos de las piernas como tijeras, las mochilas como globos de helio, pegadas a la espalda de sus dueños; el arma cruzada  en el pecho formando una diagonal, las botas esquivando obstáculos, posándose con habilidad y maestría para no caer; caminando como si fueran marchando, como si fueran peleando, aquí no se puede andar arrastrando los pies como se camina en las ciudades; y el un, dos, un, dos, como tijeras… y el salto para evadir obstáculos y sembrar tacones cuando se va bajando y hundir las puntas cuando se va subiendo… y otra vez un, dos, un dos, como tijeras y tropezar con piedras; con palos, con raíces y subir y bajar, y mantener el ritmo un dos, un dos como tijeras y gastar el pantalón de entre las piernas, se destiñe, se decolora, un, dos, un, dos”.

Nuevamente el de la vanguardia extiende sus diez dedos, indicando que corresponden otros diez minutos de descanso, pues ya caminamos una hora.  Nuevamente tratamos de acomodarnos contra un árbol para descansar; poniendo las piernas en forma horizontal y de la cintura para arriba en ángulos de cuarenta y cinco.

También se autorizó encender “chancuacos”, o sea los cigarros hechos a mano, para placenteramente formar rueditas de humo lanzarlas con fuerza y tratar de meter en alguna ramita sin hojas, como si jugáramos en una feria.

Y nuevamente:

Vamos se acabaron los diez minutos…

“La vegetación ha comenzado a cambiar, se aprecian palmas de corozo o manaco. Esta vegetación permite que el terreno se mantenga bastante limpio en la parte baja, o sea, que no hay muchos bejucos ni maleza pequeña; sólo arriba en la copa de los árboles la vegetación se espesa. El sol filtra con suavidad, sus rayos penetran como en spray.  Ahora que son las 18.10 horas la luz penetra como algodones de miel”.

Apretamos el paso para llegar todavía con la luz del día a la brecha del Tigre, allí encenderíamos nuestras linternas y seguiríamos caminando más rápido, ya con menos obstáculos.

Por fin caímos a la brecha del Tigre, revisamos si había huellas recientes, sólo había una de un zapato pequeñito, que por deducción determinamos que se trataba de una persona de baja estatura, pues por allí no andaría un niño solo.



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Metimos tiro en las recámaras de las carabinas, sacamos nuestras linternas. Las encendimos los números impares, o sea. De esa manera los pares ahorrarían baterías.

Así proseguimos la marcha mirando con el rabo del ojo como dejábamos los árboles. Pasando por arriba de uno que otro árbol caído sobre la brecha; alumbrando hacia abajo, escuchando con más claridad el ritmo de la marcha.  Los animales nocturnos son menos bulliciosos que los diurnos y los sonidos de sus cantos ruidos que emiten, son graves y no agudos. Comenzamos a encontrar los primeros indicios de los trabajaderos. Descansamos los diez minutos correspondientes a la tercera hora.  Aquí ya no se permitió fumar, sino hasta que estuviéramos en la casa del campesino que íbamos a buscar.

A partir de la tercera hora, comenzamos a caminar con más cautela; explorando con la vista los contornos; procurando hacer menos ruido, escuchando con atención los ruidos.

Encontramos la primera milpa que ya estaba en elote, seguimos avanzando por la orilla de los trabajaderos, o sea, entre los descombros y la selva; íbamos avanzando más despacio llegando al trabajadero del campesino que íbamos a buscar, cuando de repente escuchamos: iiiiiijai… iiiiiijai…

iiiiiii… eran gritos de un hombre y de una mujer que andaban perdidos por la orilla de la selva, y se habrían metido unos cuatrocientos metros dentro de la vegetación selvática.  De las casas de la aldea les respondían sonando un cuerno o cacho para que se orientaran, se oía:

puuuuuuuuuu…  puuuuuuuuuuu…
puuuuuuuuuu…  y ellos  iiiiiiiijai…  iiiiiijai… iiiiiijai.  Poco a poco iban avanzando en dirección a los sonidos del cuerno: puuuuu… puuuuuu…
puuuu…

Escuchamos dos voces, no los veíamos porque venían sin luz, venían avanzando, chocándose contra los árboles, rompiendo bejucos con el cuerpo, cayéndose, somatándose; nosotros agazapados los oímos pasar muy cerca, hasta que cayeron al camino que nosotros llevábamos. Allí ya se orientaron y en oscuras fueron avanzando hasta llegar a la milpa.  De la aldea seguían llegando sonidos:  puuuuu… puuuu… y los perros ladraban y el cuerno seguía semejando aullidos de lobo… nosotros los dejamos pasar, no les hablamos porque no estábamos seguros quiénes eran.




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