Marco Tulio Soto
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Vamos…
se acabaron los diez minutos.
Nos
paramos. Nos estiramos un poco. Nos echamos la mochila de un tirón a la espalda
y reiniciamos la marcha.
“Nuevamente
comienza a correr el sudor por la nariz, las cejas se empapan y comienza el
ardor en los ojos. Veo el tronco de un árbol que parece un cuello estirado con
una cabeza observando a todo el que pasa. Los árboles tienen figuras
caprichosas que semejan personas o animales… y si de verdad vieran y si fueran
animados, cuántas variedades existen, de todos tamaños, colores, formas,
grosores; con raíces salientes algunos parecen cohetes espaciales, pues las
raíces semejan enormes aletas, son
raíces salientes, llamadas gambas”.
Hacen
señas de la vanguardia hacia un lado… es un venado hermoso. Con cachamenta de
ramazón, se mueve despacio pero nerviosamente, posiblemente es la primera vez
que ve personas… comentan los compañeros ¡Qué venadazo! Nunca le han tirado de
lo contrario ya hubiera huido.
El
animal alza la cabeza y respira fuerte, tratando quizás de identificarnos, no
somos tigres, no somos pumas, somos un enemigo más poderoso, pero él no lo
sabe, no sabe que cada uno llevamos en la mano un arma, no sabe que si en vez
de ir hacia la aldea viniéramos de regreso ya estaría muerto; no sabe que no le
tiramos para no delatar nuestra presencia, no sabe que no podemos perder tiempo
quitándole el cuero y destazándolo, no sabe que sería un error, llevárnoslo
para después regresarlo, no sabe que la maldad del hombre es infinita; no sabe
que a todos nos pica el dedo por jalar el gatillo de nuestra arma; quizá no
sabe que su carne es deliciosa y ahí está venteado y viéndonos no sabe qué
hacer, posiblemente nunca ha corrido ante ningún enemigo, posiblemente siempre
los ha enfrentado, nunca los pumas y tigres lo han podido emboscar y siempre
los ha descubierto a tiempo se ha ido o los ha enfrentado. Ahora no sabe qué
hacer, posiblemente nunca se ha corrido ante ningún enemigo, posiblemente
siempre los ha enfrentado, nunca los pumas y tigres lo han podido emboscar y
siempre los ha descubierto a tiempo se ha ido o los ha enfrentando. Ahora no
sabe qué hacer contra ocho figuras erectas que se cruzan las miradas con él,
con ocho cerebros que están pensando en una ensarta de carne haciendo psss psss
pssss… en el fuego, cuando gotea la carne gorda. Pero él no conoce el fuego,
quizá se ha acercado a los guatales a comer un poco de ceniza, quizá ya ha
visto la destrucción que el hombre hace de los bosques, pero también le
comparte en cierta medida esa destrucción, el se come las hojitas tiernas de la
milpa y del frijol que le encanta.
Por
fin con paso cadencioso se va alejando; pero por momentos se para, vuelve a
ventear, mueve las orejas y se le ve lo blanco del interior de la cola que la
lleva paradita como erizada como para mantener la actitud de alerta, se pierde
en la espesura y nosotros continuamos la marcha.
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“Nuevamente
el un dos de las piernas como tijeras, las mochilas como globos de helio,
pegadas a la espalda de sus dueños; el arma cruzada en el pecho formando una diagonal, las botas
esquivando obstáculos, posándose con habilidad y maestría para no caer;
caminando como si fueran marchando, como si fueran peleando, aquí no se puede andar
arrastrando los pies como se camina en las ciudades; y el un, dos, un, dos,
como tijeras… y el salto para evadir obstáculos y sembrar tacones cuando se va
bajando y hundir las puntas cuando se va subiendo… y otra vez un, dos, un dos,
como tijeras y tropezar con piedras; con palos, con raíces y subir y bajar, y
mantener el ritmo un dos, un dos como tijeras y gastar el pantalón de entre las
piernas, se destiñe, se decolora, un, dos, un, dos”.
Nuevamente
el de la vanguardia extiende sus diez dedos, indicando que corresponden otros
diez minutos de descanso, pues ya caminamos una hora. Nuevamente tratamos de acomodarnos contra un
árbol para descansar; poniendo las piernas en forma horizontal y de la cintura
para arriba en ángulos de cuarenta y cinco.
También
se autorizó encender “chancuacos”, o sea los cigarros hechos a mano, para
placenteramente formar rueditas de humo lanzarlas con fuerza y tratar de meter
en alguna ramita sin hojas, como si jugáramos en una feria.
Y
nuevamente:
Vamos
se acabaron los diez minutos…
“La
vegetación ha comenzado a cambiar, se aprecian palmas de corozo o manaco. Esta
vegetación permite que el terreno se mantenga bastante limpio en la parte baja,
o sea, que no hay muchos bejucos ni maleza pequeña; sólo arriba en la copa de
los árboles la vegetación se espesa. El sol filtra con suavidad, sus rayos
penetran como en spray. Ahora que son
las 18.10 horas la luz penetra como algodones de miel”.
Apretamos
el paso para llegar todavía con la luz del día a la brecha del Tigre, allí
encenderíamos nuestras linternas y seguiríamos caminando más rápido, ya con
menos obstáculos.
Por
fin caímos a la brecha del Tigre, revisamos si había huellas recientes, sólo
había una de un zapato pequeñito, que por deducción determinamos que se trataba
de una persona de baja estatura, pues por allí no andaría un niño solo.
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Metimos
tiro en las recámaras de las carabinas, sacamos nuestras linternas. Las
encendimos los números impares, o sea. De esa manera los pares ahorrarían
baterías.
Así
proseguimos la marcha mirando con el rabo del ojo como dejábamos los árboles.
Pasando por arriba de uno que otro árbol caído sobre la brecha; alumbrando
hacia abajo, escuchando con más claridad el ritmo de la marcha. Los animales nocturnos son menos bulliciosos
que los diurnos y los sonidos de sus cantos ruidos que emiten, son graves y no
agudos. Comenzamos a encontrar los primeros indicios de los trabajaderos.
Descansamos los diez minutos correspondientes a la tercera hora. Aquí ya no se permitió fumar, sino hasta que
estuviéramos en la casa del campesino que íbamos a buscar.
A
partir de la tercera hora, comenzamos a caminar con más cautela; explorando con
la vista los contornos; procurando hacer menos ruido, escuchando con atención
los ruidos.
Encontramos
la primera milpa que ya estaba en elote, seguimos avanzando por la orilla de
los trabajaderos, o sea, entre los descombros y la selva; íbamos avanzando más
despacio llegando al trabajadero del campesino que íbamos a buscar, cuando de
repente escuchamos: iiiiiijai… iiiiiijai…
iiiiiii…
eran gritos de un hombre y de una mujer que andaban perdidos por la orilla de
la selva, y se habrían metido unos cuatrocientos metros dentro de la vegetación
selvática. De las casas de la aldea les
respondían sonando un cuerno o cacho para que se orientaran, se oía:
puuuuuuuuuu… puuuuuuuuuuu…
puuuuuuuuuu… y ellos
iiiiiiiijai… iiiiiijai…
iiiiiijai. Poco a poco iban avanzando en
dirección a los sonidos del cuerno: puuuuu… puuuuuu…
puuuu…
Escuchamos
dos voces, no los veíamos porque venían sin luz, venían avanzando, chocándose
contra los árboles, rompiendo bejucos con el cuerpo, cayéndose, somatándose;
nosotros agazapados los oímos pasar muy cerca, hasta que cayeron al camino que
nosotros llevábamos. Allí ya se orientaron y en oscuras fueron avanzando hasta llegar
a la milpa. De la aldea seguían llegando
sonidos: puuuuu… puuuu… y los perros
ladraban y el cuerno seguía semejando aullidos de lobo… nosotros los dejamos
pasar, no les hablamos porque no estábamos seguros quiénes eran.
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