Este relato está dedicado a
todos los compañeros que organizaron e hicieron posible las guerrillas del
Petén; se desprende de momentos históricos del Movimiento Revolucionario
guatemalteco de los años 1969 – 1970.
En aquellos años se estaba
dando un reflujo revolucionario, debido entre otras cosas a los niveles que
estaba tomando la represión, a las masacres que se habían dado en el oriente
del país y a la desarticulación del movimiento revolucionario guatemalteco.
Las Fuerzas Armadas Rebeldes
(FAR) trataba de concentrar en el norte del país lo que había quedado de las
guerrillas de la Sierra de las Minas y de algunos compañeros de la capital.
Eran los años del gobierno del
General Carlos Arana Osorio, más conocido como “El Chacal de Zacapa”, debido a
que antes de ser presidente había sido jefe de dicha base militar de Zacapa y
se caracterizó por su actitud sanguinaria y criminal.
El plan contrainsurgente
concebido por los gringos, el ejército y el gobierno de Julio César Méndez
Montenegro estaba dando sus frutos. Por primera vez en Guatemala se había
organizado mediante el terror a la población, para combatir a la
guerrilla. Se montaron operaciones militares conjuntas con ejércitos de
las hermanas repúblicas centroamericanas; llegaron asesores gringos, se
hicieron bombardeos indiscriminados, aumentó el número de cadáveres tirados en
los caminos, lagos, ríos y hasta en los cráteres de los volcanes. Se desarrolló
al máximo la tortura y los crímenes más horrendos contra el pueblo
guatemalteco.
Todo esto, junto a otros
elementos, había provocado la desarticulación del movimiento guerrillero.
Cientos de compañeros y
compañeras habían muerto, muchos de ellos habían sido capturados en sus aldeas,
en sus viviendas, en sus casas. Una gran parte de aldeas de la Sierra de las
Minas habían sido arrasadas. En todas partes del país, en la costa sur, en el
sur, en el sur occidente, en la capital, en Baja Verapaz, se cometían crímenes
diariamente. Todos los capturados eran ejecutados y tirados sus cuerpos en
cualquier parte. Desapareció en Guatemala el status de preso político.
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Se había logrado reunir a un
grupo de compañeros armados con carabinas M-1. Nos encontrábamos en el
sur de El Petén y pretendíamos desplazarnos hacia Quiché y Alta Verapaz.
Por esos días, como producto
de la desarticulación del movimiento, habían proliferado las “concepciones”
políticas, ideológicas y organizativas que según decían, sacarían al movimiento
revolucionario de su reflujo y lo ayudarían a dar un salto de calidad.
Nosotros, todos muy jóvenes,
con un gran corazón y con todos los deseos de llevar adelante al movimiento,
nos debatíamos entre una y otra concepción. Un poco de eso nos llevó a
decidirnos a marchar hacia Quiché, con la idea peregrina que al nomás llegar,
la población indígena correría tras de nosotros brindándonos todo su apoyo e
incorporándose masivamente a nuestras unidades.
No entendíamos muy bien los
fenómenos sociales, como la depauperación, el aislamiento y la variedad de
idiomas. Pensábamos que por vivir en tanta pobreza estaban conscientes que
había que lucha y contra quién luchar, pero la cosa no era exactamente así.
Entre las concepciones que
existían, había una que pretendía realizar una concentración de todos los
compañeros posibles en lo que se llamaba la Zona Reina. Para eso, se
había hablado con muchos compañeros incluyendo al comandante Yon Sosa, jefe del
“Movimiento 13 de Noviembre”.
Eran muchos los criterios que
se argumentaban para haber elegido esa zona, pero principalmente predominaban
los elementos de carácter geográfico y mucho romanticismo sobre el tipo de
población.
Por otro lado, según se decía,
había algunos compañeros que estaban haciendo trabajo político en algunas
comunidades de Quiché y venían penetrando hacia el norte, creando base y
preparando condiciones para la llegada de la guerrilla. Además se decía
que había compañeros de la capital que se incorporarían y entraría a la montaña
por ese lado.
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Nosotros como dijimos antes,
habíamos logrado concentrar un grupo de compañeros. Habíamos entrado a Petén,
la mayoría por vía aérea, a través de la línea nacional Aviateca, más conocida
como “Aviachueca”, por los desperfectos que presentaban sus aviones.
Por avión se metió el equipo,
incluyendo las carabinas. En ese tiempo cobraban cuatro centavos de
quetzal por libra adicional de equipaje y el pasaje de la capital a Petén
costaba 12 quetzales.
Los aviones de Aviateca eran
de los viejos C-47 de la segunda guerra mundial y volaban tan rasantes, que uno
podía ver a los micos en las puntas de los árboles.
Salían sobre el hipódromo del
norte, en la capital, se venían por encaños, salvando cerros, hasta llegar al
río La Pasión.
Seguían su curso hasta llegar
a Sayaxché y después volaban sobre toda la carretera, hasta llegar a Santa
Elena, Petén.
En el aeropuerto era frecuente
ver cómo “ordeñaban” la aeronave, le sacaban combustible y como a los carros,
cuando se les hace conexión directa, los mecánicos se ponían a conectar
alambritos y arrancaban los motores a cada rato, para ver cómo habían quedado.
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Turcios Lima en la Sierra de las Minas, con su "Costalilla" al hombro.. |
Comenzábamos a concentrarnos
al sur de Sayaxché y enviamos exploraciones buscando los límites de Alta
Verapaz. En una ocasión en que se fue a recoger abastecimiento al río La
Pasión, una de nuestras unidades fue descubierta por un mulero que acarreaba
abasto a los chicleros. Nuestros compañeros quisieron hablar con él, pero
se había asustado tanto al ver hombres armados, barbudos, sucios, con la ropa
rota, que cuentan que agarró carreta desde allí hasta el pueblo de Sayaxché,
que distaba dos horas y media, y fue a avisarle a su patrón y éste fue a dar
parte al destacamento militar.
Hasta ese momento no se
conocía de la existencia de la guerrilla en Petén; nosotros mismos no
pensábamos que fuera una zona de combate, sino más bien una zona de
retaguardia guerrillera. Así pues, ya descubierta nuestra presencia nos
vimos forzados a acelerar nuestra ida hacia Quiché, aún sin haber terminado los
preparativos y confiando en los compañeros que nos esperaban cerca de la laguna
Lachuá y con abastecimiento, cosa que resultó falsa.
Días después que nos
descubrieron estuvimos acampados en un campamento que le llamábamos “la
Comandancia”, en una zona con selva clara y manacal o corozal, varios arroyos y
muchos árboles de zapote, lo que nos sirvió de abasto durante algún tiempo.
Por las noches era frecuente
escuchar las carreras de los compañeros a recoger los zapotes que caían de los
árboles. Cada quién tenía su reserva zapotera en el lugar donde dormía. Este
campamento quedaba más o menos, en lo que ahora es la aldea Santa Rosa, al sur
de Sayaxché. En ese tiempo no existían la Franja Transversal del Norte, ni la
carretera que la une con Sayaxché.
Lo único que existía era una
brecha mulera conocida como la brecha de Chinajá que comunicaba con otras
brechas y que junto al río la Pasión constituían las vías de comunicación entre
Petén y Alta Verapaz.
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Para llegar a Quiché debíamos
caminar a rumbo de 340 grados, buscando el río San Román. Caminamos rompiendo
selva como siempre, bajo un invierno muy lluvioso, habían muchas inundaciones y
caminábamos muchas veces con el agua a la cintura. Por fin llegamos al río San
Román, estaba crecido hasta los toles, el agua salía de su cauce por muchos metros,
al grado que no logramos ver la corriente central.
Para atravesarlo se unieron
los lazos de todas las hamacas y un compa casi se ahoga por llevar la punta del
lazo hasta la otra orilla. Poco a poco y uno a uno, nos fuimos agarrando
del lazo hasta ir pasando al otro lado.
Para variar, todas las cosas
se nos mojaron y hubo que descansar al día siguiente, para asolear el equipo y
la ropa de dormir, pues mojada aumentaba considerablemente su peso. Ahí
estuvimos comiendo sólo corozo y palmito de esa misma planta, lo que a la
postre nos aflojó el estómago a todos y era un concierto de instrumentos
de viento…
Proseguimos a rumbo de 210
grados, hasta que le caímos al río Limón; éste no estaba tan crecido y nos
permitió pasar sobre un árbol que previamente derribamos con hachas. Aquí
comimos algunos pescados así como semillas de lancetillo o chapayo que a pesar
de lo duras que son les hicimos entrada. Ahí también hicimos un descanso,
mientras se enviaron algunas exploraciones a los alrededores.
Continuamos a rumbo de 255
grados hasta llegar a las márgenes del Río Ixcolay. Su caudal era tan
grande que hasta se escuchaba un rugido producido por la corriente, como 100
metros de ancho. Con sólo echarle un vistazo era suficiente para darse
cuenta que era imposible pasarlo a nado con el equipo y la costalilla. Se
enviaron exploraciones buscando un posible paso, pero fue imposible, en todos
lados estaba igual e incluso peor. Así pues, se decidió hacer una canoa pues
considerábamos que una balsa la arrastraría la corriente y nos provocaría un
accidente.
"Lo que más nos sorprendió fue ver en aquellos lugares cocineros
vestidos de blanco y con el característico gorro alto y lleno de pliegues en la
parte de arriba. No entendíamos qué hacía en medio de aquella selva ese
lunar de civilización extravagante".
A los tres días de trabajo ya
estaba la canoa con su par de canaletas. Así fuimos pasando de cuatro en
cuatro, mientras dos compañeros canaleteaban. En cada viaje, la corriente
arrastraba la pequeña canoa como unos 200 metros por lo que había que avanzar río
arriba por toda la orilla hasta llegar frente al punto de partida, atravesando
de regreso y repetir la operación por esa banda del río. Por eso, nos llevó un
día entero pasar ese río.
Proseguimos nuestro rumbo a
300 grados. Comenzamos a escuchar ruidos de maquinaria y a encontrar brechas
abiertas recientemente. Se decidió enviar exploraciones en dirección al ruido
de los motores.
Los ruidos eran como de
tractores que se movían de un lado a otro pero se escuchaba uno que se mantenía
estático y hacía ahí nos dirigimos con una exploración; avanzamos de noche pero
no logramos llegar por falta de pilas para las linternas. Otro día
temprano, seguimos avanzando entre partes pantanosas, lo que nos había
provocado peladuras en los pies, pues el lodo contenía una arena muy fina que
parecía lija.
Continuamos nuestro avance y
nos sorprendió salir a un enorme claro que habían abierto recientemente en la
selva. Se trataba de una gran pista de aterrizaje que estaban
construyendo. Caminamos por la orilla protegiéndonos con la vegetación de
la selva y calculamos que medía 1,230 metros de largo por 100 de ancho.
Continuamos en dirección al ruido del motor estático y mientras avanzamos por
la selva íbamos encontrando más y más evidencias de presencia de personas, pues
en los caminitos se veían muchas huellas de zapatos y de botas de hule.
Nosotros seguimos a rumbo a
través de la selva y al subir a una pequeña elevación, nuestra sorpresa fue
enorme al ver casas de tipo chalet en medio de aquella vegetación selvática,
nos agazapamos tras unos árboles de ujúshte y ahí estuvimos observando varias
horas.
Evidentemente se trataba de
alguna compañía que estaba en exploraciones, pero no sabíamos de qué, pues lo
único que habíamos oído era la existencia de una compañía azufrera -eso le
decían a los campesinos-. Se miraban trabajadores con cascos plásticos que
entraban y salían de una enorme casa de madera con techo de guano; había dos
casas tipo chalet con tela metálica en las ventanas, la madera pintada de
blanco y verde claro y el techo era de asbesto.
Lo que más nos sorprendió fue
ver en aquellos lugares cocineros vestidos de blanco y con el característico
gorro alto y lleno de pliegues en la parte de arriba. No entendíamos qué
hacía en medio de aquella selva ese lunar de civilización extravagante.
Decidimos regresar a informar
de la situación y de lo que habíamos observado llevamos un pequeño croquis del
lugar. Cuando llegamos a donde estaba el resto de compañeros ya éstos se
disponían a marchar, sólo esperaban por nosotros. Habían interceptado a un
grupo de trabajadores que andaban haciendo brechas y éstos les habían
proporcionado la información necesaria.
Por la situación en que nos
encontrábamos, o sea, sin abastecimiento y sobre todo con muchos enfermos de
paludismo, así como de mosca chilera (leshmaniasis), se había decidido tomar
las instalaciones del que en realidad era el campamento petrolero “Las
Tortugas”, que se encontraba a pocos kilómetros en las márgenes del río
Salinas. Los trabajadores nos servirían de guías y nos llevarían por los
caminos que ellos usaban.
Como los compañeros ya habían
hecho su propio croquis con la información de los trabajadores, nos explicaron
rápidamente el plan para tomar el campamento petrolero, y en qué consistiría
nuestra tarea. Así se formaron los grupos y marchamos hacia el campamento.
Llegamos al campamento en
donde se sorprendieron mucho, sobre todo los técnicos gringos que ahí se
encontraban. Reunimos a todo el personal y le explicamos el motivo de nuestra
presencia; después hicimos un recorrido por todas las instalaciones.
Los chalet era donde dormían
los técnicos gringos y el jefe del campamento un cobanero con apellido alemán,
que nos regaló muestras del petróleo del que habían encontrado; nos explicó que
estaban determinando si existía en cantidades comerciales, para hacer las
instalaciones para su extracción. También nos informó que todo lo que ahí había
lo habían llevado por medio de los ríos Pasión y Salinas, con un barquito que
tenían y sobre todo aprovechando los meses de invierno en que subía el nivel de
las aguas en los ríos.
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Nos abastecimos de medicina y
alimentos, comimos en mesas y sentados en sillas como de comedor chino, sobre
la mesa había un mantelito, un frasco con sala de tomate, otro con mostaza,
otro de salsa de chile y una botella de miel. Nos tomamos muchos jugos enlatados
y comimos muchas galletas. Nuestro plan era retirarnos de madrugada y lo
hicimos utilizando algunas lanchas de motor que ahí había. Para ajustar el
número de lanchas que necesitábamos le compramos un motor marino a un muchacho
que trabajaba ahí. Después supimos lo asesinó el ejército.
Acarreamos el abastecimiento para la orilla del río; consistía principalmente
en arroz y harina de maíz, un poco de azúcar, sal, aceite y algunas latas. En
cuanto a la medicina afortunadamente tenían aralén y reprodal para el paludismo
y la leshmaniasis.
Para poder transportarnos
todos, se acuacharon varias lanchas amarrándolas con lazos y unos troncos que
las sujetaban entre sí.
Antes del amanecer emprendimos
la retirada dirigiéndonos río arriba, buscando el río negro o Chixoy.
Al aclarar y comenzar a
alumbrar el sol comenzaron a volar los aviones sobre el río. Del
campamento petrolero habían dado parte por radio. Nosotros habíamos
orillado las lanchas y estábamos esperando el atardecer para continuar nuestro
viaje río arriba.
Por la tarde continuando viaje
hasta que a eso de las 8 de la noche encontramos un enorme raudal que provocaba
un gran remolino donde los motores no fueron capaces de subir las lanchas. Nos
bajamos todos y sólo subieron las lanchas con los motoristas improvisados y el
abastecimiento. Ellos nos esperarían en el primer arroyo que cayera al río y
que permitiera esconder las lanchas con los motores.
Navegar por el río Salinas y
Chixoy había constituido un gran avance no sólo en tiempo sino en espacio, con
ese trayecto realizado ahorramos muchos días de caminata, además habíamos
resuelto el problema de la medicina e incluso de algunos pares de botas que nos
hacían falta.
Los arroyos estaban crecidos,
eso nos permitió subir las lanchas un buen trecho, hasta dejarlas en lugar
seguro. Reorganizamos la marcha y continuamos a rumbo de 225 grados
buscando las primeras poblaciones de Quiché. Caminamos muchos días, se nos
terminó el abastecimiento y comenzamos a comer el cogollo de una palma que le
llaman “ternera”, este cogollo aunque pica quita un poco el hambre.
Comenzamos a comer cualquier semilla o fruta silvestre que encontrábamos, pero
se prohibió porque ya había experiencias de envenenamiento por hacer eso.
Así pues, lo único que nos iba quedando era tomar suficiente agua para
apaciguar el hambre.
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Un día que íbamos caminando,
hicimos señas desde la vanguardia; la columna se paró y todos aguzamos los
oídos pues se escuchaba a lo lejos que estaban trabajando con hacha, poco a
poco nos fuimos acercando. Al rato escuchamos a lo lejos el clásico
quiquiriquí, de gallos que inmediatamente asociamos con la existencia de una
vivienda aunque todavía no habíamos encontrado ni un solo caminito ni señas de
huella de personas.
Se envió una exploración y
regresó con la novedad que había una pequeña aldea a juzgar por unas cuantas
casas que habían visto. Nos acercamos en silencio y estuvimos observando un
rato. No se notaba nada extraordinario, por lo que se dio la orden de avanzar, tomar
la aldea y poner contenciones en los caminos de acceso al lugar.
Reunimos a la poca gente que
había y les explicamos el motivo de nuestra presencia. La verdad, creo
nos entendieron un 1 por ciento de lo que les dijimos. Sólo había un señor que
hablaba un poco el castellano, porque había trabajado como albañil en la
capital hacia algunos años. En su mayoría eran mujeres en ese momento, pues los
hombres andaban en una aldea vecina por ser día de mercado.
Al rato de estar ahí, la
tensión de la gente bajó y se relajaron un poco. Nuestro “brujo” que era un
enfermero que se refería a los médicos del Hospital General como “colegas”
comenzó a ver a algunos enfermos, sobre todo a una señora recién parida. A esta
señora le agarró una mano para tomarle el pulso y mirándose el reloj con gesto
muy profesional le dijo: dolor… fiebre… náuseas… hasta que alguien le dijo: no
sea bruto Cipriano, no ve que sólo hablan qeqchi’. Este nuestro “brujo”
era muy famoso en la guerrilla por sus milk-sheik, pues la penicilina no la
diluía con agua destilada, sino con vitamina B-12, lo que le daba a la
inyección un aspecto de milk-sheik de fresa.
El caserío en que nos
encontrábamos resultó llamarse Santa María Tzejá, un caserío muy pequeño. La
gente, como ya se dijo, no hablaba castellano y nosotros sólo cargábamos a un
compañero que hablaba qeqchi’. Es necesario hacer notar que del lado norte de
la Sierra del Chamá, donde nos encontrábamos, a pesar de estar en el
departamento de Quiché, lo que se hablaba era qeqchi’. Era un poblado
extremadamente pobre, como todas las de esa región, no tenían abastecimiento
para vendernos y nosotros, que andábamos con un hambre atrasada de muchos días
no sabíamos cómo resolver el problema.
Por fin les compramos un
marrano grande que tenían, nos lo vendieron en 10 quetzales, en ese precio se
lo vendían al comerciante que les llevaba fósforos, jabón, sal, sólo que el
comerciante llegaba cada dos o tres meses; le pagaban con los animales pero no
se los llevaba sino que los dejaba hasta el otro viaje, para que se los
siguieran engordando.
Mientras mataban al animal y
hacían los chicharrones, nos mandaron a un grupo a emboscarnos en el camino
principal de acceso a la aldea.
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Pasamos ahí varias horas,
esperando al posible enemigo, o nuestro relevo de la emboscada para satisfacer
nuestra atroz hambre.
De repente llegaron a decirnos
al lugar de la emboscada que un hombre que se había dado cuenta de nuestra
presencia se había ido por el camino principal a dar parte a las autoridades
del municipio más cercano.
Lo anterior haría más difícil
buscar el contacto con los compañeros que supuestamente habían penetrado por el
norte y que nos habían puesto como punto de referencia la Laguna Lachuá. Nos
ordenaron seguir por el camino y tratar de darle alcance. Con una escuadra de
compañeros seguimos rápidamente el camino y sólo se notaba la huella de los
pies descalzos de un hombre.
Después de un tiempo de seguir
la huella ésta se perdió pues se salió del camino, nosotros seguimos pues
pensamos se iría por la orilla para despistarnos. Sin darnos cuenta habíamos
llegado a la aldea San Antonio el Baldío, prácticamente ya estábamos a media
aldea pues habían casas muy dispersas. Buscamos con quien hablar pues
tampoco hablaban castellano, salvo el alcalde que lo entendía un poco.
Como ya era tarde nos metimos
en una casa abandonada con la intención de pasar ahí la noche; fuimos a
explorar para ver dónde haríamos la vigilancia nocturna, cuando se presentó
otra patrulla nuestra que nos dio alcance. Eran dos compañeros, a quienes vimos
como nuestros salvadores pues traían comida, pero se dio un problema que es el
que inspiró el título de este relato.
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"Los perros amaestrados
comenzaron a sentir nuestro rastro, ayudados por el olor de dos gorras que
habíamos dejado botadas. Nos dimos cuenta y tomamos medidas".
Los compañeros nos indicaron
que para evitar que les cogiera la noche los mandaron a darnos alcance con
nuestras raciones de comida que consistían en dos tortillas con un chicharrón
para cada una, pero ellos habían salido tan deprisa que olvidaron su ración,
entonces nos solicitaban un “préstamo”: una tortilla con su respectivo
chicharrón y cuando llegara el resto de la columna y les llevaran su ración,
ellos pagarían la deuda.
Nosotros, otro compañero y yo,
haciendo gala de espíritu de solidaridad y camaradería, aceptamos la solicitud,
hicimos la transferencia y proporcionamos el préstamo.
Los compañeros que hicieron la
solicitud eran Amado, un chofer de camionetas urbanas y el otro, un
maestro y estudiante universitario. Comimos muy contentos nuestra magra ración,
aunque en ese momento ese tipo de comida constituía un verdadero lujo.
Al día siguiente llegó el
resto de la columna, nosotros comenzamos a buscar a Amado y al maestro, los
susodichos no aparecieron por ningún lado. Al rato de buscarlos y buscarlos
comprendimos con meridiana claridad, que habíamos cometido un grave error al
proporcionar un préstamo a deudores sin voluntad de pago.
De todas maneras comenzamos a
indagar sobre la conducta de estos deudores y averiguamos lo siguiente: Amado:
en muchas ocasiones había hablado o contado a los compañeros sobre el “moco”
(reventa que hacen los choferes de los tikets de los buses) que él había hecho
algunas veces cuando trabajaba en la vida civil.
El maestro: cuando fue
sanitario de la columna, en una ocasión de crisis por hambre, se había tomado
todos los jarabes para la tos por el azúcar que éstos contenían.
Esto y algunos otros elementos
nos terminaron de dar la certeza de que estos deudores no eran austeros, no
suspendían sus importaciones, no eran responsables y nos habían visto cara de
FMI.
No quisieron comprender que el
ingreso per cápita en la guerrilla era absolutamente igual, tan igual que a
veces es injusto porque las necesidades físicas la mayor de las veces son
relativas al tamaño corporal, sin embargo, aquí se reparte igual sin ver color
ni tamaño.
Todos, absolutamente todos,
teníamos las mismas necesidades o necesidad de crédito, el problema era a quién
solicitarle el préstamo era exactamente igual sin contemplar ni color ni
tamaño. Nuestro producto interno bruto brillaba por su ausencia, no teníamos
ningún stok de materias primas ni excedentes de producción. Entonces,
porqué aplicarnos la demora en el pago de la deuda y más aún, la cancelación
unilateral de la misma.
Por lo penoso del trabajo de
los choferes, yo tuve siempre algunos prejuicios contra algunos de ellos; pero
y los maestros…
Nosotros en una actitud
absolutamente desinteresada, pues no perseguíamos ni su café, ni su cacao, su
té o su copra, hicimos una transferencia de recursos a sabiendas y estando
absolutamente conscientes que nuestra balanza comercial era desfavorable.
Nosotros no constituíamos el mundo industrializado, para que ellos se
constituyeran en el mundo subdesarrollado. Nosotros no les plantamos un
intercambio desigual, ya que estábamos exactamente en su misma situación.
Aceptamos hacer el préstamo sin condiciones, ni duro, ni blando, porque no
éramos ninguna corporación financiera o Estado aplicando el dumping, como
aplicarlo sin reservas de materias primas. No, nosotros no teníamos excedentes,
prestamos lo nuestro, lo mínimo propio.
No creamos condiciones para provocar
un grado de dependencia que constituyera una extorsión; por el contrario,
nosotros éramos partidarios de principios de colaboración y comercio
justo. De un nuevo orden económico internacional. Pero no, nos juzgaron
mal, pensaban que éramos partidarios de la reducción de importaciones que
pensábamos en luchar contra una prórroga de la deuda, cosa que no nos dio
tiempo de hacer. Es posible que creyeran que exigiríamos intereses y utilidades
de la deuda, que estaríamos exigiendo su amortización. Pensaban quizás que el
problema no consistiría en la deuda como tal, sino en los intereses que se
pagarían por ella.
Qué mal nos juzgaron, pero
sobre todo… que mal nos pagaron.
El problema no era económico
sino político y moral. Nosotros no podíamos condonarles la deuda, porque no
cobrábamos intereses, nosotros no podíamos absorber la deuda evitando gastos
militares, pues en este caso no hubiera sido justo, por eso es que las verdades
no siempre son absolutas; pues nosotros no pasábamos de carabinas M-1 y el
alcance máximo de sus balas era de 2 mil metros y no llegaban hasta las
galaxias.
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De San Antonio el Baldío
seguimos un camino que nos llevó al río Santa María Copón, ahí había una finca
del mismo nombre. Reunimos a sus habitantes y se hizo un pequeño mitin
político. A mí me tocó nuevamente estar emboscado en el paso del río. Había un
canoguero o lanchero que se encargaba de pasar a la gente de un lado al otro,
sólo le sonaban un tronco y él asomaba la cabeza para ver, por señas o a gritos
le solicitaban los pasara.
Ese día nosotros sólo
permitimos que pasaran hacia donde estábamos no así al revés y lo hacíamos por
seguridad.
Seguimos tomando unos pequeños
caseríos algunos en las márgenes del río Xalbal. Buscamos a los supuestos
colaboradores que ya existían o algún indicio de presencia de los compañeros
que buscábamos. Así llegamos hasta una finca llamada Santiago Ixcán. Esta
finca estaba situada en una especie de isla que formaba el río Negro.
Para llegar ahí debíamos pasar por un puente de hamaca que se balanceaba
violentamente a cada paso que uno daba; consistía en dos alambre de los que se
usan en los cercos con tabla amarrados separadas entre sí, como el largo de un
paso. Arriba había otros dos alambres de lo mismo, para irse agarrando mientras
uno avanzaba. Y allá abajo el río Negro sucio y con sus grandes correntadas. Lo
peor del caso es que aunque no se quiera ver hacia abajo, siempre se ve por la
separación de las tablas. Algunos nos atarantamos cuando nos tocó pasar y
nos costó llegar hasta el otro lado.
Esta era una finca cafetalera
propiedad de un esbirro militar apodado “El Tigre de Ixcán”. El café lo sacaban
en avioneta, pues no existía ningún otro medio para hacerlo, esos lugares
carecían en absoluto de carreteras y otras vías de comunicación.
Allí también reunimos a los
trabajadores e hicimos un pequeño mitin. Al rato un hombre cortó a machetazos
los alambres que sostenían el puente de hamaca, lo que nos hizo suponer una
trampa enemiga. Nos abastecimos y obligamos al capataz de la finca que nos
llevara al paso del río que utilizaban cuando el puente se les arruinaba.
Pensamos que en ese paso estaría emboscado el ejército. El paso era otro puente
de hamaca sólo que más deteriorado. Enviamos junto al capataz, una
pequeña vanguardia que exploró del otro lado y determinó que no había
emboscada, entonces pasamos el resto. Avanzamos un poco y nos quedamos a
dormir en una pequeña elevación. Otro día temprano la aviación bombardeó y
ametralló todo el área, asimismo se comenzó a escuchar el ruido de los
helicópteros llevando y trayendo tropa. El susto que nos produjo el bombardeo y
ametrallamiento fue tremendo pues para muchos constituía nuestro bautizo de
fuego aéreo.
Seguimos deambulando en la
zona, buscando indicios de los contactos que buscábamos pero nada.
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Un día encontramos una troja
llena de maíz y con hojas de trabajo ya secas, se planteó abastecernos y
dejarle el dinero al dueño ahí en la troja, pero no se aceptó, sino se nos
mandó a buscar al dueño y comprarle directamente el maíz.
Siguiendo el camino que
llegaba hasta la troja salimos a un caserío donde nos extrañó que solo hubiera
mujeres. Por fin creímos entenderle a una de las mujeres, que el ejército tenía
reunidos a los hombres en la casa del alcalde auxiliar, pero esta casa quedaba
algo distante, por lo que avanzamos hacia un arroyo que estaba como a 300
metros y donde vivía el dueño de la troja.
Nuestro avance lo hicimos con
tanto sigilo que íbamos avanzando a la par de una emboscada que tenía tendida
el ejército y ni ellos ni nosotros nos habíamos dado cuenta. Como la emboscada
tenía forma de media luna topamos con uno de los extremos; los soldados estaban
descuidados, así que los sorprendimos, jamás pensaron que nos pasaríamos toda
la emboscada sin que sus compañeros se dieran cuenta. Se produjo un tiroteo
cuando nuestro compañero de vanguardia topó con los soldados; llegó tan cerca
que uno de los soldados le quiso agarrar el cañón de la carabina cuando se
toparon y ahí comenzó el tiroteo. Sólo dos o tres de nuestros compañeros
dispararon, Los demás no, porque no veíamos al enemigo. Comenzamos a retirarnos
y quizá por la sorpresa ellos no dispararon rápidamente, a los dos minutos
aquello parecía una noche buena a las 12 de la noche, tronaban los fusiles
Garand y silbaban las balas por todas partes; algunas nos pegaban muy cerca y
levantaban pedazos de barro en el suelo.
Al rato comenzaron a lanzar
granadas y los estruendos se oían por todas partes. El terreno era tan difícil:
peña por un lado y hierba pequeña por el otro lado, que prácticamente tuvimos
que regresar por donde entramos, haciendo el recorrido a la inversa por toda la
emboscada. Por suerte sólo un compañero, el que hablaba queqchi’, salió
levemente herido de un brazo.
A los pocos minutos llegó el
helicóptero a recoger sus bajas y también llevó perros amaestrados, que nos
complicaron la vida en los días posteriores.
Nosotros nos retiramos con el
herido buscando al resto de la columna en donde Cipriano le dio los primeros
auxilios.
En el balance que se hizo de
la acción, se determinó que habíamos caído en la emboscada del ejército, porque
no le entendimos bien a la mujer que nos informó que a los hombres de la aldea
los tenía reunidos el ejército.
La verdad, según concluimos,
la mujer pensó, a pesar de las diferencias, que éramos los mismos, es decir,
pensó que nosotros éramos del ejército. Eso nos sucedió en varias
ocasiones.
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Los perros amaestrados
comenzaron a sentir nuestro rastro, ayudados por el olor de dos gorras que
habíamos dejado botadas. Nos dimos cuenta y tomamos medidas. La retaguardia en
cada descanso se emboscaba esperando la llegada del ejército, pero cuando el
perro sentía que ya estábamos cerca, ladraba; entonces el ejército ya no
avanzaba. Eso hacía suponer dos cosas: una que no avanzaban por temor y
la otra que esa unidad únicamente nos iba marcando el rumbo y transmitiéndolo
por radio, para que nos tiraran tropa adelante por helicóptero. Así pues,
comenzamos a caracolear, o sea, a dar vueltas. Varios días nos quedamos a
dormir muy cerca de la unidad que llevaba el perro y casi siempre, acampábamos
en el mismo arroyo, nosotros arriba y ellos abajo por lo que nos lavamos los
pies y algunos se orinaban y defecaban en el agua para que les llegara
“contaminada” a los soldados. Así estuvimos varios días “jugando al ratón y al
gato”. Caminando por los arroyos entre el agua a sabiendas que así se perdía
nuestro olor y despistábamos al perro, pero siempre se dejaba huella y no
engañábamos al perrero.
Por lo anterior decidimos
subirnos a la Sierra del Chamá, al pie de la cual habíamos estado todos los
días anteriores. En el lugar por donde la subimos había peñascos; algunos
trechos los hicimos colgados de bejucos, así que los perros no pudieron subir y
ya no supimos más de ellos.
Llegamos sobre la Sierra a una
aldea que se nos imaginó un nacimiento de Navidad. Era un paisaje muy
lindo pues las casas estaban en un llano muy verde y lleno de ovejas, con una
laguneta llena de patos de casa en medio de la aldea. La aldea se llamaba
Amchel. Esta fue la última población que tomamos en Quiché, pues no
encontramos ningún vestigio de los compañeros que buscábamos.
Evidentemente la información
no había sido exacta, porque con el tiempo averiguamos que sí habían estado más
al sur en donde los habían matado.
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"Nos fuimos de Quiché con la promesa de volver. Ahora vemos que
regresamos, no nosotros físicamente, sino otros compañeros que llegaron para
quedarse, tuvieron más suerte que nosotros, pero la suerte de ellos es la del
pueblo que es también la nuestra".
Nuestra estancia por Quiché nos enseñó mucho; sobre todo a conocer mejor
nuestro país, y hacer comparaciones de los grandes contrastes existentes.
Ahí encontramos gente tanto
queqchi’ como quiche’ en un estado de atraso increíble, con una pobreza muy
grande, con una economía de autoconsumo muy mínima, casi sólo comían tortilla
con chile, había muchos hombres alcohólicos, bajo los catres donde dormían
siempre tenían varias tinajas llenas de “Boj” (chicha fermentada de maíz).
Los animales que criaban nunca
los comían ni les sacaban productos como huevos o leche, sino que los vendían o
cambiaban con el comerciante, por algunas herramientas pero sobre todo, por
fósforos, jabón y sal.
En esos lugares no existía
ninguna carretera ni ningún servicio público.
Encontramos gente que no sabía
de la existencia de la ciudad de Guatemala. Lo más grande que conocían o
habían oído hablar era de Santa Cruz del Quiché.
Se notaba perfectamente que
ahí no había existido actividad guerrillera, pues aquello estaba olvidado y no
habían llegado corriendo, a abrir caminitos, inaugurar chorritos, sacar muelas,
poner puestos de salud, mucho menos equipo, regalar mejoralitos, etc. etc.
No, aquello estaba aislado
como si fuera el otro lado del mundo; aquello estaba olvidado, abandonado como
en suspenso como esperando que algo pasara, un soplo para coger vida,
vitalidad, movimiento. Una palmada en la nalga para volver a ser Quiché, para
erguirse, levantarse, vivir y luchar.
Así pues, se decidió regresar,
no conocíamos el idioma, no teníamos ni los contactos mínimos; Sólo un
compañero hablaba queqchi’ y más hacía el norte se hablaban otros
idiomas. No teníamos guías no conocíamos el terreno para seguir
enfrentando la operación enemiga; incluso los mapa que cargábamos eran a una
escala muy alta, lo que dificultaba más la orientación ya comenzábamos a
necesitar botas, ropa y otras cosas que no podíamos conseguir, a duras penas
conseguíamos la alimentación.
Así pues, aunque ya nos
estábamos encariñando con aquel territorio que nos había cambiado la monotonía
de las planadas de Petén y con aquella población milenaria que vivía en aquel
aislamiento, haciendo esfuerzos sobrehumanos para sobrevivir. Aislados de
los adelantos de la humanidad como la electrificación, las vías de comunicación
y sus medios, la educación e instrucción, la salud, etc. Nada de eso ni
otras cosas llegaban ni se conocían allí.
Nos fuimos de Quiché con la
promesa de volver. Ahora vemos que regresamos, no nosotros físicamente, sino
otros compañeros que llegaron para quedarse, tuvieron más suerte que nosotros,
pero la suerte de ellos es la del pueblo que es también la nuestra.
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Organizamos la marcha de
regreso, ya teníamos una mejor idea del terreno. El regreso no fue tan
penoso aunque sí veníamos moralmente afectados.
En mucho menor tiempo que en
la ida regresamos a donde se habían quedado las canoas hacía dos meses. Las
canoas nos costó regresarlas hasta el río negro, pues ya los arroyos habían
bajado su nivel de manera que en muchas ocasiones topaban en el fondo, había
que bajarse todo y hacerla avanzar arrastrada hasta donde hubiera más agua.
Así venimos avanzando, poco a
poco hasta que por fin llegamos al río negro que también había descendido mucho
su nivel.
Costó muchos arrancar los
motores a pesar de la limpieza de bujías y toda clase de operaciones que todos
los “técnicos” aconsejaban y hacían, así como las gárgaras de gasolina al estar
soplando y absorbiendo mangueras.
Nos echamos al río negro y
comenzamos a navegar río abajo, con los motores sin acelerar para no hacer
mucho ruido, nos dejábamos arrastrar por la corriente y sólo gobernábamos las
canoas con las canaletas.
Antes de pasar frente al
campamento petrolero Las Tortugas, orillamos las canoas y nos bajamos, hicimos
un plan porque suponíamos estaría el ejército en el desembarcadero en donde dos
meses antes nos habíamos llevado las canoas.
Una patrulla nuestra iría por
la orilla hasta llegarle muy cerca al desembarcadero. Las canoas a determinada
hora pasarían a favor de la corriente con los motores apagados. Si
hubiera tropa nosotros abriríamos fuego sobre ellos, dando tiempo a que pasaran
las canoas, y ello nos esperarían 200 metros abajo con los motores ya encendidos
para retirarnos rápidamente.
Nos fuimos aproximando al
desembarcadero muy despacio y tratando de hacer menor ruido posible; llegamos
al lugar y no había nadie, solo notamos las trincheras de los soldados, así
como todavía había brasas de un fuego que encendían por la noche, o sea que,
por la noche había vigilancia en el desembarcadero y de día se retiraban a las
instalaciones del campamento petrolero.
Algunos compañeros se
apostaron con las armas listas en puntos estratégicos.
Mientras llegaba la hora en
que pasarían nuestras canoas; según nuestros cálculos faltaban 20 minutos para
mientras avanzamos un poco por la orilla del camino que iba hacia el
campamento. Ahí estábamos cuatro compañeros cuando apareció a lo lejos, un
teniente, portando un rifle 22 y un soldado que llevaba su equipo normal y
fusil Garand.
Nos agazapamos bien y
comenzamos a llevar el ritmo de sus pasos en las mirillas de nuestras
carabinas.
Evidentemente andaban de
cacería pues miraban hacia arriba de unos árboles de guarumo posiblemente
buscando alguna pava o pajuil. El compañero Chiri que estaba a la par
mía, le dijo al Capitán Chano: –Capitán, ese cuque que viene con el oficial
tiene cara como de mico; –pshshshshsh cállate Chiricuto que te van a oír, si no
hay necesidad de disparar no hay que hacerlo para no crear problemas al paso de
las canoas.
El soldado y el oficial ya no
se aproximaron sino cambiaron de rumbo por un caminito ya no los vimos.
A la hora acordada nos
retiramos para el desembarcadero y cuando llegamos nos dijeron los compañeros
que nuestras canoas ya habían pasado y que nos estaban esperando a 200 metros
para arrancar motores y retirarnos rápidamente.
Así pasamos frente al
campamento de La Tortuga sin mayores problemas, habiendo burlado a los soldados.
Navegamos por horas y parte de
la noche; en una vuelta nos encontramos el barquito de la petrolera que venía
río arriba. Los pilotos nos saludaron con la bocina y encendido y apagado sus
grandes reflectores. Este barquito tenía la característica de poseer ruedas,
para que el verano cuando bajaba el nivel de las aguas, no se quedada varado en
los playones que se formaban.
Seguimos navegando parte de la
noche hasta llegar más o menos cerca de la desembocadura del río Pasión, con el
Salinas, donde se forma el gran Río Usumacinta. Ahí nos bajamos
escondidos, lo más que pudimos las canoas y los motores y emprendimos la marcha
a rumbo oriente, buscando nuestros antiguos campamentos. A los pocos días
ya habíamos hecho contacto con nuestra base política y comenzamos a resolver
nuestras necesidades avituallamiento, así como se comenzó a realizar reuniones
para hacer correcciones políticas en nuestra actividad.
Desde esa fecha y hasta muy
recientemente, ya en la relativa abundancia de requerimientos que teníamos en
la base, los deudores quisieron pagarnos la deuda. Nosotros no aceptamos
por lo improcedente del método, esa deuda sólo podía ser pagada en el momento
oportuno, o en similares circunstancias. Así pues, queda condonada la misma
bajo la promesa de no volver a hacer ese tipo de préstamos.
Fin