Por
Marco Tulio Soto
Este relato está dedicado a todos los compañeros que organizaron e
hicieron posible las guerrillas del Petén; se desprende de momentos históricos
del Movimiento Revolucionario guatemalteco de los años 1969 – 1970.
En aquellos años se estaba dando un reflujo revolucionario, debido entre
otras cosas a los niveles que estaba tomando la represión, a las masacres que
se habían dado en el oriente del país y a la desarticulación del movimiento
revolucionario guatemalteco.
Las
Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) trataba
de concentrar en el norte del país lo que había quedado de las guerrillas de la
Sierra de las Minas y de algunos compañeros de la capital.
Eran
los años del gobierno del General Carlos Arana Osorio, más conocido como “El
Chacal de Zacapa”, debido a que antes de ser presidente había sido jefe de
dicha base militar de Zacapa y se caracterizó por su actitud sanguinaria y criminal.
El
plan contrainsurgente concebido por los gringos, el ejército y el gobierno de Julio
César Méndez Montenegro estaba dando sus frutos. Por primera vez en Guatemala
se había organizado mediante el terror a la población, para combatir a la
guerrilla. Se montaron operaciones
militares conjuntas con ejércitos de las hermanas repúblicas centroamericanas; llegaron
asesores gringos, se hicieron bombardeos indiscriminados, aumentó el número de
cadáveres tirados en los caminos, lagos, ríos y hasta en los cráteres de los
volcanes. Se desarrolló al máximo la tortura y los crímenes más horrendos
contra el pueblo guatemalteco.
Todo
esto, junto a otros elementos, había provocado la desarticulación del
movimiento guerrillero.
Cientos
de compañeros y compañeras habían muerto, muchos de ellos habían sido capturados en sus
aldeas, en sus viviendas, en sus casas. Una gran parte de aldeas de la Sierra
de las Minas habían sido arrasadas. En todas partes del país, en la costa sur,
en el sur, en el sur occidente, en la capital, en Baja Verapaz, se cometían
crímenes diariamente. Todos los capturados eran ejecutados y tirados sus
cuerpos en cualquier parte. Desapareció
en Guatemala el status de preso político.
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Se
había logrado reunir a un grupo de compañeros armados con carabinas M-1. Nos encontrábamos en el sur de El Petén y
pretendíamos desplazarnos hacia Quiché y Alta Verapaz.
Por
esos días, como producto de la desarticulación del movimiento, había
proliferado las “concepciones” políticas, ideológicas y organizativas que según
decían, sacarían al movimiento revolucionario de su reflujo y lo ayudarían a
dar un salto de calidad.
Nosotros,
todos muy jóvenes, con un gran corazón y con todos los deseos de llevar
adelante al movimiento, nos debatíamos entre una y otra concepción. Un poco de eso nos llevó a decidirnos a
marchar hacia Quiché, con la idea peregrina que al nomás llegar, la población
indígena correría tras de nosotros brindándonos todo su apoyo e incorporándose
masivamente a nuestras unidades.
No
entendíamos muy bien los fenómenos sociales, como la depauperación, el
aislamiento y la variedad de idiomas. Pensábamos que por vivir en tanta pobreza
estaban conscientes que había que lucha y contra quién luchar, pero la cosa no
era exactamente así.
Entre
las concepciones que existían, había una que pretendía realizar una
concentración de todos los compañeros posibles en lo que se llamaba la Zona Reina. Para eso, se había hablado con muchos
compañeros incluyendo al comandante Yon Sosa, jefe del “Movimiento 13 de
Noviembre”.
Eran
muchos los criterios que se argumentaban para haber elegido esa zona, pero
principalmente predominaban los elementos de carácter geográfico y mucho
romanticismo sobre el tipo de población.
Por
otro lado, según se decía, había algunos compañeros que estaban haciendo
trabajo político en algunas comunidades de Quiché y venían penetrando hacia el
norte, creando base y preparando condiciones para la llegada de la
guerrilla. Además se decía que había
compañeros de la capital que se incorporarían y entraría a la montaña por ese
lado.
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Nosotros
como dijimos antes, habíamos logrado concentrar un grupo de compañeros.
Habíamos entrado a Petén, la mayoría por vía aérea, a través de la línea
nacional Aviateca, más conocida como “Aviachueca”, por los desperfectos que
presentaban sus aviones.
Por
avión se metió el equipo, incluyendo las carabinas. En ese tiempo cobraban cuatro centavos de
quetzal por libra adicional de equipaje y el pasaje de la capital a Petén
costaba 12 quetzales.
Los
aviones de Aviateca eran de los viejos C-47 de la segunda guerra mundial y
volaban tan rasantes, que uno podía ver a los micos en las puntas de los
árboles.
Salían
sobre el hipódromo del norte, en la capital, se venían por encaños, salvando
cerros, hasta llegar al río La Pasión.
Seguían
su curso hasta llegar a Sayaxché y después volaban sobre toda la carretera,
hasta llegar a Santa Elena, Petén.
En
el aeropuerto era frecuente ver cómo “ordeñaban” la aeronave, le sacaban
combustible y como a los carros, cuando se les hace conexión directa, los
mecánicos se ponían a conectar alambritos y arrancaban los motores a cada rato,
para ver cómo habían quedado.
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En
la guerrilla no usábamos mochilas sino “costalillas”, que son costales o sacos
de yute con hombreras de pita, eso usaban también los chicleros. Los mosquiteros y las hamacas no era cosa
extraña en esta zona. Tampoco usábamos
uniformes verde olivo, sino un pantalón de lona azul, camisa verde y botas de
hule.
Comenzábamos
a concentrarnos al sur de Sayaxché y enviamos exploraciones buscando los
límites de Alta Verapaz. En una ocasión
en que se fue a recoger abastecimiento al río La Pasión, una de nuestras
unidades fue descubierta por un mulero que acarreaba abasto a los
chicleros. Nuestros compañeros quisieron
hablar con él, pero se había asustado tanto al ver hombres armados, barbudos,
sucios, con la ropa rota, que cuentan que agarró carreta desde allí hasta el
pueblo de Sayaxché, que distaba dos horas y media, y fue a avisarle a su patrón
y éste fue a dar parte al destacamento militar.
Hasta
ese momento no se conocía de la existencia de la guerrilla en Petén; nosotros
mismos no pensábamos que fuera una zona de combate, sino más bien una zona de retaguardia
guerrillera. Así pues, ya descubierta
nuestra presencia nos vimos forzados a acelerar nuestra ida hacia Quiché, aún
sin haber terminado los preparativos y confiando en los compañeros que nos
esperaban cerca de la laguna Lachuá y con abastecimiento, cosa que resultó
falsa.
Días
después que nos descubrieron estuvimos acampados en un campamento que le
llamábamos “la Comandancia”, en una zona con selva clara y manacal o corozal,
varios arroyos y muchos árboles de zapote, lo que nos sirvió de abasto durante
algún tiempo.
Por
las noches era frecuente escuchar las carreras de los compañeros a recoger los
zapotes que caían de los árboles. Cada quién tenía su reserva zapotera en el
lugar donde dormía. Este campamento
quedaba más o menos, en lo que ahora es la aldea Santa Rosa, al sur de
Sayaxché. En ese tiempo no existían la Franja Transversal del Norte, ni la
carretera que la une con Sayaxché.
Lo
único que existía era una brecha mulera conocida como la brecha de Chinajá que
comunicaba con otras brechas y que junto al río la Pasión constituían las vías
de comunicación entre Petén y Alta Verapaz.
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Para
llegar a Quiché debíamos caminar a rumbo de 340 grados, buscando el río San
Román. Caminamos rompiendo selva como siempre, bajo un invierno muy lluvioso,
habían muchas inundaciones y caminábamos muchas veces con el agua a la cintura.
Por fin llegamos al río San Román, estaba crecido hasta los toles, el agua
salía de su cauce por muchos metros, al grado que no logramos ver la corriente
central.
Para
atravesarlo se unieron los lazos de todas las hamacas y un compa casi se ahoga
por llevar la punta del lazo hasta la otra orilla. Poco a poco y uno a uno, nos fuimos agarrando
del lazo hasta ir pasando al otro lado.
Para
variar, todas las cosas se nos mojaron y hubo que descansar al día siguiente,
para asolear el equipo y la ropa de dormir, pues mojada aumentaba considerablemente
su peso. Ahí estuvimos comiendo sólo corozo y palmito de esa misma planta, lo
que a la postre nos aflojó el estómago a
todos y era un concierto de instrumentos de viento…
Proseguimos
a rumbo de 210 grados, hasta que le caímos al río Limón; éste no estaba tan
crecido y nos permitió pasar sobre un árbol que previamente derribamos con
hachas. Aquí comimos algunos pescados así como semillas de lancetillo o chapayo
que a pesar de lo duras que son les hicimos entrada. Ahí también hicimos un descanso, mientras se
enviaron algunas exploraciones a los alrededores.
Continuamos
a rumbo de 255 grados hasta llegar a las márgenes del Río Ixcolay. Su caudal era tan grande que hasta se
escuchaba un rugido producido por la corriente, como 100 metros de ancho. Con sólo echarle un vistazo era suficiente
para darse cuenta que era imposible pasarlo a nado con el equipo y la
costalilla. Se enviaron exploraciones buscando un posible paso, pero fue
imposible, en todos lados estaba igual e incluso peor. Así pues, se decidió
hacer una canoa pues considerábamos que una balsa la arrastraría la corriente y
nos provocaría un accidente.
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