lunes, 9 de mayo de 2011

El enemigo azuzó mi rebeldía

El autor. febrero de 1981
Salí de Guatemala en noviembre de 1981, a mis 17 años, con más deseos de huir del ambiente de terror, que voluntad de independizarme y dejar a mi familia;  varios amigos y conocidos de mi edad habían sido secuestrados y desaparecidos por las fuerzas de seguridad del Estado; algunos de ellos asesinados al intentar escapar.  Yo había participado en el movimiento estudiantil de secundaria en el Instituto Rafael Aqueche, donde cada semana editábamos un miniperiódico, al que llamamos “El Zapotón”, no recuerdo por qué y  que reproducíamos en un mimeógrafo hechizo.  Viéndolo en retrospectiva, fue mi primera incursión en un medio de comunicación.  Nunca consideré que mi participación política estudiantil hubiera sido trascendente.

Sin embargo, también fui secuestrado y retenido durante varias horas por la G-2, del ejército.

Todos los sábados íbamos a jugar basquetbol a las canchas de la 12 (12 avenida, entre 20 y 22 calle de la zona 5) junto al estadio Mateo Flores;  nos juntábamos con un primo y amigos a las 6 de la mañana;  a las 8 ya estaba en el taller de zapatería de mi padre, donde lo apoyaba con algunos chapuces y mandados, era una especie de aprendiz.

Ese día mi padre me envió a cocer a máquina unos zapatos a los que había cambiado medias suelas; con una máquina llamada “pasadora” se cocía toda la orilla de la suela. Esperé el bus en la esquina de la 11 avenida y 10ª calle de la zona 1; todo parecía tranquilo, pero cuando estaba por abordar el colectivo fui tomado de los brazos, con fuerza, por dos tipos, de los que nunca he podido olvidar sus rostros.

Sin decirme nada me llevaron hacia atrás donde me subieron a una camioneta tipo Suburban; dieron vuelta sobre la 10ª calle hacia la 12 avenida, donde tomaron hacia el suroriente de la ciudad; registraban todos mis bolsillos, mientras que yo trataba de pedirles alguna explicación, les decía que no había hecho nada, que investigaran; eran tales mis reclamos que se ofuscaron y me pusieron una pistola en la cabeza, sin seguro (tiempo después, cuando aprendí algo sobre armas, me di cuenta de ello).

Me callé;  me gustaba pintar, dibujar y escribir algunos poemas, por lo que llevaba papeles garabateados; todo me lo quitaron, en cuenta un quetzal con diez centavos, que servirían para cocer los zapatos y para mis camionetas.

Llegaron al Campo Marte, que no era como ahora; me llevaron hasta el final de los campos de futbol, donde me bajaron.   –¡Disculpa!, es por tu bien y el nuestro; dijeron y me pusieron esposas en las manos.  Eran al menos seis individuos, dos adelante, que parecían ser los jefes, los dos que me habían agarrado y dos más atrás, que tampoco se dejaban ver.

-No muchá; hay mucha gente, aquí no se puede, dijo otro.

Me volvieron a subir al carro, pero esta vez me tendieron a lo largo del piso; tomaron la bolsa de zapatos que llevaba y me la tiraron con fuerza en la cara.  Dieron vueltas y sentí que iba en carretera; luego de un tiempo detuvieron el vehículo y se bajaron.

Empecé a escuchar la voz de un patojo tal vez de mi edad, que decía:  -Quedamos de vernos en la 18 calle, a las 9 de la mañana, pero él no llegó.  Luego silencio.

Dos de los jefes, que supuse eran los que iban adelante, llegaron después.  Me pidieron no tratar de verles la cara, de lo contrario me matarían.  Me preguntaron qué hacía, a dónde iba, dónde vivía;  Todo se los dije pues no sentía que hubiera razón para ocultar nada, menos la dirección de mi casa; mentí.  Se volvieron a retirar.

Otro tiempo solo; ¿segundos?, ¿horas?, no lo sabía;  en el piso del carro había armas largas.  Pensé en la posibilidad de tomar una y dispararles;  una idea loca. Estaba esposado y desconocía su manejo.

Se acercaron nuevamente;  hablaron entre ellos:  -¿será este vos?, está muy patojo.  –pero así se meten estos cerotes a esa mierda.  Se retiraron.

Volví a ver a los dos tipos que me habían secuestrado.  Esta vez ya no dijeron nada.  Me quitaron las esposas, el cinturón, los zapatos, los calcetines.  Tomaron un lazo y me amarraron con fuerza las manos hacía atrás; el cinturón me lo pusieron en los tobillos, luego con un suéter maloliente me vendaron los ojos.  Sentí que todo llegaba a su final; mi vida entera corrió por mi mente en segundos. Uno de estos individuos me cargó, me sacó del carro, caminó unos metros y me lanzó a la tierra.  Sentí que me golpeaba la cabeza con una piedra, pero no sentía dolor.

Nuevamente me dejaron solo, pero por menos tiempo.  Me sentía rodeado por ellos. Empecé a escuchar risas y burlas. Se carcajeaban.  –¡Traé el cuchillo, yo me encargo del ojo izquierdo!.  Más risas.

Apareció el oficial.  –¡Silencio muchá, tranquilos!;  ¡guardá esa pistola vos!.

-Disculpa mano, te vamos a soltar;  te tenemos aquí por sospechas, pero te vamos a soltar.

-Pero a qué hora, yo no he hecho nada.  ¡callate! Te vamos a soltar, pero tranquilo, eso sí. Nuca vayas a contar que te tuvimos detenido.  Somos de la G-2 del ejército y sabemos dónde vivís; en cualquier momento te vamos a buscar.

Otra vez solo; pero cuando regresaron fue para decirme -¡te salvaste!.

Me pararon y me hicieron caminar con los pies atados con el cinturón.  Caí de cara.  Nuevamente burlas.  Me desataron los pies, las manos y me metieron al carro; me quitaron el suéter de la cara; me pusieron los zapatos en los pies. Yo tomé los calcetines, el cinturón y mis anteojos.  Me pusieron 5 centavos en la mano y me dijeron –Tomá, para tu camioneta.

Arrancaron el vehículo y me advirtieron que al bajar tomara en dirección contraria a la de ellos, que no volteara a ver hasta que fueran lejos.  Con la camioneta en marcha abrieron la puerta y me dieron una patada.  Caí en el pavimento; caminé en sentido contrario, pero volví a ver antes de lo que me habían dicho. Vi la Suburban celeste con rayas blancas, a unos 300 metros.

Era una carretera solitaria que no conocía;  de repente apareció un bus en el que decía SR1;  era Santa Rosita. No se detuvo a pesar de mi insistencia.

Me arreglé, me metí la camisa, me amarré los zapatos y pedí jalón.  Un joven en un pick up se detuvo y me lancé a la palangana.  Bajé en la 12 avenida y caminé hacia el taller de mi padre.  Eran aproximadamente las 2 de la tarde; había estado desaparecido seis horas.  Mi viejo, enojado, me gritó, colérico;  pero eso me hizo volver del shock y lloré; atiné a decirle que me habían secuestrado.

Creo que estuve casi dos semanas encerrado en la casa; me asomaba a la ventana y veía tipos armados por todas partes.  Unos meses después, con el apoyo de una prima muy querida, salí del país con rumbo a Costa Rica, sin darme cuenta que era el inicio de mi vida revolucionaria. 

1 comentario:

  1. Don Luisito para todo hay un propósito en esta vida, de eso estoy segura, y me da gusto que siga entre nosotros y que nos pueda contar esa historia, cuantos jovenes murieron en esa época, muchos sin razón... así que lo dejaran con vida es una bendición. Adelante don Luisito.

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