miércoles, 4 de mayo de 2011

Los Figueroa


Quizá nunca hubo en Petén una familia tan numerosa y con tanta trayectoria como la de los Martínez.  Es cierto. Pero familias consecuentes hubo muchas, con diferentes características, con diferentes niveles de entrega o de antigüedad.  Es el caso de los Figueroa, otro grupo familiar que los revolucionarios de las FAR nunca debemos olvidar.

Los compañeros Bacho y Chicote, de baja estatura y sobrepeso;  tenían la apariencia más bien de dos finqueros; acostumbrados a usar sombrero, camisas de cuadros y botas vaqueras;  eran muy reconocidos y respetados en sus comunidades y en las aldeas vecinas; Josefinos Dos Erres, cooperativas Bethel y Bethania, La Técnica.  Toda esa fue su área de operaciones; de día pasaban desapercibidos, como dos campesinos trabajadores, con sus respectivas familias, que buscaban vivir bien, en la medida de lo posible, pero de noche se convertían en dos organizadores políticos de la guerrilla; reunían principalmente a los hombres, les hablaban de la situación nacional, de los gobiernos militares, de la represión que se estaba dando en el occidente del país, donde eran masacrados los indígenas y que pronto llegaría al Petén.  Decenas de jóvenes se alzaron y otros, la mayoría, colaboraban con la guerrilla, de distinta forma; con alimentos o con el poco dinero que podían compartir.

Eran los inicios de los años 80; la represión se estaba extendiendo por todo el país; el accionar de la guerrilla en Petén, cada vez era mayor y con más impacto internacional, como la toma de Tikal, o las emboscadas de aniquilamiento, donde habían perdido la vida decenas de soldados.  El ejército suponía que la guerrilla en la selva no podía sobrevivir si no era con la ayuda de la población.

Bacho y Chicote fueron alertados y estos a su vez advirtieron a las bases;  muchos jóvenes lograron huir, otros, por temor a dejar solas a sus familias, prefirieron quedarse y afrontar las consecuencias, con la vaga idea de que tal vez no pasara nada.

Después de las primeras masacres, donde murieron decenas de personas;  algunos hombres se escondieron en las cercanías de sus pueblos, pero fueron descubiertos, capturados y ejecutados en el acto.

Bacho tenía tres hijos:  Rony, Marisol y Raúl;  Chicote tenía dos: Javier y Juan Antonio.  Todos lograron retirarse lo suficiente de las comunidades y refugiarse en la selva.  Juan Antonio tendría unos 13 años cuando fue la masacre de las Dos Erres.  Unos días después, cuando los militares ya se habían retirado fue con su hermano a inspeccionar el lugar y nunca ha podido olvidarlo.  Había destrucción, sangre y restos humanos por todos lados; el olor era insoportable. El pozo aún estaba abierto. Cuerpos de hombres, mujeres y niños, amontonados unos sobre otros.  Juan Antonio era muy valiente; era un hombrecito que reflejaba la actitud ruda de su padre, pero lloró, lloró desconsolado como el niño que aún era, o como cualquier persona que se duele al ver la forma inmisericorde con que habían perdido la vida sus vecinos, muchos de ellos conocidos, a manos del ejército guatemalteco.

Bacho y Chicote, junto a sus esposas, se quedaron en comunidades de población en resistencia, donde continuaron organizando a la población. Todos sus hijos se alzaron; se unieron a la fuerza militar y se formaron como valerosos guerrilleros.

Conocí a Juan Antonio en Nicaragua; él, Rony y Raúl habían salido a recibir un curso de infantería militar.  Juan Antonio se preparó después como radista; además era parte del equipo de seguridad del comandante Pablo y de la capitana María.

Compartimos una temporada en una casa de seguridad en Nicaragua, donde estaba instalado el centro de comunicaciones.

Años después nos volvimos a encontrar en México; siempre hubo una buena relación entre nosotros; era más que compañerismo, era esa hermandad que sólo se podía sentir entre camaradas.

Javier, su hermano, integraba el aparato de logística, en Veracruz;  murió en un accidente de tránsito.  Tuve la oportunidad de pasar por el lugar donde perdió la vida.  El iba manejando un jeep; fue en una curva abierta, al parecer iba muy rápido y una llanta delantera explotó.  El carro volcó en un descampado, dio dos, tres vueltas, hasta que su cuerpo salió disparado por la parte de arriba del jeep y se estrelló en el único árbol que había en esa parte.

Juan Antonio sufrió mucho con la muerte de su hermano Javier, que dejó un hijo.

Raúl, hermano de Rony, se convirtió en un buen combatiente y en radista de operaciones;  fue herido en al menos dos ocasiones, llegó a ser sargento. Fue compañero de la muy querida y recordada Merly, con quien procreó a una niña.

Rony era el hombre de confianza del comandante Pablo en Petén;  era el jefe de su equipo de seguridad. Se preparó, junto a parte de su equipo, en seguridad de personalidades.

A Marisol la conocí en el campamento Nadie se escapa; ella también había sido combatiente y luego, cuando se juntó con el papá de sus hijos, le fueron asignadas tareas en la zona de Retaguardia.

Estos eran los Figueroa. 

Una familia más pequeña que la de los Martínez, es cierto, pero como organizadores lograron incorporar a casi una columna guerrillera; como combatientes, estuvieron donde se les demandó, al costo que fuera y como amigos y camaradas permanecen.

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