Regresé a Petén en varias ocasiones, por distintos períodos de tiempo, pero una de las más interesantes y tal vez de las más fructíferas fue cuando se me asignó montar una escuela de telegrafistas en la zona base, de donde saldría el personal que se incorporaría al equipo de Radio Rastreo.
Creo que fue en 1988; el Estado Mayor estaba bajo el mando del Comandante Rigo; el comandante Martín ya había salido del Petén, a hacerse cargo del Frente Sur “Santos Salazar”, que había sido golpeado seriamente por el enemigo y era necesario que alguien, con sus características, levantara a la fuerza. La proyección estratégica que se tenía de ese frente era grande y no había que abandonarlo. Haber enviado a Martín era una prueba clara de la visión estratégica que se tenía para aquella zona; él era una pieza clave.
En Petén se responsabilizó al comandante Gary de la estructura de inteligencia y comunicaciones; no tenía las mismas cualidades de Martín, pero era un guerrero, con capacidades militares, se había formado como combatiente, junto a al teniente Arturo, Belarmino, Martín, Manuelito y otros, que hicieron historia; su fidelidad a la comandancia y su fe en el triunfo de la revolución, eran inquebrantables.
Aunque Gary era el jefe principal, tanto de inteligencia como de comunicaciones, tenía bajo su mando directo al equipo de Radio Rastreo, mientras que el sargento Pesarozzi era el responsable de las comunicaciones, junto a Alex y Ruperto.
Cuando entré pasé por un campamento de población en resistencia, donde las familias nos recibieron con rimeros de tortillas y frijoles parados; había mucha hermandad y de cualquiera de las humildes casas, hechas de guano, nos llamaban para acompañarlos a comer.
Ahí conocí a Diana, estaba de paso, con la gente que había ido a encontrarme; me llamó la atención su “porte y aspecto militar”; había mucha pulcritud en su forma de vestir, su uniforme verde olivo, casi nuevo, su cabello recogido hacia atrás y una trencita que caía por un lado, de la que le colgaba un moñito; morena, risueña, con un suave toque de maquillaje, pero lo que más llamaba la atención de aquella adolescente eran sus grandes ojos negros, enigmáticos y su lunar junto a la boca. Estaba para foto.
Diana se integró a la Escuela de telegrafistas, junto a una hermana más pequeña; Evelia y su hermana; Leo Dan, Víctor cazador, Maritza e Isabel, eran el resto de alumnos y alumnas.
Era un equipo pequeño y no todos y todas tenían la misma voluntad y deseo de aprender; era el caso de la hermanita de Evelia, no recuerdo su nombre, pero tendría unos 12 años y lo que ella quería era seguir durmiendo; es más, se quedaba dormida sobre el cuaderno e incluso soltaba uno que otro aire sonoro, que no sólo la despertaba sino que provocaba las risas del resto de estudiantes.
Sólo Evelia se enojaba con su hermana; le llamaba la atención y le decía que tenía que poner de su parte para aprender y aportar a la revolución.
Ellas habían ingresado a la montaña unos meses antes, procedentes de Campeche, del campamento de refugiados en ese estado mexicano. Ya con la edad suficiente habían decidido alzarse.
Cuando Evelia llegó se puso como seudónimo “Aremy”; pero creo que en menos de un mes se cambio de nombre y es que, para variar, la mayoría de compañeros jodían a más no poder y casi siempre andaban buscando dobles sentidos a las cosas, era una manera de sobrellevar la difícil vida guerrillera; había que estar alegres y bromear, siempre y cuando no se dañara ni afectara a nadie.
Pero a la pobre “Aremy” la sacaron de sus casillas y uno de los que más fregaban era el propio comandante Gary; le decía “hoy Are-my hamaca más temprano”, “hoy busca A re my tercio de leña rumbo al norte” y bueno, para todo había un “Are my”, hasta que no aguantó y se puso Evelia.
Víctor cazador, también se aburría en clases; su vocación era de combatiente, pero por alguna situación especial lo tenían ahí, aprendiendo telegrafía y comunicaciones.
No se me olvida un día de esos que se desesperó en clases, como a las 11 de la mañana y pidió permiso para ir a una milpa cercana, a ver si encontraba algún animalito y salió, con el rifle 22. En menos de media hora venia doblado, por el peso de un venado que traía en la espalda. Suspendimos las actividades y nos incorporamos todos a destazar al venado y repartir la carne.
Fue en esa oportunidad que construyeron un horno, con barro y piedra, sobre un tapesco resistente de un metro y medio de altura; había elotes y se les antojó que hiciéramos pan de elote; habían juntado unas 50 latas de sardina. También se me asignó la fabricación del bendito pan. Yo nunca había horneado en ese tipo de hornos y desconocía la cantidad de fuego y brasa que debía llevar, pero me di a la tarea y fabricamos el pan.
Salió bastante bien y nos tocaron unos tres o cuatro panes a cada uno. Un detalle de esa experiencia fue que dejé mi ración sobre la mochila, debajo de mi hamaca y a eso de la media noche escuche ruido; descubrí aterrorizado que eran unos tres o cuatro ratoncitos. A como pude los asusté; envolví en un pañuelo lo poco que me dejaron y lo guardé dentro de la mochila.
De mis alumnos y alumnas aprendieron casi todos; de ocho “perderían el curso” unos tres, cantidad con la que, en definitiva me di por satisfecho.
Diana, Isabel y Leo Dan ya trabajaban en RR, por lo que para ellos fue más fácil poner en práctica los conocimientos adquiridos.
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