miércoles, 8 de junio de 2011

La muerte de un cantor


Si se calla el cantor calla la vida
Porque la vida, la vida misma es todo un canto…”


El compañero Jildardo era aquel joven callado, procedente del sur del país, que entró conmigo a Petén, en el año 86;  él y Héctor eran originarios de Escuintla y su objetivo era incorporarse al Frente Sur “Santos Salazar”, pero en esos tiempos no había condiciones para trasladarlos a esa zona y fueron enviados al norte.

Jildardo tendría unos 24 años;  trabajó en Escuintla con un trío de mariachis, de esos que entran a los bares y restaurantes a ofrecer canciones; era la forma en que se ganaba la vida, pero al parecer no era  solamente una herramienta de trabajo sino también un hobbie, que puso a disposición de la guerrilla.

Era una costumbre que se hicieran actividades culturales en efemérides importantes, como el 7 de febrero, Aniversario de las FAR; el Primero de Mayo, Día de las y los Trabajadores, el 19 de julio, Aniversario del triunfo de la Revolución Sandinista; el 26 de Julio, fecha del Asalto al Cuartel Moncada, en Cuba; el 20 de Octubre, aniversario de la gesta revolucionaria guatemalteca de 1944; el 2 de octubre,  fecha en que cayó el Comandante Luis Augusto Turcios Lima; el 8 de octubre, aniversario de la muerte del Guerrillero Heroico y el 1 de enero, por el triunfo de la Revolución Cubana.

Se avisaba con tiempo a los jefes de escuadra y se organizaban actividades de diverso tipo; musicales, comedias, poesía y declamación, aparte del mensaje central;  al final había un baile y se compartía una comida especial y un vaso de “Chumpiate”,  la bebida espirituosa de la guerrilla, que se preparaba con aproximadamente un mes de anticipación;  se elaboraba con maíz quebrantado, agua y azúcar, se dejaba reposar en galones hasta que estuviera de punto.

Aquel joven sureño, que en ocasiones parecía introvertido, destacaba cuando tenía la oportunidad de acariciar una guitarra y cantar rancheras que a más de uno “hacían mierda el corazón”.  Contaba con un amplio repertorio:  “ya está cerrada con tres candados y remachada la puerta negra…”; “Eres bien bonita, pero mentirosa, engañas a los hombres….”; “Aunque malgastes, el tiempo sin mi cariño y aunque no quieras, este amor que yo te ofrezco….”;  “Sacaremos a ese buey de la barranca, de la barranca sacaremos a ese buey”;  en fin, había para todos los gustos.

Poco a poco Jildardo se fue adaptando a la vida guerrillera en la selva de Petén y eso costaba, más para alguien que estaba “fuera de su hábitat”.   Héctor, el otro compañero del sur, desertó a los dos meses, pero no encontró la salida y fue encontrado por los compañeros.  Se reincorporó y llegó a ser sargento.

Jildardo siempre mantuvo claridad revolucionaria, a pesar de las dificultades.  Se volvió un buen guerrillero y participó en varios combates, pero quería dar más, quería que su aporte fuera más valioso y pidió incorporarse a la unidad de explosivistas.

En ese equipo había un dicho:  “los explosivistas sólo dos errores podemos cometer, uno es incorporarnos a esta unidad”;  el segundo no lo decían, había que intuirlo.


Fue lo que le pasó a aquel valioso joven, un día, cuando manipulaba una carga. 

Fue algo muy triste para todos, porque no murió de inmediato; tardó vivo más de un día; la bomba mutiló sus dos brazos y le abrió un agujero en el pecho.  Parecía no estar consciente y era mejor así.  Los sanitarios hicieron todo lo que podían por salvarle la vida, no lo querían perder, pero en el fondo todos sabíamos que él no hubiera querido vivir de esa manera.  Y se fue.

La vida en la guerrilla era dura.  Había que sobrellevar tanta tristeza tanto dolor.  

 Eran los tragos amargos.  El dolor de a poco, que se enquistaba en nuestro ser y que únicamente podía calmar  el avance hacia el triunfo de la revolución.

No hay comentarios:

Publicar un comentario