V
Leandro tomó el control del frente. Fue cuestión de dos o tres semanas para que conociera el área y que lo presentaran ante los principales colaboradores, que no eran pocos; eran muchos hombres y mujeres, que sabían que estábamos cerca y se sentían protegidos. En la zona era común que por temporadas grupos de cuatreros se robaran el ganado, pero la presencia de la guerrilla los alejaba o al menos disminuía su accionar.
En más de una ocasión nos alertaron de algún robo y dos o tres de nuestros compañeros salieron tras la huella de los cuatreros; los ladrones, armados, iban en caballos, lazaban a dos o tres novillos y los llevaban rompiendo monte hasta llegar a algún camino vecinal donde los esperaban con vehículo. Sin embargo, al sentirse perseguidos por la guerrilla preferían abandonar a los animales.
Fueron esos detalles, junto a la relación estrecha con las familias, que favorecieron y consolidaron la base social en toda esa parte del suroriente del país. Era tan estrecha la relación con la población, que pocas veces comíamos tamales. Desde muy temprano se oía que en alguna casa cercana torteaban; A eso de las 6 de la mañana, en un punto intermedio, entregaban el valioso cargamento. Las tortillas del día.
En otras ocasiones subían de otras casas, con tortillas, alguna gallina cocida y huevos duros. Además llevaban información sobre los movimientos del ejército y de sus informantes. Desde la cima de la montaña teníamos una amplia visibilidad: la carretera CA-2, el puente cercano a la aldea Nancinta; del otro lado, teníamos visibilidad completa del camino de terracería hacia San Juan Tecuaco y a la derecha el imponente Volcán Tecuamburro. Hacia el sur, el Mar. Podíamos observar grandes barcos.
VI
Sin embargo, contar con esa majestuosa visibilidad tenía su costo: el agua nos quedaba bastante lejos. Había que bajar en parejas a un nacimiento, que por cierto, era una bendición, porque en esta zona del país la vegetación es mínima y el calor es intenso, muy intenso, principalmente entre marzo y abril; el agua es escasa.
Entonces, cada vez que bajábamos a traer agua era por algo; no se podía ir por un galón, menos por una cantimplora; había que ir con depósitos de 25 litros, para cocinar y beber. Debíamos bajar con mucho cuidado, ir vigilantes, cruzar alambrados arrastras. Aunque teníamos visibilidad y contábamos con información de primera mano, no nos confiábamos, sabíamos que el enemigo también tenía sus fuentes y podía burlar nuestros controles. En el ojo de agua bebíamos un poco, llenábamos los bumbos y regresábamos. Subir era otra historia: era realmente desesperante y cansado.
Algunas veces se nos escapaba Leandro con uno de los bumbos; iba y regresaba en menos de veinte minutos; el mismo trayecto que otros hacíamos en casi una hora. Regresaba, sudando a chorros, con una sonrisa de oreja a oreja. Se secaba el sudor con su paliacate. Era su forma de dar el ejemplo. –Vos mano, ¿Cómo te vas así solo?. –Puta Chejo, si no pesa; beban pues, porque para eso la traje, ahorita que viene fresquita.
Otras veces bajaba a recoger tamarindo de unos árboles que teníamos a las faldas del cerro. Subía, les sacábamos la pulpa y hacíamos fresco para todos.
Durante el día buscábamos cómo cubrirnos del sol debajo de chaparros y conforme se movía el astro rey también nosotros nos movíamos, para aprovechar la sombra.
El sol directo nos dejaba hasta las 6 de la tarde, cuando parecía sumergirse bajo el mar, pero el calor extrañamente aumentaba, al punto de la desesperación. Sofocante.
El baño era un alivio. Bajábamos al nacimiento de agua en grupos pequeños, de tres o cuatro compañeros; sacábamos agua con algunos galones y nos metíamos al monte, para no dejar huella.
Huy todo muy distinto a Petén =/ que cambiaso y me imagino lo del calor
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