jueves, 10 de marzo de 2011

De retaguardia a zona base

El conflicto interno recién se había solucionado;  el plan militar era concentrar a la mayor parte de las fuerzas guerrilleras en la retaguardia y conformar un mando estratégico, integrado por un jefe principal, un jefe de operaciones, un jefe de logística, uno de comunicaciones y uno de inteligencia.

Pero alguna información se filtró. El ejército empezó a movilizar de forma acelerada a tropas de combate.  Entre labores de inteligencia por un lado y contrainteligencia por el otro, nos enteramos que un pelotón de soldados se dirigía a El Túnel. Ni más ni menos. Habíamos captado un mensaje, en el que un oficial informaba a sus superiores que se dirigía con su tropa a la coordenada exacta donde nos encontrábamos.

El ejército poseía equipos de radiogoniometría;  eran aparatos que localizaban las señales de radiofrecuencia; su función era triangular una señal de radio y ubicar su posición casi de manera exacta.

Una de las columnas guerrilleras había llegado tres días antes;  Aquel día por la mañana, entró el teniente Tadeo, junto a dos miembros de su seguridad personal; ya lo esperaban; luego de los saludos correspondientes,  los tres bajaron sus “costalías”, una especie de mochila elaborada con costales de nylon. Del cuello de Tadeo descendió un tigrillo, que de inmediato se echó a sus pies. 

Víctor preguntó por los demás y Tadeo sonrió. Se habían quedado cerca todo el tiempo; al grito de: “compañeros, avancen!!”, aparecieron despacio, por todos lados.

El teniente Méndez y su gente habían entrado por el “Nadie se escapa”;  solo faltaba el teniente Orellana; un oficial que casi siempre sonreía; de tez morena y un aparente sobrepeso; su condición física era excelente; de movimientos felinos.  Orellana era conocido como “el hijo de la guerrilla”; tendría para entonces unos 26 años; se unió a la guerrilla a muy corta edad.  Era de los que el comandante Nicolás consideraba “temerarios”.  Le gustaba el combate; era como que lo llevara en la sangre y en esa actitud bélica caía en ocasiones en acciones anárquicas.

No podíamos esperar más tiempo; la orden era retirarse de inmediato;  Como El Túnel era un campamento de retaguardia, donde era muy remoto que llegara el ejército, habían sido construidas mesas de trabajo, llamadas “tapescos” y camas, elaboradas con horcones, ramas y hojas de Guano; los caminos hacia el agua, hacia el área de cocina y de baño eran muy evidentes de tanto usarlos.

Como sabíamos que el ejército tenía las coordenadas exactas del campamento se preparó una estratagema militar: debíamos aparentar que el lugar había sido abandonado de forma intempestiva;  dejar tirados galones viejos, algunos cuadernos y objetos de poca importancia.

En una de las camas  fue colocada una mina de alto poder, al igual que en otros dos puntos.

Dos compañeros fueron a esperar a Orellana al camino, en la parte alta del cerro, para evitar que entrara al campamento, que ya estaba minado, pero solo aparecieron los combatientes; uno de los jefes de escuadra informó que el teniente y su seguridad habían entrado “a rumbo”, para caer directamente al campamento.

Recuerdo perfectamente como palideció Genaro, el jefe explosivista y regresó corriendo a El Túnel.  Encontró a Orellana, que sonreía, sentado en la cama junto a sus compañeros de seguridad.  La mina no explotó porque la batería estaba descargada.

Orellana se unió al resto de la tropa;  Genaro cambió la batería de la mina y esperamos; eso fue aproximadamente al medio día.

Unas dos horas más tarde, mientras comíamos, explotó la mina.  Un bumm!!! largo y fuerte alteró la paz en la inmensidad de la selva;  Orellana, con un pedazo de tamal en la boca y una sonrisa casi al borde de la carcajada dijo:  ¡jueputa… ahí hubiera muerto yo muchá!

Casi una hora después empezaron a sobrevolar dos helicópteros; días después, cuando pasamos nuevamente por El Túnel, vimos como los soldados se vieron obligados a improvisar un helipuerto, para sacar a sus heridos.

Aunque la fuerza guerrillera estaba casi completa, la orden era no buscar la confrontación directa, de no ser necesario.  En el “Nadie se escapa” había enfermos, heridos; niños, compañeras embarazadas y adultos mayores.  En lugares estratégicos se cultivaba maíz, para el abastecimiento de la guerrilla y el propio.


La retaguardia se convertiría a partir de entonces en Zona Base.

Empezó una etapa de largas caminatas y ascensos a los cerros más altos de Petén, en el llamado “pico del mapa”, donde se impone la Sierra Lacandona;  nos instalábamos en campamento por unos tres o cinco días máximo, según las condiciones de seguridad.

Recuerdo uno de esos días, luego de largas caminatas; mis músculos ya no daban; llovía y mis lentes se empañaban, mi visión era casi nula; para colmo íbamos en ascenso; llevaba en la mochila mi equipo de dormir: hamaca, mosquitero, carpa y una colcha; un uniforme limpio; cuadernos, lapiceros, planes de comunicación; un radio transmisor de unas diez libras de peso y una antena dipolo.

A mitad del cerro, en un recodo; el comandante Ruiz hizo una seña para que paráramos sin hacer ruido; se puso en posición de tiro con un rifle 22 y disparó. Un venado de pecho blanco saltó con la detonación y cayó a unos 5 metros.  Ruiz sonrió.

Continuamos la subida; el agua se nos había agotado; sentía desfallecer, una compañera que venía atrás de mí, molesta por mi lentitud, insistía en que apurara el paso; estábamos casi en la cima, pero también en la parte más escabrosa; traté de sacar fuerzas de flaqueza y me lancé a concluir el último tramo;  un machete que llevaba en la mano topó con alguna piedra y mi palma se deslizó sobre el filo.  Sangrando llegué a la cima, donde lloré de impotencia.

Ruiz se acercó a mí; era el jefe de operaciones de la comandancia; tenía una larga trayectoria guerrillera, especialmente en la región central. Había sobrevivido a muchos enfrentamientos.

Me tomó del hombro; me habló de la lucha, de la importancia de que todas y todos contribuyéramos a alcanzar el objetivo final; de lo valioso que era mi aporte. Me dijo que descansara, que ahí acamparíamos y me invitó a comer carne de venado.

1 comentario:

  1. ja me dio unos nervios lo del machete =/
    me imagino que fueron duros esas épocas
    y me alegro tenerlo con vida, con alegría,
    con valor y con mucho coraje con nosotras.

    ResponderEliminar